UNA CASA AZUL PARA MÍ.

UNA CASA AZUL PARA MÍ.

Nieves Muñoz

24/08/2013

«¿Estás segura, cariño?»

Alma me miró con sus ojos negros entrecerrados, intentando comprobar si los míos iban de nuevo a la deriva. Pero hacía tiempo que yo había conseguido la fuerza necesaria para sentarme junto a ella y enseñárselo; solo había estado esperando el momento adecuado.

Cuando me anunció, aquella mañana, que estaría conmigo un ratito después de comer, supe que esa tarde todo cambiaría.

Es más fácil colocarte un disfraz cualquiera para levantarte cada día y enfrentarte al mundo cuando nadie sabe quién eres en realidad. Si llegan a conocerte bien, a fondo, ya no te vale la máscara elegida. Siempre puede quedar un resquicio por el que, con las palabras adecuadas, se puede resquebrajar tu antifaz, llegar hasta tu piel y herirte.

Yo había guardado bien mis secretos bajo una mirada que bailaba sin cesar de un objeto a otro, sin enfrentar jamás los ojos de los demás; una media sonrisa perezosa ante las preguntas y las manos descansando en los bolsillos, guardadas y a salvo.

De todo esto, yo era apenas consciente antes de llegar a la casa azul. Ahora lo sé, como sé que, sin aquella conversación con Alma, no podría haber desatado mi disfraz, dejándolo atrás para siempre. En ese viejo cuaderno, estaba mi vida, los pedazos de mi infancia, los sueños sin cumplir. Me mostré ante ella y no me defraudó.

─¿Estás segura, cariño? ─me preguntó con la esperanza titilando en cada sílaba. Y cuando encontré sus ojos expectantes, miré directamente a las pupilas y contesté que sí.

 

Su dueña lo sostiene con un cuidado reverencial, acunándolo entre las manos de niña suavemente cuando aparece en el umbral, a la hora indicada. Aquel cuaderno rojo siempre había intrigado a Alma y, por fin, iba a conocer qué escondía en él aquella duendecilla que se movía por la casa sin remover una pizca de polvo.

Alma se sienta junto a la mesa de la cocina e invita, con un gesto de la mano, a que su pequeña invitada haga lo mismo. Espera, paciente, a que la niña se acomode. Años como cuidadora en la casa azul la han instruido en el arte de la espera, en dosificar los silencios como pequeñas burbujas de seguridad. Aquellos niños necesitan su tiempo y su espacio. Sabe que si les presionas demasiado, se cierran en su mundo particular de nuevo.

Solo cuando está perfectamente colocada, la espalda erguida rozando apenas el respaldo, deja suavemente el cuaderno sobre la mesa de fornica blanca, bajando las manos inmediatamente hasta las piernas de alambre. Alma advierte que se mueve con cautela mediante leves movimientos estudiados, intentando pasar desapercibida, aunque ahora están las dos solas en esa cocina austera en la que habitualmente las risas de los niños tiñen de color las comidas.

Observa los rizos castaños domados en una coleta alta, la piel perfectamente limpia de los largos dedos. Tan delgada y erguida, perfil de muñeca de porcelana a punto de romperse y, sin embargo, mostrando una fría calma gris que se asoma tras las largas pestañas.

─¿Estás segura, cariño?

─Sí.

El cuaderno tiene las tapas de un rojo desvaído, salpicado de manchas de grasa y los bordes pelados por el uso. Está deformado por alguna humedad pasada y las hojas crujen al despegarlas unas de otras, quejándose de esa intromisión en su intimidad. Lo abre por la primera página y ambas lo contemplan, una con algo de ansiedad en los latidos de su corazón, otra con un nudo en la garganta que amenaza en deshacerse en llanto. Los dibujos infantiles, coloreados con ceras y emborronados en parte por el paso del tiempo se despliegan perezosos ante ellas.

«Érase una vez…»

─¿Es un cuento?

─Sí. No… eh… ─La niña reduce sus pupilas a dos rendijas oscuras, valorando la respuesta.─Vale, te lo puedo contar como un cuento, pero hay muy pocas letras. Casi todo son dibujos.

─Muy bien, entonces yo veo el dibujo y tú me lo explicas, ¿vale?

Alma percibe con el rabillo del ojo que ella asiente con la cabeza.

