Víspera de desahucio o los silencios de la casa

Víspera de desahucio o los silencios de la casa

Hubo un tiempo, cuando yo era un niño pequeño y tímido que apenas hablaba, en que la casa estaba siempre bulliciosa. Ahora espero. Vigilo al escandaloso reloj de la mesilla. Antes de que suene, a las 6.59, lo apago con cuidado. No quiero que rompa el silencio sin vida de la casa. Hace tiempo que este silencio me despierta y ya no lo necesito. Como ya estoy acostumbrado a moverme con la penumbra de esta hora, logro colocar el libro y la linterna en el cajón, hacer la cama y salir del cuarto sin tropezar con ninguna de las cajas embaladas.

Andrés, el pequeño, tiene un sueño más pesado y no se despierta hasta que lo siento en el baño. Rezonga, todas las mañanas pero muy débilmente. Alguien, seguramente mamá, dejó preparada el agua del lavabo; así que, dejando la puerta entreabierta, nos aseamos en la penumbra.

Junto al balcón, ya está sentada en su silla la abuela. La han vestido y peinado y está con la vista fija en los geranios que cuelgan del balcón. O quizá en la gente que pasa a esta hora por la calle, nunca he sabido afirmarlo con certeza. La saludo y levanto a Andrés para que la dé un beso. Girando los ojos sonríe y despacio vuelve a la ventana. Andrés, silencioso, sentado en cuclillas, deja con paciencia que le acaricie el pelo y espera.

Primero fue el silencio de la abuela, algo previsible, dijeron todos, es cuestión de su enfermedad.

En la cocina encuentro el bote de leche en polvo y preparo dos vasos, reparto el fondo de un paquete de galletas María que conseguí en la parroquia hace cinco días y llevo la mitad a la mesa. Aunque apenas lo he visto al entrar, sé perfectamente que ya está sentado allí. Estático junto al frigorífico, los dos sin corriente alguna que los alimente no hacen ni un ruido, pero están ahí.

Más tarde, llegó el despido de mi padre y poco a poco también un silencio estático e inmutable. Algo extraño siendo un hombre tan activo y enérgico, siempre tan trabajador, dijeron, pero es normal, un despido a su edad… ya se recuperará, dale tiempo.

Al sentarme junto a él le dejo el desayuno, compruebo que todo esté en su orden habitual: papá vestido y afeitado pero con zapatillas y despeinado; la pared de ladrillo en la ventana; la mesa, inmaculada, con su cenicero de plástico gris con la colilla de ayer; el nuevo cigarrillo descansando entre sus dedos ­siempre en un punto incierto tal vez a medio camino hacia los labios, tal vez a medio camino hacia el cenicero. No hay mechero ni reloj de pulsera. No hay novedad. Ni un ápice de actividad ni siquiera en la víspera. Le comento lo más gracioso que recuerdo de ayer, un chiste viejo que me contó Maricarmen en el hospital. Voy a despedirme de mamá y salimos ya.

Esquivando las cajas del pasillo llego con el desayuno intacto hasta el dormitorio, mamá lleva el traje sobrio de las entrevistas y se peina con cuidado. Pero esta vez no lleva su colgante, ni siquiera su anillo de bodas, empeñado ya hace semanas en un “compro oro” cualquiera del barrio. Sonríe con delicadeza cuando me ve entrar y la vigilo mientras desayuna. Hola mamá. ¿Tu hermano? Ya está arreglado, ahora nos iremos. Su mochila está en la puerta. ¿Te llevas a la abuela? Sí, hoy me toca en El Faus. Mamá. ¿Sí? ¿A qué hora vienen mañana? No lo sé. Mamá. ¿Sí? Suerte en la entrevista. Y asiente con la cabeza y una sonrisa partida.

Mamá todavía habla, pienso todos los días esperando comprobar si responde o no a mi saludo. Sé que no siempre será así, cada día sus frases son más breves y ya no suele hablar si no se la pregunta. Tal vez mañana ya no responda más.

Cuesta abajo la silla de la abuela avanza sin esfuerzo por mi parte, imito a Bob Esponja en un vano intento. El pequeño, agarrado a mi bolsillo, parece contar las baldosas de la acera.

