El parque de La Fuente es un paraje precioso, en un montículo ajardinado en medio de la ciudad. Está repleto de bancos, para descansar, y rodeado de surtidores de agua, que refrescan a los paseantes en los tórridos días de verano; y en invierno, cuando los chorros se quedan suspendidos en el aire –como estalactitas- por las bajas temperaturas, la estampa es digna de fotografiar; recuerda a las ilustraciones de los cuentos centroeuropeos, de príncipes y princesas, que tanto me entusiasmaban en la niñez. Es un lugar que invita al relax, a la lectura y a la reflexión porque, además, es un importante recinto cultural. En él se halla la Biblioteca y el Museo Natural, y lo adoro por su belleza, armonía y tranquilidad. De pequeña, siempre iba con papá y mamá; por las mañanas, en invierno, tomábamos churros con chocolate en la cafetería, y luego me dejaban corretear por los alrededores, mientras ellos se entregaban a la lectura del periódico o de alguna novela popular;  y en verano, llevábamos bocadillos y, después de merendar, descubría –con mis amigas- los rincones secretos y los lugares más recónditos del lugar, o bebíamos agua de los pequeños manantiales, que brotaban de forma natural. Y, cuando la noche nos acechaba, regresábamos a casa, muertos de cansancio, pero impregnados de sosiego y pletóricos de felicidad.

Cuando conseguí el trabajo en la Biblioteca Provincial -el edificio de ladrillos rojos que está en el centro del parque- sentí una inmensa satisfacción, y hasta salté de alegría porque la vida me sonreía. Era un verdadero privilegio trabajar allí y, el día de mi incorporación madrugué muchísimo, para no llegar tarde a la toma de posesión de mi flamante puesto como bibliotecaria. Bajé del autobús y entré en el recinto, donde todavía reinaba un silencio sepulcral y donde la luz de la luna bañaba los senderos que serpenteaban entre las arboledas. Era otoño y estaba emocionada porque nunca antes había estado allí a esas horas de la mañana. Aspiré la fragancia de la hierba y el aroma de las flores, y la vida se me antojó un remanso de paz. Faltaba una hora para la cita, y me senté en un banco de madera, para ver cómo se desperezaba el día y saborear el despertar del sol que, lentamente, vistió la mañana de colores lilas, rosas y anaranjados, con matices parecidos a los cuadros de Monet. “Un café con leche calentito y el momento sería perfecto”, pensé, pero la cafetería todavía no había resucitado del largo letargo de la noche. Entonces, sentí un escalofrío y me abroché la chaqueta hasta el último botón, mientras las luces del edificio de ladrillos rojos se encendían y las ventanas cobraban nueva vida.

Paseé por la arboleda y una alfombra de hojas de color ocre crujió bajo mis pies. La luz matutina se filtraba entre las ramas de los árboles y el destello de un rayo de sol reflejó en un banco de piedra que había junto al camino; encima, una manta de colores vivos llamó poderosamente mi atención. Me acerqué sigilosamente a curiosear y, en ese momento, la manta se movió; asustada, di un respingo y retrocedí tres o cuatro pasos, con el corazón a mil. Una mujer, envuelta de la cabeza a los pies, se volvió hacia mí y, temerosa por mi inesperada reacción, soltó un grito que llegó hasta el infinito.

       No se asuste, por favor, soy inofensiva, solamente paseaba por aquí – dije, atropelladamente.

Tras la desconfianza inicial, la mujer bajó la guardia y se incorporó en el banco, medio dormida aún, a la vez que se arreglaba el pelo y se recolocaba la ropa –arrugada-, con mucha coquetería.

       ¿Y qué haces paseando, por aquí, sola, a estas horas de la mañana? – preguntó.

       Voy a trabajar, pero he llegado temprano, aún está cerrado –respondí, señalando al edificio de ladrillos rojos, que estaba allí al lado.

