Hace cinco meses tuve una interesante conversación con don Ginés.
De hecho, me pidió que lo matase.
Don Ginés vive solo, en su casa de toda la vida, en Lavapiés. Su mujer murió hace más de una década. Siempre dice que sus siete hijos están muertos, pero yo no me lo creo. Solo le vi llorar por el menor. Un accidente de tráfico. Eso, sí me lo creo.
Don Ginés se lamenta constantemente de su barrio. Dice que está rodeado de ocupas, prostitutas y extranjeros. Dice que ya habían entrado dos veces en su casa a robar, pero que no se llevaron nada. Normal, ¿quién querría una televisión de culo estropeada o un colchón meado, un armario carcomido o una sartén oxidada?
Lo cierto es que don Ginés siempre ha sido de mis preferidos. Su cabeza no desvaría, y su vida está llena de experiencias, de grandes historias. Siempre que lo visito, acaba liándome, contándome sus batallitas para que me quede más tiempo. Y yo, encantado. Pero aquel día fue distinto. Sus arrugas estaban más arrugadas. Ni siquiera se había levantado de la cama. Su rostro, casi centenario, me miraba fijamente con esas pupilas tan turbias como sus palabras. Y esas palabras, turbias como sus pupilas, me pillaron por sorpresa.
—¿Por qué dice eso, don Ginés? —le pregunté, a propósito de lo de matarle.
—Mírame, chaval. Yo ya no sirvo pa´ná —me respondió, como cargado de razón.
—Anda, anda. No exagere y levántese, que ya es hora. ¿No tiene usted hambre?
—Hambre, dice. ¡En la posguerra sí que pasé hambre! —me contestó, huraño— ¡Me se pegaban las tripas del hambre! Los chicos de hoy día no tenéis n´idea de lo que es pasar hambre…
—Veo que hoy no está usted de muy buen humor —repliqué, recolocándome mi gorra—. Si le parece, puedo calentarle el café de puchero y llevárselo a la cama con una magdalena. Pero no se acostumbre, ¿eh?
—Si no piensas ayudarme, ¡ya te puedes ir a la mierda! —me soltó, y después se tiró un prolongado pedo, a mi salud.
—Pero, vamos a ver, don Ginés, ¿qué demonios le pasa? ¿No pretenderá que le tome en serio?
Subí la persiana y abrí de par en par la ventana para ventilar. La luz del mediodía se clavó en los ojos turbios de don Ginés, quién aún me miraba con recelo.
—Y, ¿por qué no, a´mos a ver? Ya he vivío bastante. Ahora solo soy un estorbo. Me he pasao tó la vida luchando pa´ná.
—Usted lo que necesita es un paseíto, sentarse un rato en un banquito de la plaza de abajo y echar de comer a las palomas. Verá cómo se despeja.
Comenzó a incorporarse trabajosamente de la cama, como haciéndome caso… aunque sabía que no. Sabía que don Ginés hacía meses que no salía de casa. Una vez por semana, venía una mujer a darle un repaso a la casa y le traía la compra con el dinero que ella misma sacaba de la tarjeta de don Ginés.
—Si no me matas, me mato —dijo el muy cabezota.
—Usted sabe que eso que dice es un pecado muy gordo —le contesté, pues se las daba de católico.
—¡Yo ya estoy en el infierno, chaval! He robao, he matao, he cometío tos los pecaos del mundo. Y ahora estoy solo como un perro. A mi edad es mejor estar muerto. Vivo porque Dios es un cabrón que quiere joerme pa que pague en vida mis pecaos.
La salud de don Ginés parecía bastante buena para su edad. Noventa y ocho años conté por su DNI. Las arrugas eran implacables testigos, pero aún podía manejarse bastante bien por sí solo. Todo lo hacía como a cámara lenta, pero si había que agacharse se agachaba, si tenía que poner a cocer unas patatas, lo hacía. Su aseo personal era descuidado, pero más por costumbre que por no poder hacerlo. En definitiva, que don Ginés podría durar otros diez años, o más, si el corazón decidiera darle tregua.