El silencio de Andrés fue el más extraño. Siempre andaba chillando y peleando detrás de mí. Imitaba a sus personajes de dibujos y nos partíamos de risa juntos. Y hace dos meses dejó de hablar. Un día al llevarlo al colegio, tarde porque una visita del cobrador del saco nos había retrasado, me di cuenta de que no había dicho una palabra en todo el camino y, como hoy, intenté hacerle reír, pero ya no respondió. En la puerta del colegio está ya la cuidadora abriendo. Ahora, en verano, no van muchos niños. Al principio, pensé que se rebelaría por tener que ir al colegio en verano. Pero Andrés aún no ha dicho lo que piensa de ello. Quizá el colegio de verano, no es como el colegio de invierno. O, a lo mejor, es porque cuando llegas la cuidadora te da un colacao. Razono que hay que ser práctico, aquí tiene dos comidas al día, desayuno y almuerzo, si yo fuera él tampoco me revelaría.

Siguiendo mi ruta matutina, arrastro la silla tres manzanas más hasta El Faus. Hace años que conozco El Faus, hasta hace poco entraba siempre tímido y escondido tras mi abuela, que bromeaba con los habituales y don Faustino. Cuando todos en la familia dejaron de hablar, me sobrepuse a mi innata timidez y empecé a hablar con todo el barrio. Así había conseguido diversas fuentes de alimentos para la familia. El Faus resultó tener siempre algún encargo para mí y algo para que comiera la abuela.

En el pequeño café con barra de chapa ingieren grandes cantidades de churros varios habituales, trabajadores del supermercado en su mayoría, que nos saludan con familiaridad. Dime por qué pongo esta porquería todas las mañanas. El Faus, o don Faustino según las circunstancias, se acoda en la barra junto a mí meneando la cabeza tras apuntar al televisor. ¿Las noticias? Es lo mismo que pienso yo: ¡deprimen a la clientela! Como si no supieras ya todo lo que va mal, desahucios, despidos, crisis… ¡qué porquería!

Lo siento, chico, soy un bocazas. Con cara de circunstancias Faustino pregunta: ¿Qué tal tu padre? Ahí sigue. ¡Qué porquería! Supongo que mañana… bueno, no hay novedades buenas ¿no? Niego con la cabeza tratando de poner mejor cara. ¡Qué porquería! Lo siento, hijo.

¡Hola, doña Paca! -grita- ¿Qué se le sirve hoy? La abuela, sin parpadear, sigue mirando su camisa de cuadros mientras El Faus vuelve a dirigirse a mí. Hoy te puedo poner unos churritos que sobraron ayer, no están muy duros, y con el cafetillo que le voy a poner a doña Paca se quedan como nuevos. ¿Verdad, doña Paca? Y para luego “una poco paella” que sobró ayer. Muchas gracias, Faus. Nada, chaval. Para eso estamos.

¡El fútbol!, eso sí que anima el sitio. Pero claro, tienes razón, a estas horas… Noticias es lo que quiere la clientela. ¿En qué te ayudo hoy, Faus? Lo de siempre, toma la lista para el súper, ya sabes cómo va. Por cierto, ¿sabes desatascar un váter? ¡Doña Paca, aquí tiene! Mírala, ahora sí que reacciona.

Entre volver a casa y dejar a la abuela con papá, para que se acompañen en su silencio al menos, antes no me daba tiempo a coger el bus. Pero ya no tengo ese problema, hace meses que no tengo para pagar el abono. Así que atajo por detrás del instituto y bajo por la cuesta de Alcantarilla. No sirve de nada que me acerque hoy por la parroquia, parte de mi ruta habitual de comida, hasta el jueves no nos darán un nuevo paquete para la semana. Pero, como siempre, paso por la puerta y saludo a don Deogracia fumando su cigarrito tras su misa de ocho junto a Carliño, el sacristán. Sorprendido veo cómo ambos hombres se emocionan con mi llegada. ¡Dios proveerá, Miguelito! Recemos. Cuando me alejo llevo medio paquete de cigarrillos para papá de parte de don Deogracia.

