La voz no callaba ni de noche ni de día. Arropado en el frío de la noche en el cobijo de uno de los puentes de la ciudad, se apretaba las sienes con la esperanza de ahogar el murmullo incesante que manaba de su interior.
Sabía que no era el único. Habían más como él en la clandestinidad de los viejos puentes. Algunos de su misma clase, otros acostumbrados a ser sombras, unos cuantos violentos que luchaban incluso para que no les robasen el aire. Todos iguales, todos diferentes.
Si al menos consiguiera que callase. Apretaba más fuerte. » ¿Fuiste alguien? Una vez tuviste trabajo, familia, amigos. ¿Recuerdas? Todos fueron desapareciendo a la vez que tu vida cambiaba. Al pricipio diste pena. ¿Sabías? Te dieron palabras de consuelo, ayuda, incluso alguna que otra oferta que tú rechazaste por orgullo.. Luego se fueron. Se alejaron de lo que te ibas convirtiendo: un parado crónico, como si la maldita enfermedad social pudiera contagiarse. Quizás así era. Caían muchos. Demasiados incluso. «
Y seguía y él apretaba más. «¿Te acuerdas como comenzaste a buscar desesperado? Y todos decían: Eres muy mayor. O estás demasiado cualificado. O ya le llamaremos. O no hay y ya. Y tu alrededor desapareciendo, entre broncas y silencios. Hasta que no quedó nadie más que yo.»
Y más aún. «Nunca creiste desde la altura que llegarías hasta aquí. Mírate. Tú nunca mirabas hacia abajo. Infrahumanos. Submundo. Esas palabras utilizabas siempre que te asomabas a mirar. Y ahora… ¿Te acuerdas del pánico cuando comenzaste a darte cuenta? Pero yo aparecí para decirte, para salvarte, para…
Y así siempre. Sin distinguir el tiempo que pasaba. Como si perteneciera a otra dimensión donde todo era desconocido. Donde la maldita voz no callaba.
Miró de repente la cuchilla de afeitar. El único objeto que utilizaba a diario con la esperanza de volver a reconocerse un día en el espejo. Y de repente descubrió una salida.
Ya nunca la voz le acompańaría.
Ya por fin dejaría de pasar frío, hambre. .
Ya no sentiría más miedo.
Ya no.
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