LA RAYA QUE DIVIDE EL MUNDO<?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />
Allí estaban todos, riéndose de ella. Hicieron un corro cada vez más estrecho a su alrededor, y ahí estaba ella, en el mismo centro, mirándose la punta desgastada del zapato izquierdo. Una de las coletas se le había ido aflojando y un mechón abundante de pelo le hacía cosquillas en la nariz. Pero no podía apartarlo porque sus dedos estaban enganchados en la punta del tablón un poco descosido de la falda gris del uniforme, aferrados ahí y no querían soltarse.
Llegó Madre Valeria, vio todos esos globos, regañó a todo el mundo y, casi a rastras, la llevó hasta el despacho de la directora, donde siguió lanzando contra ella palabras ásperas cuyo sentido no era capaz de comprender.
En realidad, ni siquiera se atrevía a escucharla. Dejaba que esa voz oscura rebotara en su frente y no atrapara en ningún caso su entendimiento. Y tenía muchas ganas de hacer pis. Así que empezó a moverse primero sobre la pierna izquierda, luego sobre la derecha, sin permitir que sus dedos soltaran el tablón de la falda, que, recordó, primero había sido de alguna de las hijas de alguna de las casas donde su mamacita trabajaba.
-Madre, ¿puedo ir al servicio?- le dijo muy bajito, dejando una de sus frases colgando del borde de su labio inferior.
Debió de darle lástima y la dejó partir.
Mientras se bajaba las bragas en uno de los cuartos de baño que olían a orín y a tiza, se le vino a la boca una certeza. Así de pronto la notó. Como un sabor amargo en la punta de la lengua.
Volvió a mirar el uniforme y el final de la falda que ese curso su mamá le había bajado un par de centímetros y la marca que quedó de donde le llegaba el año pasado. Era una raya larga, rotunda, incuestionable. Una raya como las que se pintan en los mapas. Exactamente como el Ecuador.
Pensó en el globo terráqueo del fondo de su clase y luego, sin poder evitarlo, otra vez en el patio, en las risas y en eso de los globos.
Ese día Jorge cumplía 8 años. ¡Y cómo no iba a hacerle ella ningún regalo si ya estaban casados! Dani Fuentes, uno de 4º curso, había oficiado la ceremonia a principios de mayo, en la hora del recreo. ¡Era tan guapo Jorge! Con esos ojos grandes y tan verdes, y ese pelo tan liso y tan castaño claro… Algunos niños le habían llevado regalos bien costosos. Él disfrutaba mucho abriendo los paquetes, lo hacía con mucho cuidado, sin romper los papeles de colores. ¡No iba a ser precisamente ella quien llegara con las manos vacías!
Madre Valeria aporreó la puerta del servicio.
-Liliana, ¿todavía estás ahí? ¿Por qué tardas tanto? ¡Van a empezar las clases! ¡Sal de una vez!
-Sí, madre, ya voy… -respondió con la voz por el suelo.
Cuando entró en la clase ya casi todos estaban en su sitio. Pasó hasta su pupitre como queriendo irse y rezando para sus adentros el “dios-te-salve-María” con el fin de no escuchar murmullos ni risitas. También quiso cerrar los ojos para no darse cuenta de que Jorge volvía la cabeza para no mirarla. Pero ese gesto se le quedó en el pecho, como un sollozo atragantado.
Entonces llegó Madre Amalia y los mandó callar y hacer un dibujo.
Cogió una cartulina azul celeste para pintar una lluvia de estrellas como la que habían visto aquella noche del verano pasado en el patio de su casa. Salieron todos a mirar el cielo. Estaban sus papás y sus dos hermanos, que vivían en dos habitaciones pegaditas; la señora Belinda con su hija Luisina, las de Bogotá, que dormían al lado del cuarto de baño, y el señor Zacarías con su hermano pequeño, el Camilo, tan negros de piel que en la oscuridad solo conseguían distinguirlos por el blanco de sus bermudas deshilachadas. Ellos eran de Santo Domingo y habían llegado a Madrid hacía apenas un año; no como sus papás, que se vinieron del Ecuador cuando ella todavía no había nacido, siendo sus dos hermanos pequeñitos.