En veinte minutos de marcha llego al centro de formación. Por Carrasco, mi apellido, es como me conocen aquí los compañeros y profesores. ¡Carrasco! Sí, don Antonio. ¡Vaya recogiendo, hombre! Que ya es la hora. ¿Es que no tienes casa hoy o qué? Solo estaba corrigiendo un par de cosas, ya termino. Nada, a casa, a comer que ya es hora.

Aunque éste es el momento del día que se me pasa más rápido, cuando me concentro tanto no me entero cómo pasan esas cinco horas, (Carrasco, nos vemos mañana), no es el que más me gusta. El que más me gusta es éste.

Cuando entro en el Edificio B del San Mateo. Mi hospital, donde he crecido, mi segunda casa. Hubo un tiempo, cuando pasaba largas temporadas aquí, en que decía a todas las enfermeras que de mayor sería médico y trabajaría en el hospital. Entonces, todos sonreían y asentían. No fue hasta los dieciséis años que entendí por mí mismo que eso no sería así. Solo Maricarmen fue sincera conmigo. Bueno quizá no puedas ser médico o enfermero, pero ¿a qué ese disgusto? Dime, ¿tú quieres ser médico o trabajar en el hospital? Tras pensarlo largo rato regresé al puesto de las enfermeras y la respondí. No me gustaría operar a la gente y esas cosas, yo lo que quiero es ayudar en el hospital. Así es como empecé a ser voluntario en el hospital, pase lo que pase voy todas las tardes desde ese momento.

Miguel, llegas perfecto para dar de comer a la 312. La 312 lleva aquí solo una semana pero ya su marido me saluda encantado en cuanto me ve atravesar el umbral. Es un matrimonio viejísimo y muy simpático, ella ya no habla pero él habla por los dos. Les ayudo a comer y después les leo el periódico y hablo un rato con Mateo, el marido. Antes de seguir visitando habitaciones, saludo al personal. Ya todos me conocen y aprecian, pero ninguno como Maricarmen.

Ten el 320 y el 307 no comieron nada hoy. Maricarmen siempre cuida de mí, a veces parezco su segundo hijo. Te estás quedando muy flaco. Yo sé, lo he oído a los enfermeros de urgencias, que viene mucha gente pidiendo algo de comer. Con mala conciencia miro el plato, estoy muerto de hambre. Con el buche lleno, en el centro de enfermeras ahora tranquilo, la pongo al día. Nada, hablé con todo el mundo. En el banco ya casi ni nos dejan entrar. De vivienda protegida ni hablemos. En la asociación que me mandaste ya no queda un hueco. Y en la parroquia no encuentran ninguna solución tampoco. Déjame pensar, déjame pensar, no paro de buscar solución. No queda tiempo, Maricarmen. Como la mujer no paraba de llorar, le doy un abrazo y cambio de tema. Don Antonio dice que está muy contento con mi trabajo, si me examino en septiembre ya tiene unas prácticas preparadas para mí. Ahora que eres auxiliar nos cambias por otro hospital –bromea y trata de parecer alegre-, tal vez luego podamos conseguirte algo aquí. No sé, en septiembre… a lo mejor no hago el examen, yo… Tonterías, ni lo pienses, se arreglará, ¡vas a hacer el examen y vas a hacer las prácticas! Pero… ya veremos cómo. Ahora come.

Tras terminar las habitaciones que tengo asignadas, espero como siempre a que Maricarmen termine el turno estudiando en la sala de espera. ¿Hoy era la entrevista de tu madre? Sí. A lo mejor… Tampoco serviría, ya es tarde, mañana vendrán a echarnos. Maricarmen, mañana también se llevarán a Andrés y a la abuela, ¿verdad? Apesadumbrada asiente y responde que me llevará a casa, siempre lo hace, pero ambos nos damos cuenta que esta es la última vez que lo va a hacer. Mañana, ya no habrá casa a la que ir. Cuando el coche de Maricarmen dobla la esquina me alejo del portal. Giro hacia el súper el mismo cuyos trabajadores me saludaron esta mañana en El Faus. A estas horas, cerrado, su aspecto es muy diferente. Un par de madres jóvenes, cinco o seis personas de mediana edad, apenas desaliñadas, y yo nos acercamos en silencio a los cubos amontonados en la puerta trasera. Un par me saludan con un breve asentimiento de reconocimiento. La operación se realiza con sigilo, ya todos saben cómo funciona y las reglas a seguir. Encuentro lechugas y tomates en bastante buen estado. Busco cosas que no necesiten ser cocinadas, porque ya no tengo con qué hacerlas.

