Marcos me regaló un coche el día en que nos fuimos a vivir juntos. Es un bonito coche azul cielo. Como diría él, un coche de chica. Es pequeñito, tiene el culo redondo y es de un azul clarito que cuando le da el sol desprende ligeros brillos. Y sin embargo, lo mejor de él es su personalidad. K me alegra el día por la mañanas, cuando con su honda voz me da los buenos días, me hace un resumen de las noticias más importantes y repasamos juntos mi agenda. Y de regreso del trabajo me escucha durante todo el trayecto a casa, diciéndome en cada pausa, cada suspiro, las palabras apropiadas.

 

Tiene muchas virtudes. Creo que no es solo que sepa escuchar muy bien, sino que le encanta. A raíz de su atención hacia mí, ha llegado a conocerme muy bien. A veces me sorprende. Solo con la manera en la que me siento o la forma de teclear el trayecto, K ya me pregunta qué me sucede. Cuando todavía nos estábamos conociendo, me costaba contarle mis pensamientos, pero ahora, nada más meter las llaves en él, si algo me enturbia la mente lo expreso sin preámbulos.

Pero lo que más me gusta de él es que sabe cuando callarse, cualidad muy conveniente en las frecuentes discusiones entre Marcos y yo. Todos los viernes hacíamos el mismo trayecto: giro a la derecha, continúo recto, izquierda, semáforo que siempre cojo en rojo…

-Ya te has metido con los zapatos sucios.

-Qué pesada eres.

-El pesado eres tú, que me haces repetírtelo 500 veces.

El tiempo del semáforo a veces es eterno.

-Cuidas más a este coche que a mí.

K sabe cuando no decir nada.

Las desavenencias entre K y Marcos empezaron pronto. Primero fue por las indicaciones. K decía que era por la izquierda, él por la derecha. Su cabezonería nos hizo perdernos y cuando K, al recalcular la ruta, nos anunció el tiempo perdido, le dio un puñetazo a la pantalla. En vez de en casa de mi madre acabamos en el hospital. Y K y yo al día siguiente en el mecánico.

Poco a poco la cosa fue a más. Un lunes al ir a trabajar, la voz de K había cambiado. Se me escapó un pequeño grito cuando me saludó una dulce voz de mujer. Marcos dijo que el anterior timbre de K le ponía nervioso. Tardé poco en devolver su voz a K, pero el enfado me duró todo el día.

-K, siento que Marcos te cambiara la voz.

-No importa.

-Sí que importa. A mí sí.

-Entonces a mi también me importa. Tengo un sistema para protegerme de extraños-me recordó.

-Es verdad, se me había olvidado. No pensé que lo fuera a necesitar. ¿Qué tengo que hacer?

– Solo necesitas una contraseña.

A petición de Marcos, dejé de utilizar tanto a K para ir a todos sitios. Veía peligrar su puesto de trabajo y me pidió que ahorrara en todo lo que pudiese. El carburante es un gasto importante, así que me marqué el objetivo de solo coger a K de casa al trabajo y del trabajo a casa.

Sin embargo, durante el fin de semana a veces echaba de menos a K y daba un paseo con él hacia las afueras de la ciudad. A los dos nos gusta ver la carretera alumbrada por las farolas, disfrutando del poco tráfico que hay cuando se hace de noche. Me acuerdo un día que conduje casi toda la noche. Los ojos se me cerraban, K me lo hacía notar con frecuencia. Tras la disputa de aquella cena, me salió de dentro: coger a K y no pensar más. Así llegamos hasta un campo de girasoles. Me acuerdo muy bien, era una noche sin luna, las farolas que rodeaban la carretera se habían quedado atrás hace tiempo, en la última ciudad que atravesamos. Aparqué a K en el arcén, y me bajé de él. Me mantuve un tiempo de pie, quieta, mientras mis ojos se acostumbraban a la oscuridad. Es extraño que, aun sin luna, las estrellas den tanta luz. Caminé hacia los girasoles y me tumbé en el suelo, con ellos. Eran altos, si estiraba el brazo, tumbada en la tierra, no podía llegar a tocar sus pétalos amarillos. De lejos podía ver las luces de K, que yo no había apagado y él tampoco. Entonces pensé que nunca encontraría en Marcos el lado humano que tenía K.  

Durante toda la vuelta a casa estuve llorando. K me interrogó, pero yo no contesté.

 

Esa misma semana, Marcos tuvo un accidente con K. Me desperté una mañana y Marcos no estaba en casa. Pensé que se habría ido más temprano al trabajo. Me preocupé cuando vi que K no estaba en el garaje. Al poco tiempo dos agentes de la Policía Local llamaron a la puerta de nuestra casa para contarme que Marcos se había salido de la carretera. Según me dijeron, falleció en el acto.   

Los días fueron tan confusos que no caí en un detalle muy importante hasta unos días después, hablando con un policía. El agente me pidió la contraseña de K.

-¿La contraseña?-pregunté.

-Sí, el coche lleva un sistema de seguridad. Se lo pondría su marido. ¿Sabe usted la contraseña?

-Ah, sí, claro.

-Usted dirá.

-¿Para qué la necesita?

-La contraseña es necesaria para meternos en la memoria interna del vehículo, señora -me informó.

-Ah, ya. Girasoles.

-¿Perdón?

-La contraseña. La contraseña es girasoles.

La apuntó en su tableta y me dio las gracias.- Y bueno, le recomiendo que se la diga también a su seguro, si quiere que le traigan el coche a casa.  

A pesar de que les di la contraseña, los policías no pudieron averiguar nada sobre los momentos del accidente porque la memoria de K se había dañado y no podían recuperar la información. Cuando le pregunto, K no se acuerda.

Lo hemos hablado muchas veces, pero ni K ni yo sabemos cómo Marcos pudo averiguar la contraseña. Todos los días, cuando me despierto sola en la cama,  me pregunto por qué Marcos cogería a K. Él le detestaba y hacía meses que no se subía en él, ni siquiera conmigo cuando yo se lo pedía. Por qué querría cogerlo durante la noche, si era él quien me regañaba a causa de mis paseos nocturnos con K.

 

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