El río no es el mar. La montaña no es arena. El día es gris, no hay luz .Siempre está gris y verde. Todo es verde. Los turistas valoran este color y esta exuberancia. Lo verde entra en las casas-blancas-piedra.
Piedra-verde-verde-piedra.
En las casas ponemos deshumidificadores, para absorber litros de lluvia. Lluvia verde.
Si cueces caracoles, saben a verde. Hierva verde. Paredes-piedra-verde. En el río se reflejan las hojas verdes y no sabes si es agua o alfombra verde.
Alguno, sin duda, habrá intentado caminar en las “colas de novia” de hojas verdes, que lleva el río hacia el mar. Siempre se deshace la cola en la presa, desaparecen las hojas por un momento, para convertirse en tul liviano-aguado.
Mes tras mes, el agua lo inunda todo. Sólo tiene sentido comprarte botas para el agua y grandes paraguas. Aquí venden paraguas de pastor, negros, enormes y pesados. Nunca sé cómo llevarlo, su peso te deja dolorido el hombro y si lo alzas un poco, el brazo y antebrazo se resienten. Si te llaman al móvil, es imposible contestar…
– ¡No has cogido cuando te he llamado..!
– ¿Cómo voy a explicar que la culpa es de este enorme paraguas?
-Lo siento.
Antes de comenzar a andar, los niños, chapotean en los charcos. Los caballos de secano se chirristran por los caminos-ríos. Las mujeres utilizan zapatillas deportivas y no han aprendido a andar con tacones.
Las mujeres se cortan el pelo “a lo garçon” porque el pelo largo se encrespa con la humedad. En los tejados salen helechos. En los helechos algún boletus se protege del agua hasta que llega un jubilado-joven-reconvertido en montañero y lo atrapa.
Humedad-agua. Musgo verde, suave. Terciopelo de naturaleza. En el Sur, se recoge para Navidad, para confeccionar esos horribles nacimientos, de rio de plata-papelalbal. Aquí, siempre tenemos a no, un poco de musgo para tapar un secreto, un placer. Todo se tapa con musgo.
Pero…en Junio aparece el rojo-suave rojo. Las pequeñas cerezas, fresas silvestres, moreras rojo-negro. Comienza el suave calor, el dulzor de los frutos delicados, pequeños y sabrosos. Los caracoles, las babosas, y miles de diferentes gusanos se espabilan y hasta creo que corren una maratón, para alcanzar estos frutos, antes de que lleguemos los de las manos grandes.
Ayer vi, una babosa suicidada a base de comer cerezas silvestres. Tal cantidad, que sobresalían de su cuerpo como una columna vertebral. Todos buscamos lo dulce. Todos nos afanamos.
Las expresiones cambian. La rigidez en nuestras caras, se ablanda. El “festín de Babette” tiene sentido en el Norte.
El sol comienza, sin pretensiones, a inundar con su fuerza los pequeños frutales: manzanas, muchas manzanas. Para hacer sidra, compota, tartas, mermeladas. Y se huele a manzana.
Es el comienzo del verano. Las mujeres abren sus escotes tímidamente, mientras recogen la hierba en pequeños grupos. Sienten el calor en sus pechos y justifican la “indecencia” porque están trabajando. Aquí se redime todo a través del trabajo.
Las pieles blancas se enrojecen, se queman suavemente. Al terminar el día los colores de las frutas están en sus pieles y quizás estén pidiendo un suave masaje hidratante.
Fui a la tienda de comestibles a comprar un trozo de queso. El queso huele a nuestra tierra: ovejas, leche, queso, hierba.
Un olor potente, dulce, me hizo girar todo el cuerpo.
Una mujer diferente estaba a mi lado.
Un olor desconocido emanaba de aquella mujer.
Aquella mujer, joven, de cuerpo intuido olía a fragancias de otro lugar.
Su cuerpo tapado por un largo hábito de color granate, la cabeza cubierta por un pañuelo enorme de color blanco, el rostro oculto por un lienzo de color marrón.
No sé si había cuerpo debajo de los tejidos. Sí había ojos. Enormes, inquisidores y penetrantes.
Su olor se impuso.
Olía a menstruación, dátiles y miel. Olía a mujer.
No sé todavía hoy, si me gustó o no. Pero, sé, que en ese momento se produjo el encuentro con ese cuerpo a través del olor.
Ella quería comprar galletas. No estaban expuestas en el mostrador y hacia intentos por explicar cómo se comen las galletas y se mojan en el tazón de leche.
Galletas y leche. Compró y sacó de un bolsillo unas monedas.
No hablaba nuestro idioma, no sabía leer, no conocía los números. Abrió su palma, mostró las monedas y me miró. La nota era: tres veinte. Suavemente, cogí las monedas que necesitaba para pagar y se las entregué a la dependienta.