       Abren a las nueve –dijo, con mucha seguridad.

       Yo entro antes, pero he madrugado mucho. ¿Y tú, has dormido aquí?- pregunté, como quien acaba de aterrizar de Marte en un platillo volante.

       Sí.

Saqué de mi bolso el bocadillo que llevaba para el almuerzo y se lo di.

       Es tuyo- dijo ella, negando con la cabeza.

       Yo ya he almorzado, acéptalo, por favor -mentí.

       ¡Bueno, gracias!, la verdad es que lo necesito- contestó, y lo engulló, como el que no ha comido nada en muchos horas, o en muchos días.

La noche que siguió a aquel encuentro no pude pegar ojo y, al día siguiente, fui directa al banco de piedra, con unos bocadillos y un termo de café; la chica no estaba y no había rastro de ella. La esperé un rato pero, como no aparecía, lo dejé todo, medio a la vista, y me fui. Ya no supe más de ella hasta dos semanas después cuando, una mañana, merodeando de nuevo por los alrededores, la localicé. Estaba en su banco, con la manta de colores sobre las rodillas y un grueso libro entre las manos.

       ¿Qué lees?- pregunté, sorprendida por su actividad.

       Un libro que encontré en un banco, me gusta mucho leer- respondió, acariciándole la cubierta como si de un ser vivo se tratara.

       ¿Ah, sí? –dije, más sorprendida aún, y sin saber cómo reaccionar, me quedé muda.

       Gracias por el café del otro día –añadió ella inmediatamente, para salvarme de mi propio desconcierto.

       Te he esperado todos los días, ¿dónde has estado?- esbocé, con la voz entrecortada.

       Buscando trabajo –contestó.

       ¿Y has encontrado algo? –pregunté afligida.

       No.

Cuando acabé la jornada fui a buscarla de nuevo, temerosa de no encontrarla; pero continuaba en su banco, leyendo apaciblemente, bajo un tenue rayo de sol. El resto de la tarde lo pasamos en la cafetería del parque, conversando sin parar. Florencia –así se llamaba ella- era una mujer locuaz. Me habló de su hijo, al que quería traer del pueblo cuando levantara cabeza en la ciudad, me habló de su origen humilde, me habló de sus sueños, y  me habló de la Historia, su gran pasión. Y me explicó que malvivía haciendo trabajos esporádicos, y que todavía no le daban para pagarse un piso de alquiler.

       ¿Y vives en el banco? –pregunté con incredulidad.

       Sólo cuando no puedo pagar la pensión, como ahora, que no encuentro nada.

       ¡Pero hace frío y pronto llegará el invierno, no puedes quedarte aquí! Tú te vienes conmigo a casa – dije, indignada.

       Gracias, eres muy generosa, pero no puedes recoger, de buenas a primeras, a todos los que viven en el parque, no es la solución –dijo ella, y se levantó de un brinco.

       ¿A todos, qué quieres decir?- pregunté, desde la inopia más absoluta.

Entonces, Florencia me habló también de “la gente de La Fuente” -así los llamaba- porque, de entre todos los que vivían allí, ella era, sólo, una más; y, conforme avanzaba en su relato, la historia me parecía más y más de ciencia ficción; porque el lugar que ella describía como escenario habitual de los pobres de la Tierra, había sido para mí un paraíso terrenal; un paraje idílico donde pasear a todas horas del día: por las mañanas, al mediodía por las tardes, pero… ¿por las noches? ¿Qué pasaba por las noches allí? A mi parecer, las puertas del recinto se cerraban y todo permanecía, hasta el día siguiente, en la más perfecta armonía. Jamás hubiera imaginado que tras la valla de hierro forjado –tan encantadora, con sus motivos florales y sus animalitos fantásticos saltando aquí y allá-, hubiera gente famélica que dormía a la intemperie, por no tener un sitio donde vivir. Ella me explicó que el parque servía de dormitorio improvisado de muchas personas sin hogar. Hombres y mujeres de todas las edades que no tenían dónde caerse muertos, y que buscaban refugio y protección. Y, aunque pareciera contradictorio, La Fuente era un lugar ideal, pese a dormir al raso vivo, porque se cerraba al público y, al menos, se dormía con tranquilidad. No sabía con certeza de cuántas personas estábamos hablando, porque la policía entraba frecuentemente y los echaba, bajo amenaza de detenerlos si regresaban; por eso algunos ya no volvían nunca más.

