Desperté sobresaltado por el sonido de una explosión. Miré la hora en el móvil: 3.05 AM. Me levanté de la cama y me acerqué a la ventana de la habitación, la abrí de par en par y me quedé un momento mirando a lo lejos. Desde veinte pisos de altura podía ver en el oscuro horizonte los relámpagos. La tormenta estaba cerca. Volví a mirar el móvil y noté que no tenía señal. Por una ley sancionada hacía 10 años, todas las compañías de comunicación móvil debían cortar la emisión de señales desde las seis de la tarde hasta las seis de la mañana del siguiente día, sin excepción. Se decía que era por razones de salud pública o algo así. El calor se intensificaba cada año y desde que se habían prohibido los equipos de aire acondicionado (por otra ley sancionada dentro de las normas de «Leyes Verdes») vivir en la ciudad era un infierno. El único alivio eran las tormentas eléctricas. En minutos se formaban en el horizonte y al producirse los relámpagos, una brisa fresca y húmeda comenzaba a filtrarse entre los calientes edificios de concreto de la ciudad, aunque la lluvia, por motivos que desconozco y nunca me interesó saber, nunca terminaba cayendo en la urbe.
Pero esta noche esa brisa no soplaba. Y la tormenta tenía mayor intensidad que las que se producían de día. Caminé hasta la cama, me acosté e intenté dormir. El calor, los truenos y la rabiosa intensidad de los relámpagos no me dejaron. La impaciencia comenzaba a desplazar mi estado de apacibilidad. Había perdido el sueño, así que me levanté de la cama y me dirigí al escritorio, cogí la tableta, la encendí y vi que la «biblioteca» estaba vacía. Fastidiado, reinicié la tableta. Igual. La «Nube» con todo su contenido solo era accesible a partir de las 6 am, igual que el resto de los sistemas de recepción de señales. Volví a mirar la hora. Eran las 3.30 am. Mi impaciencia iba en aumento. Los soportes rígidos de almacenamiento de datos ya no se utilizaban, estaban prohibidos por la misma ley, por lo que toda la información se guardaba o adquiría a través de la «Gran Nube», solo disponible en los horarios permitidos. El ambiente se espesaba a medida que los relámpagos se producían con mayor frecuencia en el horizonte. Inicié el “Genison” (generador de imagen y sonido) solo para confirmar que no había transmisión. Este dispositivo también se alimentaba de la Gran Nube. Los programas emitidos por cadenas públicas y privadas habían dejado de existir al ser reemplazados por transmisiones enviadas a la Nube por millones de artistas y creativos anónimos a través del planeta, y los informativos quedaron obsoletos cuando miles de personas devenidas en reporteros eventuales enviaban información, filmaciones, entrevistas y todo tipo de material. La Nube alojaba esta información en otro nivel conocido como “Nube Profunda”. Sin darnos cuenta, todo pasó a depender de la Nube Profunda. Nuestra forma de vida, los horarios, nuestras acciones…en todo nos habíamos vuelto dependientes de su contenido, que ordenaba y dictaba nuestra rutina diaria. Caminaba de un lado a otro de la habitación, deteniéndome junto a la ventana para contemplar la actividad eléctrica en el horizonte. Era curioso que hubiera algo que aún estaba fuera del alcance del control humano. La tecnología había permitido al hombre tener todo bajo su mando, al alcance de teclas y botones. O casi todo. Observé los rayos iluminando el cielo nocturno, ramificándose de forma caprichosa a lo largo y ancho del firmamento en finas y extensas raíces eléctricas que buscaban la tierra seca. Otra vez miré la hora. Solo unos minutos más para poder conectarme a la Nube. Volví a concentrarme en mis dispositivos. Comencé a calmarme al ver nuevamente la hora: en cinco minutos serían las seis de la mañana. La Nube entraría en actividad y todo volvería a la normalidad. Coloqué todos los dispositivos sobre la mesa: ordenadores, tabletas, móviles. Incluso activé el Genison para que comenzara a transmitir en cuanto recibiera la señal esperada. Necesitaba volver a sentir que estaba conectado, que no estaba solo. El reloj marcó la hora esperada y sonreí esperando que todos los dispositivos comenzaran a funcionar. Varios minutos pasaron de las seis de la mañana y permanecían igual. La desesperación cayó sobre mí como un gran bloque de cemento, aplastándome, sofocándome. Entré en pánico. Estaba cubierto en sudor, mi corazón latía con fuerza, con temor. Cogí un dispositivo tras otro, presionando frenéticamente sus teclas, pero nada. Los arrojé contra el Genison en un brote de furia, de inseguridad e impotencia. Otra explosión se hizo oír más fuerte que la que me había despertado horas atrás. Corrí a la ventana. Pude ver un remolino de humo gris que subía al cielo. Una tormenta de lluvia como jamás había ocurrido en diez años se desató. Mi cerebro estaba colapsado. No lograba interpretar nada de lo que ocurría. El Genison comenzó a emitir interferencias, sonidos extraños, hasta que se hizo visible una pobre señal. Apareció el rostro de un hombre. Me quedé mirando la pantalla. Era una transmisión débil, no provenía de La Nube. El hombre pronunció un corto mensaje. Un mensaje que desató mis más profundos miedos. Un mensaje que acababa de hacer realidad la más ominosa de mis pesadillas. “-Somos la revolución del Atavus .Esta noche hemos hecho explotar la Nube y la Nube Profunda. A partir de este momento, el hombre ha vuelto a su equilibrio con la naturaleza. A partir de ahora, el hombre ha vuelto a ser libre” -. Mientras oía como el Genison repetía el mensaje del Atavus una y otra vez anunciando un nuevo orden, me paré en la ventana. La lluvia mojaba mi rostro por primera vez en muchos años. Respiré el aroma de la tierra húmeda, miré atrás a mi habitación que había sido hasta ahora mi mundo, mi refugio, mi seguridad, y me di cuenta que todo estaba terminado. “-Así que libre eh?” –me dije en voz alta –mientras mi cuerpo caía al vacío.
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