Mi abuela, fue la gran heredera del tesoro que, según cuenta la fábula, mi bisabuelo, eterno inmigrante marinero le dejó, este único legado consistía en un gran baúl con manijas de hierro a su alrededor que solo pudo ser transportado desde el enorme buque sobre una gran barcaza y cargado de la playa a la casa por veinte hombres, pescadores fornidos. El pueblo entero se consideró rico cuando ella aseveró “En memoria de mi difunto esposo, repartiré mi caudal equitativamente con ustedes, así que abramos este armatoste”. Pero ¡Oh, desagradable sorpresa! El cofre estaba repleto solo de libros amarillentos llenos de grandes alunarados marrones. En la unánime decepción, nadie reclamó lo ofrecido y se marcharon sudorosos y algo destemplados.

Esto aconteció, antes de que potentados de la región en complicidad con ciertas autoridades nacionales y alguna multinacional, proyectaran construir un complejo turístico, según su decir, para desarrollar la zona. Llevaba implícita esta  iniciativa, la expropiación y usurpación del atávico enclave habitado por: esclavos libertos, indigenas zenúes y algunos navegantes españoles y portugueses que perdido su rumbo y encallados sus navíos, desembarcaron portando el emblema que decoraba un dragón verde con cola de serpentina y una pequeña escultura, que luego se supo, era la de San Jorge, y decidieron sin mucho melindre anclar también el resto de sus existencias, en ese paradisiaco sitio.

Sin que importara en lo más mínimo la segregación de la población, ni la segregación socio-espacial, fuimos desalojados a empellones de las hermosas playas bordeadas de verdes cocoteros a cuyas sombras dormitaban las canoas transcurridas sus jornadas de pesca. Sitio de arenas blancas en las que tarde tras tarde mestizas mujeres acompañadas de sus hijos pequeños, donairosas garzas y traviesos pelicanos, freían en renegridos calderos colocados encima de improvisadas hornillas; machacados patacones y pescados arrollados que al ser sumergidos dentro del aceite caliente parecían recobrar vida y nadar plácidos entre cristalinas burbujas. Lugar donde numerosos vendedores exponían encima de plásticos transparentes, para deleite de transeúntes y compradores, gran variedad de frutas tropicales que aspergían disímiles aromas, debajo de arrebolado cielo que pincelaba mágicos atardeceres, los que empleando gradual e incesante degrade  hilvanaban acompasados al rumor del mar el desfallecer del sol en lontananza.

Incuestionablemente aconteció, que muchos seres indefensos sufrimos, sin la más remota posibilidad de desacato, la dolorosa segregación social. Terminamos arrancados de nuestro hábitat natural, para ser recluidos ineludiblemente en la inhóspita montaña. Acaecido el forzoso éxodo, arribamos, sin que pueda sonar despectivo, a un humilde aldeorrio de indígenas. Ahí transcurrió cuanto quiero contarles a continuación.

Sumergida y anclada la comunidad en angustiosa  desesperanza por la falta de los más insignificantes medios de supervivencia, impedidos para cualquier posibilidad de desarrollo gracias a la situación socioeconómica reinante, lejos de la tutela del Estado. Agregándole a lo anterior, el complejo reacomodo de las gentes a las nuevas circunstancias; mí abuela siempre activa, pese a encontrarse cautiva en un viejo sillón, exponiendo su frente altiva se tornó indispensable, pues era capaz de resolver complejos interrogante de diferente índole aplicando cognición de docta. Gracias a eso, logró atraer a un grupo de personas con las cuales emprendió verdadera cruzada para acabar inicialmente entre ellas el analfabetismo. Obtenido este objetivo y en común convenio, se distribuyeron los libros de acuerdo al contenido de estos y a la afinidad que cada persona profesaba por los temas tratados. Fue así que aplicando la hermenéutica  abrazadas del dios Ermes, alcanzaron introducirse en lo hermético, para descifrarlo y poder convertirse en expertas parteras, enfermeras o profesoras y otras cultivando plantas medicinales en naturistas.