Los ojos me hablaban y no sé qué me decían. Me estiró de la camisa y me enseñaba las monedas. Estiraba el cuello y me indagaba con su mirada.
Algo de ella se me agarró en el corazón. Ella me obligaba a no sé qué…
Me agarró y me llevó hacia el rincón. Estiraba el cuello, gesticulaba con la cabeza. Yo sólo veía sus ojos.
Dejé que mi corazón me hablase.
Yo me llamo María ¿y tú?
Yo María ¿y tú? Nuestros ojos se chocaban, pupila contra pupila.
Yo María ¿y tú?
Rania.
Nos echamos a reír.
Ella miró hacia la calle. Un hombre joven miraba hacia adentro.
Y dejé que mi corazón hablase.
Salí tras ella y saludé al hombre joven. Con amabilidad y seriedad.
¿Hablas mi idioma?
Sí, un poco.
Rania no conoce los números y letras…si alguna vez necesitas que le enseñe…hay un local…me deja el Ayuntamiento a veces..
Puedo enseñarle….a leer hará más fácil las compras…o..o..
Escribí mi número de teléfono en un papel. Me llamo María y vivo en este pueblo.
El, serio, dijo: Gracias.
El corazón me trotaba dentro.
Aquel olor me unió a aquella mujer.
Llamó el hombre a la mañana a mi móvil. Rania quiere aprender a leer y contar dinero.
Nos juntamos en la misma tienda. Una hora. En una hora cada martes yo aprendería a oler otros olores y ella a contar dinero y leer.
Compré leche la herví y la puse en un termo, compré galletas de la marca que ella compró, cogí 2 tazones blancos de loza y dos cucharillas. Llevé el monedero lleno de monedas diferentes.
El local olía a lo de siempre, a humedad, a frío, a polvo viejo. ¡Era gratis! Limpiaré este local. Abriré las ventanas. ¡Es gratis y a callar!
Llegó puntual, su olor era más dulce: miel, menta y té.
Tenía seguridad en sus movimientos, sabía que las dos nos necesitábamos.
El tejido del hábito era verde oliva, un tejido de seda y fibra. Crujía a veces. El pañuelo de seda blanco tenía flores pintadas, enormes, magnolias gigantes. Y el pequeño lienzo facial seguía siendo marrón.
Sacó sus manos pequeñas, delicadas con unas uñas muy largas y cuidadas. Su piel era brillante y como seda-seda.
Comenzamos el juego de aprender.
Las monedas, los lápices, pequeños papeles, mucha complicidad. Hablábamos a través de los ojos. Suficiente por el momento.
Ella era rápida aprendiendo.
Me paralizaba su cuerpo libre en movimiento, sus olores, sus gestos tras los espantosos tejidos.
Quería aprender y me quería enseñar. Enroscaba sus dedos con los míos, ocultando monedas y las apuntaba en los papeles.
Se reía. Nos divertíamos.
Un día me trajo un dibujo de su casa. Tres trazos largos componían el dibujo. Sus ojos se entrecerraron y aparecieron dos lágrimas. Lo cogió y lo rompió. Lloró.
Saqué el termo con leche caliente que llevaba todos los días y llené los tazones de leche. Le entregué 3 galletas y empezamos a mojar las galletas en la leche.
Las lágrimas se diluyeron en el tazón.
Al salir siempre le esperaba el mismo hombre.
Nunca me preguntó nada sobre Rania. Yo nunca le dije nada de Rania.
Cada día de clase, comenzábamos el ritual: Tazón de leche caliente y untábamos las 3 galletas.
Pero hubo un día diferente… Ella trajo unas pastas blandas, dulces, llenas de sabores. Canela, jengibre, dátiles, miel, almendras y sésamo.
Cogió mi mano. Abrió mi palma, depositó la pasta. Me obligó a aplastarla cerrando la mano y entre los dedos salían los frutos, levantó su lienzo facial y abrió su boca, pintada de color rojo oscuro. Comenzó a comer suavemente de mi mano, agachando su cabeza hasta terminar lamiendo la palma y los dedos.
Luego, ella cogió otra pasta e hizo lo mismo. Yo tímidamente comencé a mordisquear aquellos frutos y a lamer su mano pequeña.
Fue un sello lo que pactamos en aquel momento. Por primera vez vi su rostro.
Utilizaba los lápices con precisión. Lentamente escribía, sumaba y restaba.
Por mi parte, comprendí otros mundos, otros olores, otros gestos.
Vi un cuerpo tapado lleno de movimiento libre, como un pequeño animal joven, se doblaba, se estiraba. No estaba atada, sólo socialmente atada.
Rania, a veces, en vez de leche, hacía té. Lo tomábamos despacio, mirándonos a los ojos.
Había complicidad, agradecimiento y reconocimiento.
OPINIONES Y COMENTARIOS
comments powered by Disqus