– ¡Abuelo! ¡Abuelo!
– Pero… ¿Ya estás despierto, socio?
– Sííííí.
Con la tierna y acariciante voz de mi infante nieto al meterse en mi cama y las primeras sombras de luz invadiendo el lugar, reposo para mis andanzas, me he despertado hoy. El aroma de una revitalizante brisa mediterránea llena la estancia. Estoy de nuevo en mi confortable casa después de casi un mes de viaje por la vieja Europa. Y estoy con mis hijos y nietos que disfrutan de unas cortas vacaciones, una de las muchas felicidades posibles.
Y pese a tantas bondades, tengo un despertar extraño, lleno de sinsabores. Esta noche, más que cruzarse algunos cables en mi mente parece que se hayan unido todos para hacerme ver la otra cara de la realidad en un sueño que no es sino la pura realidad, sueño en el que se me aparecían las cosas tal y como deben ser, según esa otra realidad, y no cómo son y el conformismo que a eso damos para que así sean. Y una gran zozobra ha invadido mi estado de ánimo.
El botón de inicio para esta reflexión, a mi parecer, fue pulsado ayer cuando vi dos escenas conmovedoras. La primera, la de una joven mamá de cristalinos ojos azules, rubia y suave cabellera y de una piel nórdica, blanca y distinguida que embelesaba. De su mano, una preciosa niña de unos seis años de reluciente y preciosa piel negra, rizado pelo y delgada como una pluma, con esa delgadez que denota el haber vivido una infancia atroz en ese África tan olvidada por todos aunque haya sido la cuna de la humanidad. La segunda, otra mamá de profundos ojos moteados y unos rizos pelirrojos, casi cobrizos, adornando su pecosa y linda cara. Susurraba algo a su niña, que asentía, pues entendía perfectamente el lenguaje del cariño universal. Una niña de fascinantes rasgos asiáticos de unos cuatro añitos, preciosa también, y que lucía dos flores como perlas en cada una de las dos coletas que engalanaban su negro y liso pelo. Dos niñas nacidas en la pobreza de mundos olvidados y reubicadas en el bienestar del primer mundo. Dos niñas, dos madres y varias razas entrelazadas. Bien por ellas.
Claro que eso ha sido solo el botón de inicio de esta reflexión. Hay muchos momentos más que llenan mi vida en este sentido. Recuerdo con especial cariño una reunión en la sede de una ONG en el centro de Madrid. Concretábamos las pautas de una actuación gratuita de teatro destinada a recaudar fondos para la construcción de un albergue-escuela en un poblado africano. Mientras hablábamos, nos invadió un pequeño ejército de niños de todas las edades y razas que nos acosaban a preguntas.
Esta ONG, a modo de guardería educativa, acogía a los niños por la tarde en su sede (por la mañana iban al cole) ya que sus padres y madres tenían que trabajar, o buscar trabajo, para poder atenderlos adecuadamente. Familias venidas de otras partes del mundo al nuestro, supuestamente, país de oportunidades para ellos.
Obviamente, los responsables de la organización nos invitaron a participar en esta digna labor que trata, básicamente, de dar a estos pequeños y forzados inmigrantes las claves para que puedan conseguir, con el tiempo, un mejor futuro.
Y es que, desde luego, hay mucha más gente solidaria de la que podamos pensar que contribuye o colabora en lo que puede para hacer llegar un poco del bienestar que gozamos a aquellos que no han tenido esa oportunidad. Y gracias a esa solidaridad, a esa iniciativa ciudadana en la que muchos se implican, se va mitigando la pobreza (muy lentamente, eso sí) o al menos se aportan migajas de soluciones para los muchos problemas que afectan a la humanidad en cuánto a igualdades y pobreza se refiere.
– Abuelo, ¿qué te pasa? ¡estás raro!
– No, no… Estoy bien… Es que…, bueno, me has despertado pero todavía no estoy del todo despierto.
– ¿Has soñado, abuelo, has tenido pesadillas?
– ¿Pesadillas? … No, no… Anda, descansa un poco más, que los demás duermen.
No, no han sido pesadillas las ensoñaciones de mi pasada noche pero, aún así, me he inquietado pues no estoy seguro de que estemos haciendo lo correcto. Y es que, cuando vamos por la calle y algún mendicante nos inquiere en solicitud de unas monedas; o aquellos otros que podemos ver sentados o tirados en el duro suelo de una acera o en las escalinatas de entrada de una lujosa iglesia y que se pasan allí horas y horas con el cestillo a sus pies esperando de la caridad cristiana una ayuda; o a los artistas que nos atruenan o deleitan con su música o juegos callejeros y pasan la gorra; cuando, en fin, alguien necesitado nos implora unas míseras monedas, quizá debiéramos preguntarnos ¿Debo dárselas, como gesto solidario o de compromiso social, sí o no?
Pues…, sí y no. Sí, porque eso aliviará a ese desgraciado a mitigar sus penurias. Y no, porque eso, en sí mismo, no es la solución. Si les damos esas moneditas que nos molestan en el bolsillo y no hacemos más, eso solo tranquilizará a nuestras turbias conciencias que se auto exculpan derivando la resolución del problema a los gobiernos.
