Desde que tengo uso de razón siempre ha habido pobres en nuestras calles, en las esquinas, en las puertas de las iglesias y los comercios; con la mano extendida o con gorras o platos  en el suelo, con cartelitos explicando su situación o sin ellos, sentados o de pie; unos con valor para pedir con la boca, otros con la mirada y el resto con la cabeza agachada. Unos dormían en albergues, otros al raso porque  se sentían más libres. En principio eran pocos y pensábamos que ellos mismos eran los responsables de su situación porque la mayoría había traspasado la frontera del alcohol o las drogas. Acallábamos nuestras conciencias con la moneda, el cigarrillo o el café que les ofrecíamos. 

A estos pobres se unieron otros grupos: los que traspasaron nuestra fronteras en busca de trabajo y una vida mejor y no lo han conseguido y los que han traspasado la frontera de la legalidad, tiranizados por mafias extranjeras que se enriquecen a costa de su sufrimiento. Todos  constituyen la pobreza visible de nuestro país, las personas sin hogar que vemos todos los días.

Desde hace un tiempo se ha añadido otra clase, la pobreza invisible, la que se esconde dentro de los hogares, agazapada detrás de las puertas y las ventanas porque está constituida por personas que tenían un trabajo, lo han perdido y no lo recuperan. No salen a la calle a pedir, tampoco salen a robar.

Es la pobreza causada por el desempleo que afecta a un porcentaje demasiado alto de la población, al albañil, vendedor, ingeniero, contable, empresario, mecánico, autónomo, etc., en definitiva, a cualquier trabajador y de cualquier sector de la economía.

Los parados tienen derecho al subsidio durante un tiempo con el que pueden sobrevivir pero cuando este se termina, comienzan los dramas. Hay que alimentarse, vestirse, pagar la hipoteca, la luz, el agua, el teléfono, la comunidad, el transporte, la educación de los hijos.

Se avergüenzan de sí mismos, ocultan la desesperación en la que viven. Nunca pensaron que podrían verse en esa situación. Son personas que no pueden dormir, sufren depresiones, enfermedades psicosomáticas, angustia. Padecen estrés por no trabajar, porque el trabajo es un derecho y una obligación que hace al ser humano libre. El que se queda sin él se siente invisible y esclavo de los demás.

Algunos son desahuciados de sus viviendas, otros tienen más suerte y optan por alquilarla, en ambos casos se quedan sin hogar. La mayoría son apoyados por esos abuelos que acogen a esos hijos, yernos, nueras y nietos en sus casas de sesenta metros cuadrados, cuyos muros parecen moverse para ampliarla; que estiran sus pensiones emulando el milagro de los panes y los peces. Es el amor que todo lo puede. Y, en último extremo, cuando no se tiene familia o los recursos de estos son insuficientes se dirigen en secreto a las organizaciones no gubernamentales, las iglesias, asociaciones o ayuntamientos para pedir ayuda.

Estas instituciones, los médicos, enfermeras, profesores, trabajadores sociales están dando voz y apoyo a estos pobres creando comedores sociales, organizando campañas de recogida de alimentos o, como las asociaciones de padres junto con los profesores, ofreciendo gratuitamente desayunos y comidas a los alumnos en los propios centros escolares .Existen también muchas empresas ayudando económicamente o en especie. Otros autónomos y empresarios tratan de sacar a flote sus negocios para no cerrarlos y mantener en el puesto a sus empleados aunque no obtengan los beneficios deseados.

Vivimos en un momento de caos social, político y económico y lo único que nos hace más humanos es la solidaridad que está guardada en nuestros corazones, la cual, afortunadamente, siempre aflora cuando se necesita.

Por tanto, nosotros, los ciudadanos, tenemos el poder de cambiar las cosas que no nos gustan con nuestra actitud y esfuerzo. Ayudar en el presente es mejorar el futuro para todos. Debemos intentarlo ¿Te animas?

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