Como casi todos los mediodías del mes de agosto en Madrid, el calor era insoportable, y  hoy, no sé por qué, el sol parecía que arremetía con más fuerza. Apenas había sombras en la cuales resguardarse y el sudor empezaba a resbalar por mi espalda. Caminaba mirando al suelo, sin ningún pensamiento en particular, pero con un rumbo fijo. El día anterior me habían comentado que había quedado una habitación libre, llamé y me citaron para el día siguiente, a la una en punto. ¡Bien! Pensé, a las 11 iría a recoger  la ropa, comería algo después, y desde allí iría andando hasta donde estaba la habitación ubicada.

 Cuando llegué al lugar donde tenía que recoger la ropa, apenas había gente esperando, di el número que me habían dado –había que solicitar número previamente- y me atendieron enseguida. Un par de pantalones, una camisa, dos pares de calcetines y tres prendas de ropa interior; todo bien doblado fue metido en una bolsa de plástico del Corte Inglés. Con un “Gracias” salí del departamento y me dirigí, sin dejar el edificio, a donde servían los bocadillos. A pesar de que todavía no estaba abierto, faltaban 15 minutos para ello, la cola iba, ya, desde el mostrador hasta la entrada del recinto. Según me acercaba al final de la cola, miré a la persona que estaría delante de mí, un hombre de algo más de 60 años, quien me miró de reojo sin mostrar ningún interés. No tardé mucho en dejar de ser el último de la fila, pues la gente seguía llegando. Había gente de todas las edades, de diferentes razas y orígenes étnicos,  pero todos con  una cosa en común, sino me equivocaba, todos los que allí estábamos pertenecíamos a la misma clase social. Di una ojeada a mí alrededor, predominaban los hombres, algunos parecían conocerse entre sí, pero la mayoría íbamos solos. Me llamó la atención una pareja de jóvenes, se les veía felices y entre beso y beso, reían a menudo,  digo me llamó la atención porque parecía como si su felicidad no perteneciese a ese lugar. Respiré hondo y con un suspiro grande dejé que mis pulmones se vaciaran por completo, el hombre que estaba delante de mí, miró hacia atrás, pero nuestras miradas no se cruzaron. Miré al reloj que estaba encima del mostrador, once y veinte dos minutos, ya queda menos, me dije, me apoyé contra la pared, miré hacia abajo y me sumí en mis pensamientos.

El crujir del cierre metálico del mostrador me devolvió a la realidad, e inconscientemente miré al reloj de la pared, justo las once y media, hora de abrir. Todos recobramos nuestras posturas erguidas y con inquietud mirábamos a las dos mujeres que había detrás del mostrador. “Buenos Días” “Hoy, tenemos bocadillos de mortadela y de huevo cocido con mayonesa.” dijo una de ellas con semblante relajado, mientras la otra, algo más madura, recorría la fila con la mirada, de un extremo a otro, una y otra vez. Acto seguido empezaron a servir bocadillos; la cola iba despacio, pero todos guardamos nuestro turno con resignación y silencio. “Mortadela, por favor.” dije cuando me tocó a mí. El bocadillo estaba envuelto en clingfilm y era más grande de lo que esperaba, también me dieron una botella de agua de 50cl y una manzana verde. Muchos se sentaron en las mesas del comedor, y otros, como yo, decidimos comer el bocadillo más tarde o en otro lugar. Metí todo en la bolsa del Corte Inglés y me dirigí a la salida.

Nada más abrir la puerta de madera oscura de la entrada, el resplandor del sol me cegó brutalmente y la bofetada de aire caliente que recibí me echo hacia atrás. Casi llevaba una hora dentro del edificio y mi cuerpo y ojos se habían adaptado a la temperatura y la tenue luz del mismo. Mientras me recobraba del shock y liaba un cigarrillo, mi mente visualizaba, de nuevo, el camino que había decidido tomar para ir a ver la habitación libre, hasta había calculado el tiempo que me llevaría, unos 35 o 40 minutos, a paso ligero. Con el cigarrillo a medio acabar decidí emprender el camino hacia la dirección que me habían dado.  

“¡Vaya calor!” Con actitud pesimista, me dije a mí mismo. Sólo llevaba 10 minutos andando, y el punzante picor del sol en la cara, parte de atrás del cuello y brazos parecía como se me estuviese quemando la piel de esas áreas. Paré por un momento, bebí un trago de agua y miré a mi alrededor, las calles estaban desiertas, y la mayoría de las tiendas tenían el cartel de “Cerrado por Vacaciones” en la puerta. Típico en agosto, Madrid se queda vacío, pensé. No tardé mucho en llegar al final de la calle, después tenía que tomar a la izquierda, y en las luces de tráfico, cruzar, tomar a la izquierda otra vez, meterme en la primera calle a la derecha, y seguir toda la calle cuesta arriba. Todo ello me llevaría unos 15 minutos, lo sabía a ciencia cierta porque ese recorrido lo había hecho cinco días a la semana por 10 años, cuando trabajaba en el hotel, de camarero.

