Cuando me encuentro con el, siempre me hago la misma pregunta ¿A que naufragio ha  sobrevivido?. Todos nosotros alguna vez hemos sido náufragos: de amor, de trabajo, de familia, de amistades…

Y allí está el, conservando su “dignidad”, esa mágica palabra que uno nunca debe perder, ni en los momentos más duros de nuestra existencia.

Ha entrado en un mundo, el de la pobreza, que seguro que ni en sueños hubiera pensado que llegaría a formar parte. Afeitado, pulcro, de buena planta, elegante, seguro que duerme en albergue, con su mochila en el suelo, aceptando conversación y… lo más terrible: pidiendo limosna.

Supongo que el primer día que decidió hacerlo fue “durísimo” pero al final no sé si se ha acostumbrado a no pasar vergüenza, si es que ya no hay retorno, por edad, ronda los 60, al plano laboral y ni tan siquiera al plano familiar.

Le deseo “la suficiente suerte” para encontrar un fuerte madero al que asirse, sea laboral o sentimentalmente, y poder contar como se salvó del naufragio desde la orilla, ese otro lugar que no es la dura calle. 

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