Se tumbaron en colchonetas en el suelo. Su mamá había hecho limonada para todos, pero cuando pararon de ver estrellas fugaces y cometas y de alborotar cada vez que aparecía una, se había quedado caliente y ya no les apetecía. Estaban excitados y sudando y también pensó entonces en un globo, pero en uno muy grande, como el de los dibujos de su cuento de Willy Fog; en un enorme globo rojo donde poder subirse a rozar las constelaciones con la punta de su dedo corazón.
Madre Amalia la felicitó por el dibujo, pero se puso seria en seguida y la tendió un papel dentro de un sobre.
-Es una nota para tus padres. Mañana la tienes que traer firmada.
Clara, que estaba a su derecha, se volvió hacia ella, con su uniforme tan-nuevo, tan-planchado, tan-sin-ninguna-raya, y le preguntó con una gran mueca de asco: “Pero, ¿de dónde has sacado esos globos?”, subrayando mucho cada sílaba. No pudo contestarle porque la monja les hizo un “¡chist!” ceñudo que se le anudó en las cuerdas vocales y le tapó la boca.
Cuando terminaron las clases se demoró todo lo que pudo para salir la última y Jorge no la estaba esperando fuera. Hizo el camino de regreso a casa sola y muy despacio; si daba pasos largos le dolían las rodillas. Iba sobando el sobre con la nota, con ganas de que se fuera haciendo transparente. Y nada más abrir la puerta se lo entregó a su mamacita como si le quemara.
-Me lo ha dado la monja. Tengo que devolverlo firmado mañana.
-Luego, m´hijita, luego. Cuando llegue tu papá. Yo ahora estoy ocupada.
Se sentó en el sofá de la sala a mirarla planchar ropas ajenas. Ella escuchaba la novela que daban en la tele mientras ponía en la tabla el pantalón de un traje, humedecía un paño blanco en un barreño chico, lo colocaba con mucho cuidado sobre la tela para pasar la plancha por encima y conseguir así una raya derecha y perfecta en cada pierna.
-Mamacita… -le dijo al cabo de un rato, que se le antojó frío.
Pero no le salieron más palabras. Solo comenzó a llorar sin sollozos lágrimas largas, que más que desahogarla la llenaban de pena.
Su mamá desenchufó la plancha y se sentó a su lado.
-¿Qué te pasa m´hija? ¿Por qué lloras?
Le volvió a dar la nota, para que ella entendiera. Su mamá rasgó el sobre y leyó con dificultades la letra redonda de la madre directora, pero Liliana no entendió lo que ponía. Tenía una nube negra delante de los ojos.
Antes de que acabara, quiso explicarle lo del cumple de Jorge, y que ella no tenía con qué comprarle algo. Que le llevó unos globos de colores y entonces, en el patio, después del comedor, se los fue a regalar sin envolver ni nada y que los más mayores se echaron a reír y a tirarlos al suelo…
-¿De dónde los sacaste?
Otra vez la pregunta, como Clara en la escuela. Agachó la cabeza y se estiró la falda hasta que le cubrió del todo las rodillas.
-Dime, Lili, de dónde. Los cogiste de casa, ¿no es cierto? ¿Y sin pedir permiso?
-Sí. De vuestra mesilla…
Pudo ser por culpa o por vergüenza, el caso es que la voz se le hizo un ocho y no consiguió dar más explicaciones. Rompió a llorar con hipos, y ni los abrazos de su mamá, que por toda regañina le repitió dos veces que “eso no se hace” y “hay que pedir permiso”, lograron darle calma. Ella se levantó por un bolígrafo, firmó la nota aquella, la regresó a su sobre y la colocó bien estirada en el bolsillo exterior de la mochila.
-Mañana se la entregas a madre Amalia y ya. Tu papá no tiene por qué enterarse d´esto.
Se fue a la cama pronto aquella tarde. Estaba bien cansada. A sus hermanos grandes, con los que compartía habitación, les habían contado que le dolía la panza, para que no la molestaran con sus ruidos.
Se tapó la cabeza con la sábana y vio, como en un sueño, los dos ojos de Jorge que le daban la espalda. Todo había terminado. Los del cole dirían que habían sido los globos. Pero ella ya sabía que había sido la raya. Esa maldita raya que divide el mundo.
Ángela Bautista Palacios
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