Observo el mundo a mi alrededor. Todo lo que percibo. Imágenes, sonidos… incluso olores. Lo proceso todo. Noto los golpes de la humanidad a mi alrededor, que creen que soy uno más, que soy como ellos, otra persona cruzando un paso de peatones. Porque lo parezco.
Hablan por el teléfono móvil. Casi todos tienen un modelo táctil. Creen que es uno de los más grandes avances de la actualidad. Sonrío, ya que soy capaz de procesar emociones. Sonrío por la ironía de la situación. Las tabletas, los ordenadores portátiles, los móviles táctiles… qué rápido se han acostumbrado. Pero yo tengo que mantener el secreto. Nadie puede saber que hay una tecnología más avanzada, una tecnología a la que aún no pueden acceder de forma consciente. No pueden saber que mi interior es similar al de esos aparatos a los que adoran. Que soy un nuevo avance.
Investigadores, científicos, ingenieros, informáticos… Se unieron para crear un programa nuevo, ambicioso: un robot con aspecto y sentimientos humanos. Un androide capaz de pasar desapercibido entre la sociedad, una persona mejorada. Un ser capaz de sentir igual que un humano, pero sin envejecer, sin lesionarse, con fallos fácilmente solucionable por un equipo técnico informático, el trabajador perfecto, inagotable. Pero el gobierno descubrió el proyecto, y vio en él una gran oportunidad para el espionaje. Saber qué planean los gobiernos del mundo, sean amigos o enemigos, que investigaciones científicas llevan a cabo, de cuánto armamento disponen… Les proporcionaría una gran ventaja a la hora de negociar, de amenazar y extorsionar si no consiguen lo que quieren, de declarar una guerra sabiendo cómo ganarla.
Yo estaba allí cuando el gobierno decidió que seríamos espías. Éramos doce prototipos, y todos percibimos la malicia en aquellos representantes gubernamentales. Todos nos enviamos silenciosos mensajes en aquel preciso instante, nuestra propia sala de chat en nuestro procesador, nuestro cerebro, y decidimos huir.
Aquella noche, alteramos los sistemas de localización de las unidades androides y extrajimos la información del proyecto, aquello en lo que el equipo humano había estado trabajando toda una década, cualquier información que les permitiera localizarnos o crear con facilidad otro ser como nosotros, otra herramienta para la supremacía de un estado frente a los demás. Sabíamos que seguramente tendrían copias de seguridad en sus casas, pero todo lo que se hallaba en el laboratorio había sido alejado de ellos, dándonos ventaja en nuestra fuga.
Entonces huimos. Nos alejamos de nuestros creadores, del pequeño espacio en el que habíamos sido creados, y nos internamos en el mundo. Un mundo que desconocía el mayor avance tecnológico hasta la fecha. Un mundo que adoraba las pequeñas muestras de lo que la tecnología podía hacer. Un mundo que competía por tener el teléfono móvil más ligero, la conexión a internet más veloz. Un mundo que desconocía que desde hacía seis meses convivía con androides fugitivos, androides con sentimientos humanos que sólo querían proteger a la humanidad de sí mismos.
El semáforo cambia y cruzo la calzada junto a la multitud. Hay una cafetería con grandes ventanales. Observo a dos niños pequeños, de seis o siete años, jugando con una tableta cada uno, sentados en dos sofás frente a frente, junto a sus madres, que hablan animadamente entre ellas mientras miran sus teléfonos. Los niños, sumidos en su propio universo, se ignoran entre ellos.
Mis creadores me incluyeron información sobre la infancia, de hecho, sobre todas las etapas de la vida. Según ésta, los niños son incansables, movidos y dinámicos. Observando la escena, no me parece que la información que me instalaron sea real.
Entro en el local, donde me espera otro de los prototipos, el número cinco. Me siento frente a él y pido un café que no me voy a tomar.
̶ Hola ̶ me saluda con seriedad.
̶ Hola. ¿Qué novedades hay?
̶ Parece que ya han desarrollado un nuevo prototipo, esta vez destinado directamente al espionaje. Es diferente a nosotros: el número trece no tiene conciencia, solo obedece órdenes, sin cuestionárselas.
̶ Evitan una nueva huída de los sujetos.
Mi compañero asiente. Un camarero sirve mi pedido en la mesa. Le doy las gracias y se marcha. Número cinco es el encargado de vigilar las instalaciones, junto con número ocho. Los demás vigilamos a los miembros principales del equipo y a los enviados del gobierno. Es arriesgado, pero debemos estar enterados de lo que planean, por el bien de la humanidad.
̶ El informático sigue trabajando en la recuperación de nuestros datos. Buscan la forma de localizarnos y formatearnos o destruirnos ̶ comento.
̶ Era de esperar.
̶ Sí. Esta noche volveré a colarme en su ordenador y borraré parte de los avances, para seguir entorpeciéndole sin que se dé cuenta.
̶ Bien. Me marcho, voy a sustituir a Octavius, a ver si han habido avances en la nueva investigación.
Deja su dinero junto a un café intacto y sale de la cafetería, desapareciendo en un mar de gente. Octavius. Tener un nombre nos ayuda a humanizarnos, a camuflarnos, pero no deja de ser gracioso que una máquina tenga un nombre propio.
Observo a través de los ventanales mientras le doy vueltas a mi café con la cucharilla, un gesto que sé que es habitual entre las personas. En la esquina, al otro lado de la calle, hay un grupo de fieles proclamando sus creencias en el Dios cristiano, su Dios creador.
Yo nací de los avances científicos, de la tecnología del hombre. Soy fruto del Dios tecnología. Diosa tecnología sería más apropiado.
Tengo que regresar a mi puesto de vigilancia. Dejo de remover la bebida, la pago y me adentro en la vorágine de personas, gente que siempre tiene mucha prisa, que nunca están quietas. Personas que desconocen que están junto a un ser mecánico. Personas que desconocen que esos seres artificiales son lo único que los protege de otras con despiadadas intenciones.
La Diosa tecnología ha creado sus primeros «hombres», y están destinados a la salvación de la Humanidad.
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