Seguro que eran, ya, las 12 y media, no tenía reloj pero no me hacía falta, la escasez de sombras en las calles anunciaba que era esa hora. Cuando llegué al final de la calle empinada, estaba sin aliento y mis piernas temblequearon de cansancio; miré hacia atrás, ¡Vaya cuestecita! Oía que me decía a mí mismo. Bebí el último trago de agua que calmó mi sed, pero no reanimó la falta de energía que estaba haciendo mella en mí. Con aprehensión miré a mi derecha, a lo lejos, se veía el hotel donde trabajé por 10 años. Muchos recuerdos vinieron a mi mente, pero al mismo tiempo una tristeza que agobió mi corazón. Me lie un cigarrillo, y mientras lo fumaba, dejé que la nostalgia, que aún sentía por aquel lugar, inundase mis pensamientos con gratas memorias. No mucho después, esos pensamientos se vieron enturbiados por imágenes que iban y venían. Imágenes que me hablaban del momento en el cual se materializó el principio de una serie de infortunios que no habían dejado de hostigar mi existencia desde entonces. Con la miraba perdida en la distancia, dejé que la tristeza agobiase todavía más mi corazón. El hotel cambió de dueño y en tan sólo unas semanas, muchos, sobre todo aquellos que pasábamos de cierta edad, fuimos despedidos. Nunca olvidaré cuando me hicieron saber el futuro de mi nuevo e insospechado destino. Sin muchas palabras me explicaron el porqué de mi despido, cuando terminaría mi contrato y cuanto me darían el finiquito. Sus razones, no había dinero para mantener tantos empleados. Qué pena me dio que creyesen que me creería esa patraña o más aún que mostrasen ese falso interés por mí. Di la última calada al cigarrillo y con ademán cabreado lo tiré al suelo y lo pisé con rabia hasta que se apagó completamente. Despacio alcé la mirada hacia el hotel, suspiré hondo y dando media vuelta me alejé en dirección contraria.

Aquel momento me habían dejado mal sabor de boca y aunque lo intentaba, no podía desterrar la tristeza que sentía. Siempre me pasaba lo mismo, cuando dejaba que esas memorias viniesen y se quedasen más tiempo de la cuenta, después me sumía en un sentimiento de lastima hacia mí mismo, y, esto a la vez, me hundía todavía más en la miseria.  

Caminaba cabizbajo, como casi siempre desde hacía últimos años, sumido en mis propios pensamientos. Sintiendo el punzante calor del sol sobre mi cuerpo. Sintiendo el sudor de mi espalda, pecho y sobacos mojando mi camisa azul en su recorrido.  Mis pasos empezaban a  ser más cortos y pesados… el peso de mi cuerpo parecía como si quisiese desplomarse, como si su existencia estuviese necesitada de un descanso; decidí parar y recobrar el aliento que parecía faltarme. Lentamente levanté la mirada, y enseguida me situé, ya, quedaba poco para llegar al edificio donde está la habitación libre, me dije.

Di unos cuantos pasos más, pero el movimiento de mi propio reflejo en los escaparates de unos grandes almacenes, me llamó la atención y paré mi caminar. Con recelo y muy despacio, fui recorriendo la silueta reflejada, empezando desde los pies. No recordaba cuando fue la última que me había mirado en un espejo o visto mi imagen reflejada en cualquier otro sitio, por eso cuando mire fijamente a los ojos de mi reflejo, la tristeza que en ellos vi, me asustó;  apenas me reconocía a mí mismo. Sin saber cómo o porqué el tiempo dejó de existir en esos momentos, y memorias de un pasado donde llegué a tocar la felicidad con mi mano y… sentí… sentí el calor del sol aunque estuviese nublado… pasaron fugazmente por mi mente. Después, mis ojos se encontraron con los ojos de mi reflejo, y ellos hablaron de cuando caí en un mundo de sombras y esas sombras me llevaron todavía a un espacio más oscuro, tan oscuro que no fui capaz de salir por mí mismo y me abandoné a mi destino. Perdí todo, absolutamente todo, hasta la integridad y la noción de quien era, y pasé a ser un PSH (Persona Sin Hogar). Meses, creo recordar, estuve viviendo en las calles, hasta que una noche de otoño, cuando las hojas doradas de los arboles empezaban a caer, un chico llamado Paco se acercó a mí, y me preguntó, ¿Te apetece tomar una sopa de fideos con pollo? Incrédulo, le miré, y no respondí. Entonces se sentó en el suelo, cerca de donde yo estaba, sin importarle el olor que mi cuerpo desprendía, o la frialdad de la calzada, y empezó a explicar  quién era, a que organización pertenecía y cuáles eran los motivos de su visita. Nunca tendré palabras suficientes para agradecerle lo que ha hecho por mí hasta el momento. Él me había conseguido todas las habitaciones en los diferentes albergues en los que había estado; me informó de las casas de comida para PSH, y donde me darían ropa de segunda mano, pero limpia, solicitando numero previamente. También me hablo del tipo de ayuda psicológica que se nos ofrecía mediante ciertas organizaciones, y de la cual yo, ya, había tenido algunas sesiones con resultados lentos pero positivos. Sí señor, le estoy muy agradecido, y pensar que es un voluntariado más en una de tantas organizaciones que ayudan a gente como yo, es de admirar.

Ahí, seguía yo, mirando al reflejo de mi persona, en los escaparates de los grandes almacenes.  Detrás de mí, el reflejo de una sociedad que seguía su destino. Una sociedad a la que yo había dejado de pertenecer, cuando con el finiquito, me despojaron de lo único que tenía, mi trabajo. El ser despedido me hizo sentirme un inútil; a mi edad, algo más de los 55, ya, nadie me quería, y eso me afecto terriblemente e indujo una depresión. Mi mirada se cruzó con la de mi reflejo y la miseria invadió mi corazón con inmensa desolación y vacío. Sentí como las lágrimas brotaban en mis ojos, recorrían mis mejillas y morían en mis labios, mientras mis pensamientos  se adentraban en un laberinto lleno de memorias de un pasado que había dejado de existir. En ese momento la imagen de Paco vino a mi mente y me hizo recordar lo que siempre decía, “Ve poco a poco, necesitas tu tiempo, date tiempo.” Me sequé las lágrimas, respiré hondo y emprendí mi camino hacia donde empezaría mi nuevo futuro; hacia la dirección que Paco me había dado de la habitación libre.

 

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