Al final de la esperanza

Al final de la esperanza

Ray Gil

26/08/2013

De esperanza solo le quedaba el nombre, o ni eso, ya que nadie parecía recordarlo. Aquel nombre que tan pomposo sonaba en las recepciones y ceremonias de antaño, envolviendo de pedrería y luz el simple recuerdo de su belleza. Nunca nada pareció tan lujoso como pronunciarlo acompañado de sus innumerables y fastuosos apellidos.<?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />

Ahora, la esperanza consistía en no tenerla, en vivir como si mañana no fuera a llegar, incluso deseando que mañana no llegara. Su propio nombre perdió el sentido, su significado, su contenido y continente, y ahora eran solo meras sílabas que llevaban sin oírse tanto tiempo que hasta su sonido la abandonó. En el más básico sentido de la supervivencia, ella era ahora un animal, un animal sin otra pretensión que mitigar el dolor que torturaba sus entrañas, sobrevivir un día más en una vida que dejó de tener principio y final, e intentar no ser la última de las bestias que penosamente malvivían por la ciudad.

Pero no todo en la vida son casualidades y no todo en la vida tiene un culpable. En ocasiones la vida en sí misma es la culpable, juez, parte y ejecutora de una venganza que ningún ente corpóreo sería capaz ni de imaginar. Pone sus leyes, las incumple, cambia y maneja a su antojo dejando desprovistos a los animales que merodean en su entorno de actuación. Venturosamente, se encarga de dejar resquicios entre esas leyes maquiavélicas, donde es obligación de los hombres bucear para obtener el trofeo necesario para generar aquello que da sentido a todo lo demás, la esperanza a la que antiguamente ella asociaba su nombre. Lo que nadie sabe, es si sus padres sopesaron todos los matices que iban asociados a la hora de bautizarla, o si simplemente respondía a las órdenes del santoral, a una desastrosa coincidencia en el día de su nacimiento.

Sea cual fuere la razón, cuando ella era Esperanza y el mundo brillaba, siempre estuvo cómoda con su nombre. En el Madrid de los años 80, un mercedes deslumbrante, un vestido confeccionado en París y un desayuno con diamantes eran su tarjeta de presentación. Tan solo la contraprestación de un marido al que solo veía al acabar las semanas, y la inutilidad que otorga el no tener nada propio. Contraprestaciones claramente compensables con unos pasos de tarjeta, unas gotas de escocés y una bajada semanal a los infiernos del casino, o quizá si se sentía vulgar y acomodadamente sucia, al bingo de Prosperidad. Nada parecía ir mal cuando impresionaba en las fiestas y los fondos nobiliarios sustentaban cualquier atrevimiento. Sin embargo, ella nunca se sintió por encima de nada ni de nadie, ya que con la más sincera ignorancia desconocía que hubiera algo por debajo, otro mundo distinto, otra dimensión tan paralela que jamás se le acercaba ni siquiera para poder asomar sus lujos a la escasez que sostenía la punta del iceberg en la que ella habitaba.

Una mañana de domingo y de una forma cruelmente brusca, como ocurren todos los sucesos crueles, Esperanza despertó entre las sedas de su dormitorio, deslizó el antifaz que le permitía conciliar el sueño y sintió una especie de ausencia en la habitación. Su ilustre marido no se encontraba a su izquierda, pero a eso estaba acostumbrada. Lo que alertó su instinto fue el sonido de una televisión en la lejanía del salón. Entre ella y esa televisión podría haber unos veinte metros de pasillo, los veinte metros que unirían dos vidas que hasta entonces se desconocían entre sí. Adormilada y enfundada aún en un lujoso y lujurioso negligé se tambaleó hasta la estancia principal, donde el numeroso personal del servicio parecía hacer un corro en torno a la televisión. Se incrustó en el círculo para poder entender lo que ocurría. En la televisión, un informativo de última hora, contaba la detención en pleno aeropuerto de un famoso empresario, noble y celebridad de la alta burguesía madrileña. No era necesario que dijeran el nombre, ni que lo ilustraran con una fotografía. La insoportable sensación de vacío en la que se hallaban todos ya ponía rostro al detenido. Esperanza, con una contención y sobriedad digna de la peor actriz de Hollywood, mandó salir de la estancia a todo el servicio, se sentó, respiró hondo y sintió como el castillo de naipes sobre el que vivía era destrozado por un huracán que emanaba de sus intestinos, circulaba por la médula espinal y colisionaba en su cabeza, haciéndola perder el conocimiento y el sentido en su más vasto significado.