Yo estaba anonadada. ¡Claro que sabía que había pobres de ese calibre, pero no tenía ni idea de que también estuvieran allí, a la vuelta de la esquina! Los ubicaba en África, en Asia, en América o, como mucho, en los barrios pobres de la ciudad; pero esa gente, al menos, tenía chabolas y vivía en familia, no como éstos, que estaban completamente solos. Eso era lo que me habían explicado en casa, en la escuela, y en la televisión, y eso era lo que yo había vivido, hasta que Florencia me abrió los ojos a la cruda realidad.

 

       Entonces, ¿aceptas venir conmigo?- dije, totalmente convencida de lo que quería hacer, cuando se nos echó la tarde encima.

       Pues claro que acepto, porque estoy desesperada, pero sólo hasta que encuentre trabajo y pueda mantenerme a mí misma –contestó.

Ese fue el trato y el comienzo de nuestra nueva vida en común. Después de aquello, Florencia decayó, y necesitó unos días para reponerse de la tristeza, el cansancio y la debilidad, pero sus ganas de salir adelante, y su entereza, la sacaron de la cama mucho antes de lo esperado. Era joven e inteligente, y los reveses de su existencia forjaron en ella a una luchadora de gran vitalidad. Y yo, que apenas era cinco años menor, pero criada entre algodones y acabada de salir del cascarón familiar, sobreviví como pude a aquella situación. Todo mi mundo se vino abajo y ya nunca más logré sentirme bien en La Fuente; se me hacía una montaña ir hasta allí cada día, a trabajar. Todas las mañanas, al divisar el recinto, mi corazón se encogía al imaginar a “lagente de La Fuente” pasando penurias y penalidades en las largas y frías noches de desolación. Maduré de golpe y la vida dejó de parecerme un jardín de rosas: me habían engañado, y me sentía rabiosa con la Humanidad. ¿Cómo podíamos permitir, a estas alturas, que gente buena y honrada pasara por todo eso? ¿Cómo podíamos estar tan ciegos, vivir tan tranquilos y tolerar tanta injusticia?  ¿Por qué no hacíamos algo para remediarlo? ¿Eran suficientes los donativos de azúcar, de arroz o de lentejas que hacíamos, religiosamente, por Navidad?

Un día, Florencia regresó a casa con buenas noticias: la habían contratado en una fábrica y partir de ahora podría pagarse una pensión. Me alegré mucho, pero me entristecí al pensar en cómo sería mi vida sin ella a mi lado. ¡Me había dado tanto! ¡Era tan lúcida! ¡Tenía tanta energía! Le pedí que no se fuera, cosa que ella aceptó, pero con una condición: que le cobrara lo mismo que le costaba la habitación. Por supuesto, no accedí a su petición, porque mis padres pagaban los gastos del piso, que era de su propiedad, y en algo tenían que colaborar, ya que no se habían enterado de cómo funcionaba el mundo hasta ese momento, ¿o sí?; pues entonces, con más razón. Acordamos pagar a medias la comida y no hubo más que hablar.

 

       Están trasladando el Museo Natural a las nuevas instalaciones- dije, pensativa, un domingo por la mañana, desayunando en la cocina.

       ¿Y qué uso le darán al edificio?- pregunto Florencia, con mucho interés.

