Leandro tenía veintiún años. Estaba en segundo año de Química. Harto de ganar centavos con clases a alumnos, le propuso a su amigo Lito, poner un bar. Siempre le había gustado la idea. Algo no muy ostentoso. Un bar con comedor para almuerzos. Que pudieran cerrarlo luego de la merienda, para adaptarlo a los horarios de la facultad. Lito tenía veintidós y le faltaban dos años para recibirse también de Licenciado en Química.

    Así que procedieron a pedir préstamos familiares, bancarios y eligieron un viejo almacén. Utilizaron sus estanterías antiguas y trataron de conservar esa originalidad. Leandro insistía en que la iluminación era lo más importante.

“La comida tiene que ser deliciosa. Un plato de fideos con salsa acá, debe ser único”, decía Lito. Pidieron recetas de abuelas, tías y madres en sus mejores versiones. Buscar un cocinero fue lo más difícil. A los dos meses, en verano, lo abrieron.

No tenían ni idea cómo se las arreglarían después para seguir estudiando.

El nombre del bar, luego de varias discusiones fue: “El lugar de Manuel”. Luego de la ansiedad de la inauguración adonde asistieron amigos y familiares con plantas, moños rojos, cerraron como a la diez de la noche, esperando su primer día siguiente. Abrieron a las siete en punto porque servían desayunos con promociones especiales: cortado doble con medialunas y café con leche con tostado de jamón y queso. El menú del almuerzo tendría su plato diferente cada día  y una carta con comidas rápidas para los que trabajaban en la zona:

Triunvirato y Juramento, en pleno barrio de Villa Urquiza.

El primer mes sería muy importante. Lito y Leandro mantenían conversaciones interminables sobre la importancia que eso tenía para el futuro. Si no les gustara la comida, si los precios fueran altos. Estaban rindiendo su examen de trabajo casi con devoción.

Trascurrió ese primer mes y parecía que la prueba había sido buena. Ya tenían algunos clientes. El cocinero era un joven chef del barrio, los dos mozos también. Pudieron empezar a relajarse un poco, viendo que ya había resultados satisfactorios. Sobre todo, en el movimiento de plata: entraba más de lo que salía. Con lo que era probable que durante ese año ya pudiesen ir devolviendo los préstamos a la familia. Porque al banco debían hacerlo en cuotas todos los meses.

Algo inesperado empezó a ocurrir, como un goteo ininterrumpido. Un hombre humilde se acercó a pedir un plato de lo que quisieran darle, porque hacía días que no comía. Era obvio, por su aspecto. Aunque prolijo, su delgadez  era impactante. Explicó que no encontraba trabajo. El mozo le preguntó a Leandro y él le contesto que sí: “Servile un plato de fideos, allá en la mesa de atrás, con una soda”. “¿Una soda? Mejor le doy agua”. Leandro lo miró porque le había llamado la atención el celo del mozo por ahorrar dinero ajeno.

Por día empezaron a venir uno, a veces dos, otras veces tres. Parecía haberse corrido la voz. Eso encendió una discusión entre Lito y Leandro. Lito se puso mal. “Esto no es un comedor comunitario. Que vaya a la iglesia, no sé”. Leandro prometió no aceptar más de uno por día. Así se hizo.

Pero apareció otra novedad: los cartoneros. A la hora del cierre venían por las cajas de cartón, revolvían la basura, comían resto de pollo, carne, pan, fideos, todo mezclado en la basura. Leandro miraba desde detrás del mostrador, y pensó que era una lástima tanta degradación. Chicos y mujeres con hambre revolviendo las bolsas negras con restos de comida. Así es que se le ocurrió una idea un poco más decente. Pero era necesario consultarlo con su socio.

Dentro del salón comedor había otro más pequeño, que a veces quedaba desocupado. El salón más grande lleno de mesas y sillas se extendía hacia un lateral más chico. Un espacio que antes tenía una puerta que habían tirado abajo, para aprovechar más el lugar. Pocas veces se sentaban allí. Sí era el sitio preferido de los estudiantes, que hacían rendir su consumición, permaneciendo entre dos y tres horas.

Entonces quedaron de acuerdo. Que comprarían cubiertos descartables y pondrían una mesa para no más de seis personas, a las que les servirían restos de comida del día o platos económicos. Funcionó casi a la perfección durante dos semanas. A los veinte días, unas diez personas estaban en la calle a la hora en que abrían el local. Muy pobres, estaban parados en la puerta. También los acompañaban chicos de entre dos y once años de edad y la mayoría eran mujeres.

