El verano estaba a punto de despedirse, era su segunda cita después de conocerse por internet, la sala del museo estaba vacía, solos los dos, de repente se apagaron las luces y empezaron a proyectarse imágenes sobre las paredes blancas, sentados en un banco, mientras contemplaban el video, la piel de su brazo desnudo rozó con su camisa de cuadros, fue entonces cuando surgió la magia, la química empezó a formular a borbotones y el, supo que ella, era su piedra angular. Pensó, si no fuera porque había sido en el Museo Diocesano, que era una experiencia religiosa.

Y así pasaron el resto de la visita «envueltos en un cierto halo divino», conversación, intercambio de conocimientos, miradas, roces de piel…

Se dio cuenta hasta una virgen gótica, bellísima, que les seguía con el rabillo del ojo desde su vitrina de cristal.

Esa misma virgen, para no perderse detalle de la  relación que empezaba a germinar, eligió quedarse impresa para siempre en la entrada de papel del Museo Diocesano, y cada mañana desde la estantería del salón, donde fue depositada como recuerdo, ejerce de guardiana de esa historia de amor, que surgió a través de las redes sociales y se hizo humana.

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