Fue el año pasado, a la altura de este mes, cuando mi amigo Yann, chico treintañero, gabacho, de pelo largo, profesor de francés, culto como él sólo y de buen beber, me invitó a una fiesta de estudiantes, allá por el Barrio de los Arroyos. La farra estaba prácticamente a acabar, a nosotros ni una gota de ron, güisqui, vino o similar nos quedaba y no sabíamos dónde recargar. Entonces la vi. Mujer de fez clara, bonita como las mañanas soleadas, de estatura media, que si calza tacones me pasa, pelo castaño y recogido, ¡cómo olvidar!, manoletinas oscuras, medias a juego, falda ni corta ni larga y jersey de lana color beige, que mostraba discretamente su vientre y las ondas de sus pechos, que nada más verlos se me grabarían en la retina de mis fanales y me harían saber que mi vida los necesitará para sentirme realizado. Preguntéselo a ella por casualidad mas no supo responderme porque acababa de llegar a aquella lindísima ciudad. Conversamos apaciblemente y resultó que era autóctona de Barcelona, estudianta de Publicidad y Comunicación, que terminaba en los seis meses que por allí nos restaban, amante del deporte y, por tanto, no fumaba. Yo, que nunca fui un gran conquistador y muchos menos una inútil imitación del véneto Giacomo Girolamo Casanova, me quedé rápidamente sin palabras y sin más parafernalia, me retiré con la sinceridad y el agrado que esa mujer desprendía. Mis amigos, que no eran tardos, preguntáronme acto a seguir y Francesco, magnífico italiano de impreciso ojear, lo vio venir más claramente de lo que yo hubiera imaginado jamás. No sabía cómo volver a reengancharla, hasta que quisimos fumar lo que yo tenía y recordé que ella no le daba, pero no importaba, sin que ella lo supiera mis razones eran otras y me lancé al doble o nada, para gastar los cartuchos que me quedaban y tentar a la vida. Pedíselo y contestome obviamente que no gastaba. Aproveché, le presenté al italiano y ella nos presentó a Ana, amiga suya de Barcelona que también venía a aquella ciudad, de buen ver y resplandor alegre, quién por casualidades de la vida moraba al lado mía, magnífica excusa para volver a casa con ellas en aquel taxi que pagamos a «medias». Llegado el momento, tras el agrado de conversar, les dije que yo también iba para casa, dejando a mis tres amigos que siguieran surcando las calles en busca de néctar, armonía y consorte. Llegados a la Sede del Partido Socialista, cuya puerta principal sustentaba dos puños cerrado como pomos que siempre me agradaron por su singularidad y las razones que tolera, allá en la plaza central del Barrio del Ratón, hice parar al taxista y bajados del carro, antes de asir por nuestros respectivos medios, les dije de volvernos a ver a lo cual no quisieron oponerse y con lo cual el número de teléfono de Ana obtuve.

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A la mañana a seguir, con Rubén despierto, hombre de carácter leonés, sensato, humilde y cuerdo, que hizo de psiquiatra para tratar la insania de mi cuerpo, y no recuerdo si el vasco, el tercero en discordia de la noche anterior del que aún no había hablado, le hice conocer el resultado de una noche más, mas no cualquiera, de las que tuvimos fortuna de deleitar y a la cual no le supuso más ímpetu que la de todas las otras que ya habíamos conocido, sin poder imaginar ni él ni yo, claro está, lo que se me avecinaba sin opción a parar. Le conté lo hermosa que era, lo que habíamos charlado, lo interesante que era y hasta me atreví a afirmarle que si la volvía a ver sería para siempre. A lo cual me respondió que algún remedio debíamos poner. Pero no fue hasta pasados tres días, cuando me desperté parecía que lo había visualizado, o no sé si soñado, todo a la perfección y me dispuse a poner en marcha mi plan, una vez que mi psiquiatra me había dado el visto bueno, como es de suponer. Llamé a Lorena, otra chica que vivía conmigo, de campos charros, aunque con más pintas de sureña que las mías que ya es decir, y le pedí su teléfono móvil, cosa que odiaba porque yo nunca lo pagaba y siempre se lo robaba para combinar con quienes fueran, para enviar un sms a Ana y proponerles la invitación a una cena que hacíamos en casa, la cual me la había inventado, pues si no venían no habría jolgorio alguno. Me respondió que sí, pero que eran cuatro chicas, que si era un problema, ¡fíjate tú qué problema! a lo que les respondí muy amablemente que donde caben dos caben tres, con lo cual el banquete estaba servido. Pensamos rápidamente en algo que estuviera rico, costara poco y no tuviera mucho trabajo: pizzas al horno, y el brebaje corría a cargo de ellas.

¡Cómo nos pusimos! La cena tal cual la había dibujado, ella tan guapa como recordaba de la primera noche, pero con el pelo suelto y bien peinado, camiseta de rayas rojas y azules, falda a juego y un abrigo azul marino largo que le otorgaba una presencia que hasta el mismo Casanova no hubiera soportado. A eso de la una de la madrugada aún seguíamos en casa charla que te charla y observé que era el momento de proseguir por las calles. El Barrio Alto prácticamente estaba cerrado y bajamos a la zona de bares-discotecas que terminaban por las mañanas con los «afters» y la gente puesta justo como quería. Entramos en una que se llamaba Europa porque éramos cuarenta y entrar gratis. Yo ni me di cuenta, cuando lo quise me vi con la discoteca cerrada, todos habían ido para casa y yo con ella, bajo el puente, charlando y charlando. Fue lo típico que cuentan en esas historias de bonitos amores en las que parece que desde el primer momento se conocían como si criados juntos hubieran estado, mas más exagerado. Coincidimos de tal forma que al ir para casa, justo antes de bajarme en mi parada de Metro, hice lo que nunca había hecho con una chica. Le di mi mano y ella, queriendo resistirse por momentos, la terminó agarrando para venir a aquel cuarto, tras un gran desayuno, en donde no me atreví ni a tocarla en un primer momento y donde terminamos cocinando lo que hoy tengo: en la ciudad de Oporto, visitándola y queriéndola como nunca he hecho.

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