Lito que era el que abría ese día, se enteró de que esperaban para el almuerzo una fila. Leandro al llegar, los vio y a la vez percibió el enojo en la cara de su amigo: “¡Te dije que no era una buena idea. En pocos días, la cola de indigentes va a dar vuelta la otra esquina!” El chiste de Leandro: “Mejor que la publicidad…”, no surtió efecto. “¿Así que vos creés que a la gente que viene acá le gusta ver a los pobres esperando las sobras? ¿No sabés los fachos que tenemos en el barrio? Ya deben andar diciendo que sos como el Che Guevara. ¡Venite ahora con la remera del comandante! Porque la barba ya la tenés.”

Leandro tragó saliva y sintió su estómago vacío, mientras una puntada le asestaba un dolor agudo. Tuvo que apoyarse en el mostrador porque se le nubló la vista. Se puso pálido. Eso lo hizo notar el mozo, cuando lo vio sentado haciendo las cuentas: “Tómese un vaso de agua, un té”. Había escuchado la conversación y el joven que pertenecía a una familia humilde, se solidarizaba en silencio con Leandro.

Al día siguiente, Lito le puso un límite a su socio: “Esto del comedor no va más.” Así lo hicieron. Lucharon igual con la fila de gente durante dos meses, porque seguían yendo.

A Leandro se le ocurrió que había que hacer bolsas de residuos especiales, separando los alimentos comestibles, de los otros desperdicios. Lito le concedió de mala gana, esta nueva idea. Pero no podía dejar de pensar en los números: comprar más bolsas, poner una hora o más a un empleado para separar los restos de comida.

Parecía una buena idea. Era más digno, pensó Leandro viendo cómo se alejaban con sus carros inmensos llenos de cartones y sus chicos arriba o corriendo por las calles, ayudando. El hombre adelante, como si fuera un caballo de tiro agarrando las manijas del carro y agachado tirando con fuerza hacia adelante en medio de los autos. Ya desde las seis de la tarde, se veía ese ir y venir, su destreza. Los rostros desesperados, nerviosos, desplegando ese movimiento innoble. Tanta destreza desperdiciada.

Leandro empezó a cambiar su carácter. Estaba callado, triste. No entendía porqué se distraía. Lo entusiasmaba más ver a los cartoneros que a los clientes. Se sentía un traidor. Pensaba en las recetas “Gourmet”, en esos platos rectangulares de diseño, con esa cocina vistosa de adornos, colores, de gustos exquisitos. De manjares especiales. Todo ese tiempo desperdiciado

hacían que la urgencia del hambre fuera una ecuación perfecta.

Leandro no aguantó. Tuvo que ir al médico porque esas puntadas en el estómago se le hicieron frecuentes. Lo derivaron al gastroenterólogo. No aparecía nada raro en las ecografías. Todo era de origen nervioso.

Para peor, ahora ya se había corrido la voz de que repartían bolsas de comida. El rumor había aumentado el valor de la dádiva. Ya no era que estaban separando los restos comestibles de la basura. Sino que estaban repartiendo comidas en bolsas. Con lo cual, lo esperable era que sucediera lo mismo que con los almuerzos gratuitos.

Una larga fila a eso las tres de la tarde. Luego desde el mediodía hasta que empezaron a encontrar gente cuando abrían. Prudentes, los pobres se alejaban tratando de organizarse ellos mismos y muchas veces esperaban en la vereda de enfrente.

Pero la voz de alerta del barrio, no se hizo esperar. Una alarma cundió, una conciencia colectiva. Algo estaba sucediendo en “El lugar de Manuel”, que lo fue alejando de las formas permitidas.

Un día llegó la policía y los sacó  los gritos. La gente se dispersó sin la mínima protesta, pero a la hora regresaron. Los uniformados de negro, con palos y pistolas -¿con balas de goma?- y los alejó, esta vez empujándolos. Nadie sabe quién había hecho la denuncia. Uno, se les animó y dijo: “No estamos robando. Solamente estamos acá haciendo una fila”. El policía le contestó de que no podían permanecer, molestando en la entrada de las casas y que si insistían en quedarse, les iban a tirar gases lacrimógenos.

Lito otra vez trató de corregir a Leandro diciéndole “Basta”. Debían terminar con las bolsas porque seguro que la gente del  barrio, veía a la gente esperando horas en las puertas de sus casas y temían por su seguridad.