Paralelamente los barones a punta de pulmón construyeron represas, plantaron árboles para evitar la fuga del agua y sembraron alevinos, hicieron hortalizas, cultivaron tubérculos, y dedicados con denodado ahínco los diferentes grupos de voluntarios, lograron  acallar en algo el hambre, la mortalidad y un tanto la ignorancia reinante en la comunidad. Este es el cuento alegre, el de comieron perdices y vivieron… en el que las flores asediadas por bellas mariposas difunden mágicos matices cual vivas acuarelas y esparcen sus fragancias sin importar las etnias o las razas, en donde incontables personas pretenden existir libres de albures. Pero aquí no es así, el mundo es otra cosa, la vida continuara poniéndonos obstáculos que habremos siempre de franquear; tenemos que, como Simón, de una u otra manera ayudar con la cruz, hay que agarrar la pica y renunciar a veces al apático sosiego. Este es amigos y amigas, solo el final que origina el siguiente pasado: 

Una tarde invernal que hacía parte de esos períodos considerados eternos por mi mente infantil, lapso en el que las caras de nuestros coterráneos se tornaban largas, se profundizaban semejando drenados arroyos sus arrugas y la nostalgia en sus ojos plagiaba con fidedigna tonalidad aquellos crepúsculos plomizos. Estación llena de vendavales que arrasaban cosechas sin piedad, dejando tras su paso furibundo entre el eterno navegar del aire, enrarecidos olores agridulces, surgidos de numerosas frutas caídas que fermentándose, flotaban  inocentes sobre el agua de cuantiosos charcos o mostraban sus diversos colores incrustadas al pegajoso légamo; indolente paisaje que incrementaba en el alma de tantos desposeídos aldeanos amarga desesperanza.

Extraída la idea de quien sabe cuál de tantos libros, mi abuela con el beneplácito de mis padres, resolvió festejarme el octavo cumpleaños, lo que terminó convirtiéndose en verdadero acontecimiento para los niños indígenas, habitantes como nosotros del naciente caserío.

Este bosquejo que ejecuto a continuación sobre el lienzo de la realidad, aplicando acuarelas negras diluidas en llanto, fue, es y será; verdadera escena de violencia, la que hecha eco se réplica usando diferente escala en todo el universo,  mostrando sin recato la flagrante violación de los derechos humanos, y así no se quiera, la adversa organización socioeconómica que genera, dada la inicua distribución de bienes materiales y la inequitativa redistribución del ingreso, la injusticia que termina aplastando siempre a los menos favorecidos.

A eso de las cuatro, comenzaron a llegar equivaliendo ganado descarriado por repentina inundación, muchos párvulos, uno de ellos, Jairo (triste ejemplo de tantos en el mundo); en cuyos ojos grandes y hundidos entre sus orbitas como si pretendieran hacer parte o dependieran directamente del occipital, se confundían lágrimas producto del esfuerzo realizado para llegar puntual a la celebración y amarillentas legañas. Este inocente niño indígena, atravesó el quicio del portón elaborado con listones de madera seca añadido a oxidados trozos de hojalata. Portaba en sus flácidas manos un par de abarcas reventadas que mostraban innúmeras remontas realizadas con hilos de alambre, el que podía observarse por encima del cúmulo de barro rojizo pegado a sus alrededores. Su pecho desnudo era una laminilla transparente de piel reseca que permitía ver el esternón a modo de frágil espada inconclusa rematando en el apéndice xifoides, los cartílagos costales uniendo las siete costillas al esternón y las tres restantes pegadas entre si antes de llegar a este, además de las dos denominadas flotantes y hasta las doce vertebras de la columna, más  sus doce discos intervertebrales que las unen a los huesos. Vestía renegrida pantaloneta que dejaba entrever desteñidas letras azules y un distintivo que identificaba, creo, a los indulgentes donantes. Las piernas de Jairo continuaban tal su pecho y abdomen teniendo la misma  transparencia; parecían zurriagos de esos que suelen hacerse usando la verga disecada del toro y remataban en unos pies planos, esparramados y terminados en garras, que por efecto del barro acumulado en medio de los dedos, parecían patas de aves palmípedas.