─A ver, qué tenemos aquí…Esto es una casa. ¿Un palacio? Un cielo muy azul y un gran sol en lo alto. Dime quién son los muñequitos que hay junto al árbol.

─Una princesa…, una reina y…un rey.

─Yo no veo al rey.

─Los reyes siempre tienen mucho que hacer. ─Y la pequeña se encoge de hombros.

─Parecen contentos.

─Sí, lo eran. ─La niña enmudece de pronto, con un gesto de concentración arrugando su frente. Luego continúa más bajito, como hablando consigo misma: ─Eran buenos tiempos para el reino. Brillaba el sol, había comida rica cuando uno quería y la princesa podía elegir entre vestidos de colores bonitos cada día. El rey y la reina jugaban con la princesa, iban de paseo agarrados de la mano, se daban besos de buenas noches al ir a dormir. ─Suspira con la última palabra y vuelve a quedarse en silencio como si el viento que ha empujado los sonidos de su boca se hubiera deshecho en jirones.

─¿Pasamos la página?

Asiente, aún muda, y la hoja vuelve a crujir con resignación.

─¿Aquí es de noche? El cielo está oscuro. Ahora sí que está el rey, aunque todos parecen más tristes. ¿El palacio está roto?

─El palacio se rompió y el rey no pudo arreglarlo porque dejó de ser rey. La princesa creyó que estando él en casa tanto tiempo podría jugar más con ella, pero siempre estaba enfadado y uno no juega bien cuando está de mal humor. La princesa era torpe y se le caían las cosas de las manos. A él no le gustaba el ruido, así que ella aprendió a tener las manos quietas y a moverse en silencio.

─¿Y la reina?

─La reina nunca tenía tiempo. Salía de casa muy temprano y volvía cuando la princesa ya estaba en la cama, pero siempre había besos de buenas noches cuando llegaba y galletas para desayunar.

Alma estudia el rostro inmutable de la pequeña. Su mirada se pierde en el dibujo de colores ocres, apagados, e intuye que la historia acaba de empezar y que puede volverse más oscura aún. Espera a que los delicados dedos la muestren la siguiente escena y apenas se da cuenta de que ha estado conteniendo la respiración hasta que oye el silbido que se libera entre sus dientes.

Como temía, la imagen es más tétrica que la anterior. Solo se percibe la imagen de una niña entre borrones negros, siluetas acechantes que la rodean.

─¿Qué le pasa a la princesa?

─Que está sola.

─¿Y el rey y la reina?

─El rey se fue, huyendo de las sombras. Venían buscando algo, algo que el rey les debía. Gritaban tras la puerta cerrada, decían cosas horribles. La princesa se escondía en el armario hasta que se alejaban. La reina intentó solucionarlo. Estaba asustada, pero hizo un trato con las sombras. Creo que se llevaron un trocito de ella porque ya nunca volvió a ser reina. Poco a poco se convirtió en uno de ellos. No estaba por las noches y durante el día siempre estaba enferma. Temblaba, gritaba a la princesa hasta que conseguía su medicina especial. Entonces, cuando volvía, acariciaba a la princesa antes de quedarse dormida. Fue entonces cuando ocurrió.

─¿Qué ocurrió cariño? ─preguntó Alma cuando el silencio comenzó a espesarse demasiado alrededor.

─La princesa murió y apareció la guerrera.

«La guerrera en la ciudad»

La niña le enseña el nuevo dibujo mientras alisa, diligente, el papel arrugado con la mano. Está roto y lo ha intentado recomponer con un trozo de celo. Se disculpa con un gesto contrito en sus ojos grises.

─Al principio, ella no quería ser guerrera ─comenta a modo de explicación,─ pero no le quedó más remedio.

─¿Esta es la guerrera? ─Alma señala una figura coloreada de negro entre grandes edificios grises.

─Sí. Era invisible, ¿sabes? Podía moverse como un gato entre los contenedores de basura. Aprendió a robarles a los hombres de traje en el metro sin que nadie la viera. Podía correr muy rápido y se sabía todos los rincones oscuros donde esconderse. Así conseguía comida y la medicina especial para ella. Consiguió tener contentas a las sombras durante un tiempo. Todo el dinero que conseguía, los relojes, los anillos, todo se lo daba a ellas.

─Parece que la guerrera lo tenía todo controlado.