—¿Me va a contar qué le pasa o qué? La última vez que le visité estaba usted muy vital y contento, ¿qué le ha hecho cambiar el ánimo?
El semblante de don Ginés se volvió duro. Apretó sus labios, ocultos bajo las incontables arrugas y, por primera vez esa mañana, me apartó la mirada. Como no contestaba, fui a recoger mi abrigo.
—Bueno, pues yo ya me voy. El equipo de Teleasistencia está perfectamente. No hace falta que le recuerde cómo funciona. Buenos días —me despedí. Avancé unos pasos hasta la puerta y don Ginés, por fin, me lo contó.
—Han venío mis hijos —me dijo, casi en voz baja.
Al oír a don Ginés, a punto estuve de preguntar: —Pero, ¿no estaban muertos?— Sin embargo, dejé pasar ese detalle y me centré en lo importante.
—Bien y, ¿qué le dijeron?
—Ná, que me quieren llevar pa´un asilo.
—Hombre, don Ginés, eso no es malo. En una residencia le pueden atender muy bien y tendrá más compañía.
—¡Y un carajo! —me espetó. Miré alrededor y toda la casa parecía una trampa.
—Seguro que se lo dicen por su bien —insistí, al tiempo que reparé en una tremenda gotera.
—Lo que quieren es que me vaya de mi casa pá poder venderla y repartirse los cuartos. ¡Menudos sinvergüenzas!
—Pues entonces diga usted que no y asunto arreglado, pero no me pida a mí que lo mate por eso…
—No te lo pido por esos cabrones. Me quiero morir porque ya no soy ná pá naide. Mi vida ya no tiene sentío. Cuando murió mi esposa, yo tuve que irme con ella. Desde que me dejó, cada día es una jodía condena. La soledad me mata. No tengo a naide. ¡No tienes n´idea chaval!
Dejé el abrigo sobre la cama y me senté al lado de don Ginés. Observé de nuevo sus turbias pupilas. Sus ojos, siempre resecos, estaban ligeramente humedecidos, y eso, a su edad, era un llanto en toda regla.
—Don Ginés, ¿quiere que le cuente un secreto? —dije, cogiéndole de la mano— ¿Sabe por qué llevo siempre gorra?
Sin dejar contestar a don Ginés, me la quité.
—Hace un año me dijeron que tenía cáncer. En el cerebro, nada menos. Sé que la quimio me dará unos meses, pero nada más. Y, ¿sabe qué? Pues que, como usted, pensé que mi vida ya no tenía sentido. Me entró vértigo al saber que pronto acabaría todo. Me sentí vacío, sin tiempo, demasiado joven para enfrentarme a la muerte, encadenado a un infierno. Pero entonces descubrí que la mejor manera de aprovechar el tiempo que me quedaba era tratando de ayudar a otros. Y me apunté de voluntario. Ahora me alegro, porque gracias a eso he conocido a personas como usted, que son los que le dan un nuevo sentido a mi vida ¡Así que no me diga ni en broma que quiere usted morirse!
Con lágrimas contenidas, volví a levantarme de la cama, recogí mi abrigo y me marché, no sin antes despedirme nuevamente de don Ginés.
Han pasado cinco meses desde aquel día. El frío dio paso a la primavera y las flores adornaron mi ingreso. No había vuelto a ver a don Ginés, hasta hoy.
Hoy, después de mucho tiempo, don Ginés se había decidido a salir de casa. Y lo había hecho por mí. Hasta se había arreglado. Está triste, como todos los que me acompañan. Al verlo, recordé sus historias y sentí haber vivido tantos años como él, que su tiempo rellenó mi vacío y maduró mi juventud. Ahora miro sin vértigo, siento su sosiego ante la muerte y me encadeno a un paraíso. Como una catarsis, el sentido vital se me revela en sus turbias pupilas. Y es que, para mí, su mirada siempre fue transparente.
No sé cómo se enteró, pero aquí está, en mi entierro. Junto a mi familia, despidiéndose. Despidiéndome.
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