Unas cuantas pastillas más tarde, Esperanza despertó de su mortecino sueño sobre la cama del sobrecargado dormitorio. A la derecha, junto a ella, la siempre extraña combinación de un médico y un abogado. El médico le dio su visto bueno y les abandonó para que el abogado de la familia le diera el verdadero veredicto de la enfermedad que acababa de contraer. A su marido le habían detenido en plena madrugada, cuando intentaba escapar del país buscando refugio en algún otro de los que limpian conciencias y antecedentes con el papel de los billetes. Debía escapar para evitar ser detenido por evasiones fiscales, fraudes, deudas con personas a las que ni el diablo querría deber dinero y fallidas especulaciones. Esperanza encajo estos golpes con cierta entereza. Desconocía los hechos, pero era lo suficientemente poco estúpida para saber que su tren de vida era conducido por una sospechosa locomotora. Para lo que no tuvo entereza fue para asimilar que su marido y sustento se fugaba sin ni siquiera la más fría nota en la nevera. Se encontraba en el proceso de asimilar lo inasumible cuando el abogado le notificó que ahora nada le pertenecía a ella. Todo el dinero y propiedades, en las que solo figuraba una empresa fantasma con sede en un país aún más fantasma, serían destinados al pago de la fianza, de las deudas, de una legión de abogados y de una igual de numerosa legión de periodistas para limpiar el manchado nombre de su cliente. Por tanto, un invitación a salir y el plazo de dos días era todo lo que Esperanza poseía en ese instante. El pesar de un abandono y la soledad de una lujosa maleta eran la guarnición de la tragedia.

                Y es que los veinte años de vida esplendorosa que ella creía haber disfrutado no eran ya nada, solo un recuerdo y un arrepentimiento. Su ostentosa maleta y una pensión en el más oscuro centro de Madrid, le servían de transición hacia el abismo. Ninguna familia a la que acudir y ninguna amistad a la que aferrarse la arrinconaron a la negrura más espesa. Nada pudo hacer más que observar cómo era devastada y despellejada por el giro que su vida había dado. Como las vidas que no tienen espectadores ni interesados, Esperanza fue dejando ser Esperanza y su vida fue dejando de ser vida. Pasado un año, su nuevo hotel era un cajero, el cual tenía que defender cada día de los demás desdichados y asilvestrados compañeros de averno, que cada vez aumentaban más su población. Sin ni siquiera saber cómo había pasado, cambió el whisky más caro por el vino más barato, los puros de importación por las colillas del suelo y el más suculento jamón por el más insulso y caducado fiambre. Llegó el punto en que el pasado se borró, su nombre desapareció, las razones por las que había llegado allí dejaron de existir y su memoria eliminó cualquier recuerdo. Ahora tan solo existía el ahora y como si hubiera nacido dos años atrás cerca del contenedor que ahora le servía de supermercado su único fin era sobrevivir, pero sobrevivir sin un objetivo, sin una razón ni un final.

                Una vida con esas bases se podría resumir fácilmente. Y es que los años pasaron entre luchas por un sitio donde dormir y un sitio donde pedir. Un cartón de vino, una colilla. Alguna pelea ocasional y tentativas sexuales, que en ocasiones permitía para poder tener algo de compañía y calor en las escarchadas noches de la ciudad. Sus posibilidades vivían por debajo de ella, entre cartones y mantas. Un lustro en esa nueva vida se reflejaba en su rostro como cinco, y las veces que se miraba en algún espejo no identificaba su cara con nada ni con nadie. El porqué y el cómo seguía sobreviviendo nadie lo sabía. Quizá solo la propia vida.

                Un húmedo día de invierno, en el que el frío abrazaba sus descalcificados huesos, su cuerpo pidió una tregua y no aguanto más. Una de esas pocas personas con algo de dignidad que se encuentran a lo largo de un día encontró su cuerpo en un cajero a media mañana, hora en la que los cajeros están limpios de lo que ocurre por las noches en la ciudad. Una llamada sirvió para que unos jóvenes voluntarios la asistieran. Unas simples mantas, una sopa caliente y algo de ropa sin dueño ayudaron a no poner fin a su vida. Y un par de noches en un albergue social ayudaron a entender que ella sola no podía sobrevivir en las tinieblas. No sin reticencia, comenzó a acudir alguna vez por semana al albergue, donde un trozo de pan, una sopa aguada, abrigo, algo de compañía y la ayuda de algunas de esas personas que hacen que a veces la luz se abra paso, fueron esculpiendo de nuevo en su rostro detalles propios de un ser humano.

                Poco a poco, le venían a la cabeza algunos recuerdos y alguna de las letras que formaban su nombre. Descubrió vestigios de confianza y alguna vez se le escapó una sonrisa. Con las cada vez más frecuentes visitas al albergue, fue cogiendo confianza con uno de los que ella irónicamente llamaba ‘Marqueses de Riscal’. Uno de ellos era Isidro. Isidro era el peor hablado de todos, el más descorazonado y amargado de todos. Pero poseía la seductora ironía y el implacable cinismo de aquellos que beben a las 10 de la mañana. Eso y unos ojos grises como su barba poco a poco fueron conquistándola y por fin encontró el calor y el cariño que había descartado tiempo atrás. Las visitas continuadas y la cercanía que otorga la soledad, les hicieron acercarse más y más y se creó una ilusión en ambos que por primera vez en sus oscuras vidas hizo ver el sentido, el porqué y el para qué estaban allí todavía.