─Aprendió a ser fuerte, pero lloraba mucho. No quería ser una guerrera todo el tiempo y echaba de menos los besos de buenas noches, los vestidos de colores. Quería volver a ser una princesa, ─La niña se concentró un momento en el reloj redondo que colgaba de la pared. Contó cinco «tics», respiró hondo y continuó: ─ pero sabía que ya no vivía en un cuento. La guerrera era la única que podía sobrevivir en la ciudad.

─¿Y qué pasó después? ─Alma esperó el siguiente dibujo con expectación y temor, agarrando el dobladillo de su vestido de lino con fuerza.

«¿Qué pasó después?» me preguntó Alma con el cuerpo en tensión, a punto de saltar de la silla metálica.

Nadie hubiera podido entender mis dibujos de aquella época. Siguen apareciendo en mis pesadillas, como nubes de tormenta, pesadas y oscuras. Aún hoy, tantos años después, me despierto ahogada en un nudo de sábanas húmedas, intentando escapar de las manos heladas de las sombras.

Mi madre era una ruina, un esqueleto que malvivía en el viejo sofá de la chabola en la que nos refugiamos después de perder la casa. No recuerdo muy bien cómo llegamos allí. Fue cuando mamá aún sujetaba las riendas de nuestras vidas. Creo que gastó sus últimas energías en llegar al poblado, entregar al patriarca los últimos ahorros que había conseguido arañar con la prostitución para las sombras y entregarse al abrigo de aquel sofá verde cubierto de mugre. Solo se agitaba cuando tenía el mono. Sí, mi madre fue puta para pagar deudas y poner comida en la mesa. Se enganchó a la heroína para poder soportarlo. Ella pensaba que yo no lo sabía, que me estaba protegiendo, pero los niños en esas circunstancias crecemos demasiado rápido y sabemos más de lo nadie puede entender.

Durante muchos años la odié por ello. La odié por hacerme recorrer la ciudad y sus callejones buscando a su camello, por tener que ser yo quien tratara con las sombras. Las sombras… esos hombres en cuya mirada solo había vacío, oscuridad. Hombres sin alma, por eso les llamaba así.

La odié tanto como pude, hasta que no pude más. No podía guardar tanto rencor en un cuerpo tan pequeño y comencé a desprenderme de él. Alma me ayudó a conseguirlo del todo al llegar a la casa azul.

Casi tenía mi vida y la de mi madre controladas cuando algo ocurrió. Algo con lo que no había contado. Las sombras se interesaron en mí, en mi cuerpo. Solo una vez intentaron tocarme, para evaluarme, dijeron. Pero yo había aprendido mucho, era rápida y escurridiza. Huí de la ciudad, abandoné a mi madre y aún me maldigo por ello. Supongo que moriría a los pocos días sin mi ayuda. Nunca la encontraron. Pido cada noche que se fuera sin dolor, que lograra descansar por fín, que donde quiera que esté sea feliz. Yo la mantengo en mi corazón con la imagen que nunca debió perder: la de la reina que siempre fue.

 El oficio de ladrona no cambia en diferentes escenarios, solo cambian los trajes, las carteras, los callejones. No es difícil encontrar escondrijos nuevos aunque no tenía la soltura suficiente aún para escabullirme con la misma velocidad que había logrado en mi ciudad. Me pillaron y llegué hasta aquí, a la casa azul de Alma, refugio para los niños sin recursos, como lo era yo. Tuve la gran suerte de abrigarme entre los brazos de alguien a quien le caben todos los afectos de sus protegidos en el corazón. Tiré la máscara a la basura, junto con la culpa y con aquel cuaderno rojo. Ya nos los necesitaba.

«¿Quién eres ahora, aquí, en la casa azul?» me preguntó Alma aquella tarde en que la otorgué el poder de conocerme.

 

─¿Quién eres ahora, aquí, en la casa azul? ─pregunta Alma a la niña que acaba de cerrar el cuaderno rojo. ─¿Princesa o guerrera?

La pequeña ladea la cabeza y la apoya sobre su mano, pensativa. Las voces de los otros niños que habitan la casa resuenan tenues a través del cristal de la ventana. La luz que se filtra a través de las cortinas azuladas difuminan los rasgos de duende creando un aura irreal a su alrededor.

─Una niña. ─Y la sonrisa que adorna su rostro ilumina también los ojos de Alma.

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