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     Arrastra el alma como si fuera el bolso, apenas asida con desgana, y la zarandea en el vacío incierto del tiempo muerto entre el calor de un billete y la frialdad de enero.  Su carmín emborrona la sonrisa perdida entre los árboles, riéndose del alma mugrienta y deshecha en lodoso llanto, llanto seco como una duna barjánica.

      Por incoherente que resulte, es la delicadeza de sus dedos lo que le salva del claroscuro contraste de sus conceptos, en los que gira incansable hasta salir agarrándose a una farola ardiendo que no da tregua, y clava sus uñas en el alambre funámbulo en el que vive, descascarando el esmalte que le disfraza. Queda desnuda sudando polvo, intentando salvarse por la reptación ondeante de sus largas piernas a lo largo del suicidiódromo, sin llegar a descolgarse lo suficiente, sin llegar a descolgarse, sin llegar a suficiente. Siendo nada llena de un algo indefinible en su lenguaje viscoso. La misma viscosidad que resbala por la comisura del caballero que ya se ve a lo lejos y del que solo se distingue su sombrero de copa del que debió salir un conejo y solo salió tiempo.

      Y así, llena de tiempo, empezó a perderlo, imantada al eje del universo imaginario lleno de ceros.

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