La luz de la farola entraba por la ventana e iluminaba tenuemente la habitación, que un día fue preciosa. La persiana se sujetaba a duras penas con un par de ladrillos que había encontrado en el solar de al lado. Le agobiaba despertarse en mitad de la noche y encontrarse a oscuras. No podía dormir, daba vueltas y más vueltas. Hacía frío y sus tripas vacías le pedían algo más que aquella taza de té aguado con una pizca de azúcar. Se levantó sin encender la luz, se puso la bata raída, que en noches frías hacía de manta, y recorrió el salón casi vacío, perseguida por su propio vaho. Abrió la puerta de la cocina con sumo cuidado, evitando el roce en la losa de siempre, y se plantó frente al frigorífico. Respiró profundamente y lo abrió. Lo abrió esperando un milagro. Por un momento soñó… La despertó una bofetada de realidad. Sus ojos se inundaron, al tiempo que un dolor fuerte y seco subió a su cabeza y una mano invisible le apretó el estómago, haciéndole sentir náuseas. Seguía vacío, seguía vacío… ¡Dios, seguía vacío! Tan sólo aquel yogur que caducaba al día siguiente y medio limón reseco moraban en su interior. Ni por un momento tuvo la tentación de hacerlo. No podía. Cerró la nevera, se apoyó en la pared y se dejó caer poco a poco hasta el suelo, mientras las lágrimas brotaban sin esfuerzo y resbalaban por sus mejillas. Lloró amargamente, en silencio… Cuando ya no le quedaban lágrimas, ni fuerzas para seguir llorando, volvió a la cama y se rindió al cansancio. Una manita suave que le acariciaba la cara, la despertó. “Tengo hambre…”, le susurraba. Abrió los ojos hinchados, le sonrió con una tristeza infinita, le cogió la mano y fueron a la cocina.

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