Jairo, al igual que los demás invitados, me comentó mi abuela, por razones alimentarias padece anemia ferropénica; mira, me dijo, como en la anatomía de todos, es fácil notar que sufren la inmisericorde autofagia, las circunstancias en ellos ha roto el germen de sus sueños, la pesadilla es su constante. Luego me murmuró al oído: Confucio afirmaba “En un país bien gobernado debe inspirar vergüenza la pobreza. En un país mal gobernado debe inspirar vergüenza la riqueza”.

La decoración de nuestra choza estaba constituida por: improvisado cobertizo edificado con ramas verdes y las flores rosadas del árbol llamado matarratón, sobre el que dejaron caer hojas viches de plátano, lo que producía al golpe de la luz solar espejismos marinos sobre las charcas y el barro pegajoso del patio. Recuerdo que varios pájaros mostrando en sus ojos ansiedad de nido, trinaron, revolotearon y expresaron danzando, alborozado deleite.

La abuela había traspasado por su centro muchas hojas utilizando largos bejucos que luego pudo atravesar de lado a lado del rancho recibiendo mi ayuda; además, picó bien menuditas unas doscientas Nelumbo lutea, verdes hojas pobladoras de represas. Estos trozos fueron colocados en dos bangaños, utensilios que me pidió sujetar con una liana e instalar en la parte alta de la enramada, de forma que al tirar del amarre, se derramara sobre la humanidad de los presentes el montón de picadillos. Entre tanto mis padres acuciosos, realizaron a escondidas la merienda. Esta consistía en: mango viche, amarillo y maduro, seccionado en pequeños trocitos, coco y guineo igualmente cortados. Esto lo distribuyeron en pequeñas totumas a las que agregaron encima panela rayada. Llegada la hora, mis invitados se lanzaron encima de este manjar tal famélica jauría y fue literalmente rapado, devorado o tragado por aquellos a quienes sus dientes de leche, les había desterrado la caries dental.

Halando mi abuela el bejuco que ataba los bangaños, se esparcieron jugando a capricho de la suave brisa vespertina aquellos incontables fragmentos de hojas que resplandecieron al pasar el haz de luz solar que se filtraba a través de los tantos orificios del ramal. Eso fue suficiente para que todos saltaran de alegría, el indio Jeremías se mostraba dichoso, Jairo sonreía, y aplicando absoluta sinceridad: la comida, el rancho acogedor, el guarapo de panela con limón, la camaradería en la socialización, las clase de iniciación a las letras dictada por la adorada anciana basada en una cartilla de cartón que tenía desteñidos algunos colores del espectro, nuestra repetición coreada de la A a la Z,  las rifas premiadas con cachos de lápices de colores o cucharas de totumo y las risas individuales que creaban por momentos la risa colectiva. Fue sin lugar a dudas un bálsamo  para aquellos seres condenados al ostracismo, gracias al modelo económico imperante y la despótica indolencia Estatal.

Pero queridos amigos, además de lo narrado al principio, lo más sorprendente estaba por acontecer. Cuando Nyx la diosa mitológica esparció su manto sobre el contorno, Artemisa posó sobre el cielo la luna y Hemera perseguida por Éfebo se marchó a otras latitudes abrazada a su hermano y consorte Éter, los niños se resistían a abandonar el rancho, sólo mi abuela empleando su paciencia y poder de persuasión logró convencerlos, recitándoles trozos de la poesía de Miguel Hernández. “Nunca tuve zapatos, ni trajes ni palabras: siempre tuve regatos, siempre penas y cabras. Me vistió la pobreza, me lamió el cuerpo el río, y del pie a la cabeza pasto fui del roció. Y andando la alborada removiendo las huertas, mis abarcas sin nada, mis abarcas desiertas”. Finalmente acarició sus cabezas y entrambos los acompañamos hasta la vera del camino. Al retornar pude percatarme maravillado; la anciana quien había permanecido paralizada de sus piernas más de diez años, caminaba feliz junto a mí. Entonces exclamé alborozado ¡Mama abuela, estás caminando! Ella sonriente contestó: no me había dado cuenta.

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