La solución, sí, debe venir de los gobiernos, de los poderes públicos que son los que tienen la capacidad para redistribuir los recursos que todos generamos, pero nuestra acción, al margen de las monedas, debe ser la de una reivindicativa e insistente presión ante esos poderes públicos que son los que pueden cambiar las cosas. Debemos obligarles a que las cambien y nuestro voto debe dar fe de ello. Debemos implicarles y exigirles medidas que supongan una gestión social y un reparto de los recursos más justo para que nadie carezca del mínimo necesario para vivir dignamente.
Porque está claro que por más y más que se esfuercen las organizaciones no gubernamentales, por más que crezca la solidaridad ciudadana, esto no es suficiente para corregir los enormes desequilibrios existentes. Son los poderes públicos, los poderosos, los únicos que pueden dar una solución definitiva.
Y si se quisiera, con unas pocas normas se daría un vuelco total a la actual situación aunque, claro está, serían necesarias otras medidas específicas para cada situación y lugar para que de forma paulatina se vaya educando y formando a la población a la vez que se generen los recursos que hagan posible la corrección de las desigualdades existentes en el planeta. Estas pocas normas, que deberían hacerse sin dilación, serían cuatro: una, que se ponga fin a la economía sumergida; dos, que se eliminen los paraísos fiscales; tres, no permitir la libre circulación monetaria y cuatro, establecer unos mínimos y máximos de ingresos y patrimonio individuales y familiares.
Con esto, eliminaríamos el dinero negro y a los poderosos mercados que lo manejan. No se entiende que se de libertad de circulación al dinero y no a los individuos. En cuanto a los ingresos o patrimonio, deben garantizarse unos mínimos suficientes para cubrir las necesidades más vitales de las familias, sí, pero también deben fijarse unos topes máximos, incluidas empresas, a partir de los cuales todo lo que se genere por encima de ese tope sea dedicado a reequilibrar los desajustes existentes entre los que más tienen y los que menos, ya sea en nuestro barrio o en el lugar más remoto del planeta. Y deberían crearse organismos independientes de los gobiernos que establezcan los parámetros adecuados en cada caso.
Tenemos un solo mundo y sí de verdad nos creemos que somos lo que decimos, seres humanos, civilizados e inteligentes, debemos aplicar reglas para que ningún miembro de nuestra familia humana pueda quedar al margen de los inmensos recursos que tiene el planeta y de garantizarle, al menos, lo mínimo necesario para una vida digna. Y esto solo se puede conseguir redistribuyendo los recursos y beneficios que se generan para que llegue a todos. Y esto hoy no es así, aunque no debería ser así.
– Abuelo…
– Qué…
– ¿Nos levantamos ya?
– Bueno…
– Pero… ¡sigues raro!
– Anda, vamos a levantarnos.
La pobreza campa por doquier. Algunas estadísticas nos muestran unas insoportables desigualdades en todos los ámbitos sociales, culturales y económicos.
Un ejemplo es Bangladesh, país de antiquísima historia y que es hoy uno de los más pobres del mundo. Un país de niños sin futuro que malviven el presente. De sus 140 millones de habitantes, un 40% de la población malvive con menos un dólar diario y casi la mitad son menores de edad. Se calcula que unos 120.000 bebés mueren antes de cumplir un mes, la mitad en sus primeras horas de vida. Hay unos diez millones de niños que trabajan y cerca del millón viven en la calle vagabundeando. Además, existen infinidad de burdeles con prostitutas jóvenes y obligadas, que en la mayoría de los casos no llegan a los dieciséis años. La violencia de género es habitual pues la vida de la mujer carece de valor. Hay abusos de todo tipo: se les arroja ácido sulfúrico a la cara como castigo, se imponen matrimonios de chicas menores de trece años con hombres mayores, se compran o venden las mujeres, se las obliga a prostituirse, etc.
Y si este país ostenta el desgraciado privilegio de ser uno de los más pobres y desfavorecidos del mundo ¿qué ocurre en el resto?
Pues…, más de lo mismo. Según estadísticas, hay unos 1.200 millones de personas que viven por debajo del umbral de la pobreza, el analfabetismo alcanza a 1/6 de la población, hay unos 14 millones de refugiados políticos, unos 250 millones de personas trabajan como esclavos con especial incidencia en las mujeres y en los niños de los que 2 millones son obligados a ejercer la prostitución, 300.000 son obligados a luchar en las guerras, 125 millones de niños no van a la escuela, etc., etc.
A esa larga lista de vergonzantes cifras habría que añadir muchos miles más de afectados en su calidad de vida como consecuencia del irresponsable, y casi irreversible, deterioro al que sometemos al medio ambiente, o que a las enfermedades o hábitos como el sida, la malaria, el tabaco, la droga, etc., no ponemos los medios suficientes para combatirlas, por no hablar de la igualdad de derechos en cuánto al trabajo, género, ricos/pobres, Norte/Sur, negros/blancos, etc.
