Este Dios, como todos los Dioses, o lo mantienes a raya o te hace su esclava.
Cuando creía que no volvería a saber de alguien, que fue muy importante en el escenario del teatro de mi pasado, me sorprendí un día con que las redes sociales nos habían reencontrado en su fantástico plató virtual.
En contrapartida, cuando creía que más cerca estaba de la persona más importante de mi presente (en espacio, distancia, y tiempo) me di cuenta que la dimensión en que nos movíamos tenía teclados diferentes, pantallas diferentes e interlocutores distintos. Es extraño este Dios, que nos une en la distancia, donde no podemos ni tocarnos, ni olernos, ni mirarnos. Y en cambio, nos separa en la cercanía, donde estamos disponibles en todos los sentidos. Creando un abismo en la comunicación verbal, espiritual y hasta física (que es tan necesaria, para la perpetuación de nuestra especie).
Es cómodo sentirse guapa por el mero hecho de lucir una fotografía de perfil de aquella vez que te maquillaste y arreglaste para salir (hace año y medio). Cuando en realidad estás en camiseta de interior, con el pelo alborotado y los pantalones del chándal remetidos en los calcetines.
Es bonito sentirse adorable y comprensiva cuando estás lejos y las responsabilidades se resumen a tres cuartos de hora de tecleo, con unos rosados iconos de corazón, para un remate cargado de emoción.
Es mucho más trabajoso mostrarse hermosa, tener buen talante y disponibilidad para con quién convives. Ya que la foto del perfil en la vida real fue una sonrisa efímera, que duró lo que tardó en saltar el flash y deslumbrarte, quedándote ciega perdida (y seguro de mal humor).
Por otro lado está ese otro fenómeno social antisocial, en el que te convocan, y te mantienen al tanto de las novedades que te rodean, pero al que no accedes si no estás a la última, y cargada como una burra, con un aparato último modelo, y delicadísimo que necesita una funda especial. El cuál no termina de ser actual jamás, ya que cuando tú lo compraste lo estaban descatalogando en E.E.U.U. Y vuelta a empezar.
No logro acercarme a esta forma de vida. Simplemente porque mi móvil, sigue siendo móvil, sin pantalla táctil, ni juegos, ni vídeos, ni cámara de fotografía, ni navegador… Ligero de llevar, eso sí y muy importante: teléfono, por si me quedo las luces del coche encendidas y tengo que avisar porque la batería se ha molestado por ese detalle, y ahora no me permite volver a casa.
Tengo que asumir y asumo que me estoy quedando obsoleta. A lo último que jugué fue al te-tris. Mando las fotos por correo electrónico (que tampoco está tan mal). Sólo utilizo la tecnología en la intimidad y tranquilidad de mi sofá, conectada desde un portátil que ya no lo es (porque tiene que estar siempre enchufado). Y no estoy actualizada en los cotilleos de mi pueblo porque no tengo whatsapp.
Me da tanto miedo este Dios como cualquier otro. Pero me doy más miedo yo misma inmersa en esta sociedad paralela.
Donde lo real no lo es, ni podrá serlo nunca. Porque cuando pasa a serlo se desplaza a ese primer plano del que huimos, con tanta necesidad. Para escondernos de nosotros mismos, y de camino engañar a quién seguro nos engaña desde el otro lado.
Al más puro estilo de una vida social real. Con un Dios particular al que adorar, como cualquier sociedad real.
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