       Ni idea. De momento ninguno, al menos eso comentaban ayer en la cafetería del parque, cuando fui a desayunar. Pedro, el camarero, está preocupado porque perderán mucha clientela –dije yo, pensando en lo vulnerable que puede llegar a ser la felicidad.

       ¿Y ese edificio de quién es?, preguntó Florencia, con renovado interés.

Hicimos indagaciones y descubrimos que el palacete había sido propiedad de una anciana adinerada, hasta hacía sólo unos meses, y que, al morir, lo había dejado en herencia al gobierno municipal. Yo notaba que Florencia, con cada nueva noticia, se entusiasmaba un poco más, y es que en su cabeza había nacido una idea, y no cejaría hasta convertirla en una realidad: un albergue para acoger a la “gente de La Fuente”, para ayudarlos a salir del pozo de la marginación. Comenzamos a hacer gestiones y a mover todos los hilos que teníamos a nuestro alcance. Contactamos con el Ayuntamiento, les explicamos nuestro proyecto y nos animaron a trabajar; “No sería fácil pero, al menos, había que intentarlo”, dijeron. Conocían el problema de “esa gente” y nuestra propuesta les pareció genial. Ellos propondrían que el edificio se destinara a uso social, pero había que buscar aliados también fuera de la Administración: patrocinadores y voluntarios, y esa era nuestra misión.  

Fueron meses de mucho entusiasmo, de reuniones maratonianas y de noches enteras sin dormir. Organizamos asambleas en los barrios, tocamos a las puertas de la progresía de la ciudad, de los sindicatos, de los partidos políticos, y también de los aristócratas y de los prepotentes burgueses. “Hay que ir a por ellos”,  dijo Florencia un día. Algunos nos dieron con la puerta en las narices, los menos respondieron con entusiasmo y, los más, se dejaron llevar. Todo iba sobre ruedas y el albergue de La Fuente se iba convirtiendo en una realidad.

       Yo creo que las personas acogidas deben colaborar. No se trata de hacer caridad, sino de salir del pozo y, para salir, la gente necesita sentirse útil, trabajar, tener un proyecto que realizar. Mientras no se den las condiciones para hacer la Revolución, ése es el camino –dijo un día Florencia, cuando discutíamos el modelo de la gestión.

       ¿La Revolución, pero de qué hablas?, ahora sí que no te sigo- dije yo, un poco asustada.

       La Revolución de los pobres, de los desheredados, la proletaria;  ya sabes, como pasó en Rusia, cuando estaba el Zar -respondió ella con naturalidad.

       Pero eso comportaría derramar mucha sangre- repliqué yo, como un mono de repetición con la lección aprendida durante medio siglo de dictadura y de conformismo social.

       Las Revoluciones surgen por las injusticias y las desigualdades, y no las provocan los pobres, sino los poderosos. Nosotros sólo nos defendemos y, cuando no podemos más, no nos queda otra que ir a por todas. El embrión de una Revolución siempre es la miseria y la desesperación.

Aquella noche no pude dormir, pensando en lo que Florencia había dicho, porque me di cuenta de que tenía razón; atajar el problema desde la raíz, eso tenía mucha lógica. “Tengo que leer más Historia cuando el trabajo, el albergue y el cansancio me den un respiro”, pensé; pero estábamos agotadas. Días después, Florencia llegó a casa con mala cara, se sentía fatal. Llamamos al médico y nos recomendó un ingreso, para hacer pruebas en el hospital.  Todo sucedió en una semana: exámenes, diagnóstico, incredulidad y fatalidad. Mi amiga se fue y me dejó sola en esta jungla.

Meses después, inauguramos el albergue; estábamos todos, menos ella: “la gente de La Fuente”, su hijo, las autoridades, los amigos encontrados en el largo camino del proyecto, yo… Mientras descubríamos la placa que decía: “Albergue Florencia”, mis pensamientos giraban en torno a mi amiga y su revolución….

Núria Burguillos

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