Las guerras, que no acaban nunca, son las primeras culpables de tales datos, pero también los entes religiosos con sus dogmas y los espurios intereses de algunos poderosos que prueban la incivilidad que nos corroe.
Y no importa tanto si son cientos, miles o millones más o menos los afectados pues las estadísticas son solo eso. Conque hubiera una sola persona en desigualdad o sufriendo desatención debería ser suficiente para actuar.
¿Y la ONU? Bien gracias.
– Abuelo ¡tú hoy estás raro, sí, muy rarito!
– Y tú estás como siempre, muy juguetón ¿a qué si?
– Sí…
– ¿Nos vamos a la cafetería a tomarnos unas tostadas?
– La mía con aceite, como tú, abuelo.
Llegados a este punto la pregunta es obligada. ¿Por qué hemos llegado a esta situación? Pues por nuestro ancestral comportamiento egoísta y sanguinario que, como animales que somos, tenemos y al que no hemos podido aún domeñar.
Entonces ¿No habíamos quedado en que nos denominábamos a nosotros mismos como humanos civilizados e inteligentes? Pues parece que no lo somos tanto. Como humanos carecemos de humanidad para nuestro prójimo más cercano (muchas veces, prestamos más atención a otros animales ajenos a nuestra especie que a los nuestros). Nuestra civilidad, por otra parte, deja mucho que desear por no hablar de nuestro intelecto que se suele usar más para hacer el mal que el bien.
Si actuáramos inteligentemente y en nuestro propio beneficio, haríamos más por erradicar las desigualdades que nos separan, lo que a todos nos haría más felices. La generosidad y el compartir dan felicidad y lo que no se entiende es que algunos privilegiados se puedan sentir felices rodeados de un ejército de pobres y míseros ciudadanos. Los unos y los otros han venido al mundo en cueros, sin nada. Nada nos diferencia a los unos de los otros, solo esa pantalla externa, esa vestidura o ropaje que nada dice de la persona en sí. Solo, que unos han tenido la desgracia de nacer en cuna pobre y dura otros en blanda y acomodada. El boato, opulencia y desenfrenado exceso de consumismo innecesario de algunos no es ni aceptable ni gratificante, ni siquiera para ellos mismos, mientras haya muchos que malvivan o mueran en la indigencia.
– Abuelo, ¿Te vienes a la playa?
– No, mejor os vais vosotros y yo preparo una paella para comer.
– ¿Y por qué no comemos en el chiringuito?
– Bueno, luego iré yo ¿vale?
Y, en fin, termino con el cuento… ¡¡quién no desearía que todo lo dicho solo fuera un cuento!! , el cuento de las dos felices mamás y sus no menos felices hijitas, hijas de otra cuna, de otro mundo, de otra cultura, de otra raza. Porque sí, esas dos mamás han sabido que lo importante en la maternidad no es la concepción, embarazo y parto, si no el compromiso con el mundo en el que vives, con dar ese cariño y apoyo, ese cuidado y educación, ese calor y fraternidad a cualquier niño que lo necesite.
Y yo me pregunto. ¿Puede una madre de nuestra rica sociedad desentenderse de los niños necesitados del mundo y traer nuevos miembros en detrimento de aquellos más desfavorecidos? Puede, claro que sí, pero ¿eso es lo correcto?
Que cada cual actúe según su educada conciencia. En mi humilde opinión, nuestro primer objetivo debería ser el llegar a un reequilibrio social de manera que nadie muera o malviva por falta de recursos, teniendo nuestro planeta, como tiene, más que suficientes para todos. La descendencia genética no debería ser lo único importante, sino también, el modelo de mundo que dejamos a esa descendencia. Hay muchos niños necesitados de cariño y atenciones en el mundo y muchas personas también con un enorme cariño que compartir y ganas de ayudar a los que lo necesitan. Así que ¿qué modelo de mundo queremos dejar para el futuro inmediato a nuestros congéneres?
Por eso, en mi opinión, el compromiso social es para hoy. Hay planificaciones hechas por estados e instituciones, entre ellos la ONU, que nos anuncian, por ejemplo, que para el año 2025 o para el 2050 la pobreza se habrá reducido en un x%.
¿Para el año 2025? ¿El 2050? ¿Pero nos hemos vuelto todos locos? ¿Hay alguien al que se le haya ocurrido incluir en sus estadísticas las muertes por malnutrición, enfermedades o guerras para entonces? Y esas cifras, aunque las estadísticas no las muestren, están ahí, latentes, y son fáciles de calcular.
Seamos serios, señores, que esto es serio, y resolvamos los problemas de hoy, HOY, no dentro de equis años cuando ya la solución para muchos llegará tarde.
– El abuelo está raro hoy, papá.
– ¿El abuelo raro? No, no. Lo que pasa es que se hace mayor y a veces por su mente pasan vivencias, situaciones o personas y…, se pone reflexivo.
– ¿Y eso qué es?
– Pues…, pues eso, raro.
José Luis Sánchez Escribano
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