Leandro aceptó de mala gana. Y por días y días siguieron viniendo los cartoneros, a pedir la bolsa de comida. Dio mal sus exámenes. No podía ni trabajar, ni estudiar. Con Lito casi no hablaban. Estaba en su trabajo, cumplía su horario, pero de su boca no salía ni una sugerencia, ni un sí ni un no.

Los mozos que eran más amigos de Leandro, habían observado todo lo que estaba ocurriendo, y lo apreciaban. Trataban de sacarle conversación cuando no había muchos clientes y uno le dijo en chiste: “Vos sí que la tenés clara, el lugar de Manuel, Pedro, Juan, de todos”. La cara de Leandro mostró una leve sonrisa, pero el mozo pensó que no le había gustado. Lo dijo para animarlo.

Porque encima de todo, habían recibido una carta de la “Cámara de Comerciantes de la Avenida Triunvirato” invitándolos “a finalizar ciertas prácticas que ponen en peligro la decencia y la seguridad del barrio”.

Todo eso había trascurrido en sólo seis meses, desde la apertura de “El lugar de Manuel”.

Leandro empezó a faltar. Se sentía enfermo. Se quejaba de esos dolores en el estómago y había días que tenía que quedarse en la cama. Aunque los médicos nunca le encontraron nada. Le recomendaron un psicólogo, pero él decía que no tenía fuerzas para levantarse.

Lito le tuvo que hacer frente al bar, que seguía funcionando bien. Siempre había gente. Pero nunca había ido a visitar a su amigo. Tenía bronca y eso se lo impedía. Le parecía infantil la actitud de Leandro, como si estuviera aprovechando su “enfermedad” para dejarlo trabajando solo.

Este alejamiento hizo pensar a Leandro en separarse de la sociedad y dejar por fin ese trabajo. Se daba cuenta que no era para él. Nunca pensó que iba a derivar en tantas consecuencias insólitas. No le veía sentido a nada. Si militaba en la facultad, era pura teoría. Si ocurría en el bar esta posibilidad de ayudar a los indigentes, el barrio entero con sus costumbres “derechosas”, sus miedos y prejuicios, reaccionaba ante los pobres como si fueran leprosos. Aislándolos para no verlos, ni contagiarse. La humanidad no había aprendido nada, pensó con tristeza.

Optó por dejar el bar, recibió unos pesos por el capital invertido, más una ganancia poco importante. Con ese dinero, se preparó su mochila y sacó un pasaje a Bariloche, más precisamente a Colonia Suiza. Disfrutó del arroyo, las montañas, los lagos, las flores luminosas, los árboles y sus inmensas raíces al descubierto a la vera de los caminos. La naturaleza lo conectó otra vez con el ser humano. Se sintió mejor. Sus dolores dejaron de acosarlo. Hizo nuevos amigos en el camping. Todos tenían buenas historias para compartir. Se sintió orgulloso de que la de él fuera escuchada con tanta atención. En medio del silencio estrellado, la anteúltima noche que compartió una fogata con sus nuevos amigos.

Sólo al final de su estadía, se dio cuenta que estaba contando algo de lo que nadie se había enterado. Tres o cuatro días antes de tomar la decisión de irse del bar, el auto se le había parado en medio de la vía. Había pasado con las barreras bajas. Y se le trabó el cambio, en medio de un mareo que lo atontó. No sabía qué hacer primero. Se le paró el motor y el tren estaba cerca. En esos pocos segundos casi se entregó. Pero todavía no sabe cómo, encendió el motor, le metió primera y salió poco tiempo antes de que pasara el tren que venía tocándole bocina. Un grupo de vecinos lo rodeó preguntándole cómo se sentía. Si necesitaba una ambulancia. Estaba mojado de transpiración aunque hacía frío. Dijo que no, que gracias. Y se alejó casi avergonzado.

No le contó nada a nadie. Ni siquiera él mismo quiso enterarse de ese momento en que hubiese preferido morir, antes de seguir conviviendo con la gente de su barrio. Se había corrido otro telón y esa calidez de las casas, de las vecinas barriendo, del colegio cerca, toda su infancia, en vez de estar poblada de los padres o abuelos de sus compañeros, se había convertido en eso que fue conociendo cuando intentó que su bar fuera solidario. Esas repuestas fueron una nueva escuela.

Ahora, respirar los aires del Sur, parecían una mejor elección, para ver por dónde seguir, sin bajar los brazos.

        

  

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