Cuando subo a casa con mi pequeño botín, nadie me pregunta de dónde ha salido. No sé si por el mutismo que invade la casa o porque prefieren no saber.

En la cocina papá sigue en la misma posición de esta mañana, con la sola variación de que el desayuno ha desaparecido en algún momento del día. La abuela, frente a él, observa las manchas del dorso de su mano izquierda. Mamá coge en brazos al pequeño que se acurruca. Mamá tiene mala cara, está pálida y ojerosa. No voy a preguntar por la entrevista.

La cocina está en silencio, todavía entra algo de luz, cenamos despacio. Papá enciende por fin el cigarrillo del día y se lo fuma pausadamente. La abuela dormita en su silla. Mamá se abraza a su niño antes de que vengan a quitárselo. Por primera vez en el día estoy triste y abatido, y yo también guardo silencio con la casa. En algún momento mucho después del anochecer nos vamos a dormir.

Hubo un tiempo en que la casa estaba siempre bulliciosa. Ahora espero. Vigilo al escandaloso reloj de la mesilla. Antes de que suene, a las 6.59, lo apago con cuidado. No quiero que rompa el silencio sin vida de la casa… No, no, espera. Algo va mal.

Hubo un tiempo en que la casa estaba siempre silenciosa. Ahora espero. Vigilo al escandaloso reloj de la mesilla. A las 6.59 dejo que suene con estrépito. No quiero que rompa el bullicio de la casa.

Aparezco en pijama en el salón, armado con el libro más gordo que he encontrado, dispuesto a tirárselo a la cabeza al primero que toque a mi hermano. La casa está llena de gente. Hasta donde consigo asimilar Maricarmen me saluda con dos sonoros besos y una sonrisa radiante. Se ha pasado toda la madrugada llamando por teléfono.

El Faus sirve churros a parte de su clientela habitual trasladada a mi cocina y al resto de gente que llena la casa. La abuela como siempre está concentrada en su desayuno. Mi padre, al parecer ha sido nombrado ayudante de El Faus, y trajina a su alrededor. Varias enfermeras y personal del hospital despliegan pancartas en el salón, que pintan con grandes letras rojas. Andrés pinta furiosos Bob Esponja en las esquinas. Don Deogracia y Carliño despliegan por las escaleras a un ejército de feligreses con grandes bolsos escogidos para la ocasión.

Al asomarme al balcón compruebo que varios vecinos del barrio y compañeros de clase, incluso don Antonio, han sido alistados y bloquean la entrada al edificio armados con cacerolas. Veo cámaras de televisión y policías acercarse por la esquina de la calle del santo. Alucinando me vuelvo hacia Maricarmen pero no puedo preguntarla nada porque ahora sostiene a mi madre que llora emocionada.

El caos aumenta cuando al rato aparecen los hombres encargados del desalojo. Cada comandante jalea a su ejército, y el edificio parece temblar con nosotros. Soy incapaz de pensar, de saber cómo acabará esto. Sé que nada evitará que nos echen de nuestra casa. Pero me da igual, me uno a los gritos, feliz porque no estamos solos, docenas de amigos y vecinos han tomado la casa por nosotros y ya nada importa más que eso. El estruendo de las cacerolas, se une a alguna especie de himno que El Faus y mi padre correan con su ejército. Don Deogracia incapaz de controlar a sus feligreses se une a ellos creyendo que en el jaleo nadie lo ve. Las enfermeras lanzan bombas de pintura contra los invasores… Y soy feliz por el estruendo que rompe los silencios de la casa.

Hubo un tiempo en que la casa estaba siempre silenciosa…

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