                Una de las noches en el albergue, que ahora para ellos era un hotel de incontables estrellas, a la hora de la cena, Isidro se encargó de servir los platos de ambos. Ya sentados en la endeble mesa, con unos ojos tan brillosos que hacían que el gris que los pintaba luciera como acero fundido, Isidro sacó torpemente del bolsillo de su harapiento pantalón un anillo del peor de los plásticos pero de la mejor de las intenciones. Poniéndolo sobre la mano de ella, tan solo dos palabras hicieron falta para recobrar una vida.

– Felicidades, Esperanza.

La incredulidad de ella mezclada con la ingenuidad de él, hicieron la escena más conmovedora y envidiable que recordaban los que la contemplaban.

–Pero…pero… ¿Cómo lo has sabido?… –Balbuceó, ahora sí, Esperanza–.

–Siempre se me dio bien mirar carteras –Sonrió él, con una mezcla de ensueño y expectación–.

–Gracias por resucitarme, Isidro. –Finalizó Esperanza–.

Un abrazo interminable y un beso fugaz les llevaron a ambos de viaje e hizo que Esperanza recordase su nombre y que su rostro pareciera de nuevo joven. Lo que más le impactó fue que nunca había dormido tan bien en las dos vidas que ya llevaba a sus espaldas. A lo largo de esa noche se le acumularon los sueños e hicieron cola en su cabeza las ilusiones.

                No quería despertar pero a la vez deseaba comenzar su ya tercera vida, que opuesta a la primera de ellas estaba vacía de riqueza y llena de amor e ilusión. Conforme a las horas fijadas por los voluntarios, que como bien podían organizaban el albergue, despertó, se aseó y se dispuso para empezar el día. Dándole color con algo de maquillaje que había pedido a una de las chicas que les ayudaban, se acicaló como en sus días más lujosos, y salió dispuesta a encontrar a Isidro. Sin darse cuenta entre tanta desgracia ya tenía 55 años recién cumplidos, pero se sentía con la fuerza de una joven de 25. No encontró a Isidro en el albergue y al preguntar le dijeron que había salido pronto esa mañana, dejándole entrever que tramaba algo, quizá una sorpresa para ella. Sintió en su interior el más puro e infantil de los sentimientos. Decidió no esperar e intentar buscarle por el barrio. Segura de saber dónde le encontraría salió en su búsqueda. Encaminándose hacia la decadente calle en la que creería hallarle, se fijó en el lado opuesto del barrio, el de las tiendas, los restaurantes y los coches de categoría. Aquel lado al que ambos dejaron de pertenecer hace tiempo. Curiosa, observó un par de ambulancias en la parte luminosa de la ciudad, con un extraño sentimiento de regocijo, ya que por una vez las cosas malas dignas de los bárbaros ocurrían en el lado próspero y las buenas como la suya se daban en el lado decadente de la ciudad. Con esa sensación de macabro gozo, se asomó a la multitud curiosa que se agrupaba allí, dispuesta a tomar nota para poder contárselo luego a Isidro y juntos disfrutar del, por una vez, mal ajeno.

                Acercándose a las ambulancias, vio una de esas mantas brillantes que uno nunca querría ver y comenzó a arrepentirse de lo que había sentido. Su curiosidad e interés desapareció al instante y decidió volver en la búsqueda de Isidro. En el mismo instante en que se giró, un policía llegó a la escena y descubrió el cuerpo. En ese instante un sentimiento que recordaba lejano, le agarró como un puño las vísceras y se las apretó con fuerza. Sin ver nada supo lo que ocurría. De nuevo, no necesitaba que dijeran su nombre ni ver su rostro. Tan solo lo sentía. Devastada y ahogada en sus lágrimas, se volvió para contemplar el cuerpo con la leve esperanza de equivocarse por una vez. Pero como suele ocurrir en estas ocasiones no se equivocó. Isidro yacía vestido con un enmendado traje y con un ramo de preciosas violetas en la mano, agarrotada por aferrarse a él hasta el último segundo.

                Más tarde sabría que fue asesinado a bocajarro por el maldito vigilante de la joyería a la que intentaba entrar, creyendo que su única intención era robar y creyendo que no habría más solución que eliminar la amenaza, como a una rata que aparece en el salón de baile. Quizá solo una muestra más de que cuando dos rectas paralelas se acercan, las consecuencias solo pueden ser catastróficas.

                De nuevo la vida tomaba las riendas, y continuaba su juego. Como toda historia desdichada se alargaba en lo que parecía una eternidad y reabría heridas con la insuperable desolación que tan solo concede el destino. Esperanza debía una vez más comenzar por el final. Volver a perder su nombre y su rostro. Volver a rondar por los infiernos.

     Quizá lo bueno de no tener esperanza, pensó ella, sea que no la puedes perder.

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