«En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas» (Jn. 1:1-3).

Si. En el principio era el verbo. En el principio Dios creó el  verbo, y después la luz, los mares, las estrellas y todo lo demás. Y pasados seis días de duro trabajo, descansó. Aunque todo esto ya lo sabíais ¿verdad?.

No recuerdo en que momento de la historia Dios decide insuflarnos vida, pero de repente ahí estamos. Nosotros. El ser humano.

Pasa el tiempo. Lentamente avanzamos. Nos caemos para volver  a levantarnos. Aprendemos algunas lecciones dolorosas; olvidamos otras importantes. Nos matamos entre nosotros sin compasión, llenando de sangre y pena nuestra tierra. Somos lobos. En verdad creamos también cosas hermosas; la música, la poesía, la filosofía…todas las artes hablan de nuestra virtud. Nos amamos. El hombre. Esa pequeña mota de polvo en un pequeño planeta azul pálido.

Y un buen día, uno entre muchos, uno de nosotros crea lo que se conoce como el gran salto; da paso a la nueva era de la información. Aprehendemos a interpretar el mundo de otra forma. Lo inmediato se convierte en la norma. Todo es posible. Todo está a nuestro alcance. A esto se le llama internet. Y crece, crece y crece.

Más adelante alguien  piensa – acertadamente – que cada vez existe más información, pero se hace necesario un método de localizarla. Se crean los buscadores. Ahora, simplemente con introducir un término de búsqueda en nuestras computadoras, obtenemos una hermosa lista de todas aquellas páginas, vídeos, fotos o cualquier documento relacionado. Así que un campesino de Iowa puede llegar a ver, a conocer…casi a tocar una especialidad de semilla de trigo cultivado en un lejano país de oriente. Y esto, en verdad os digo, es bueno. La vida es fácil. Y durante algún tiempo el hombre prospera con la realidad de un presente prometedor y la posibilidad de un futuro ilimitado.

Nadie sabe cómo, pero un día, un día como otro cualquiera…todo termina. ¿Tormentas solares?, ¿alteraciones magnéticas? ¿experimentos?, ¿extraterrestres?…nadie lo sabe y con franqueza os digo que poco importa ya la razón…pero lo cierto es que todo acaba y esa pequeña mota de polvo que es el hombre no volverá a conocer un época de deslumbrante evolución como esta.

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Javier tenía prisa esa mañana. En realidad siempre tenía prisa. Las viejas costumbres y los malos hábitos. Acostarse tarde con la promesa de enmendarse. Retrasar las entregas de sus trabajos. Salir de casa apenas con un café. Y por supuesto, llegar tarde a todas partes.

En esto pensaba Javier aquella mañana lluviosa de marzo mientras se vestía para ir a trabajar. En el dolor de cabeza que le venía molestando desde la noche anterior. En lo que todavía le faltaba para acabar el proyecto y en las pocas ganas de hacerlo. Pensaba en su novia, Julia, harta ya de su caótica vida. Y en Gabriel, su jefe. Y en la mala cara que pondría al verle llegar tarde un día más. Otro día más. Se decía también que no pasaba nada por un día más. A partir de mañana trataría de ordenarse un poco. Y de golpe recordó que no sabía la dirección del cliente al que debía acudir antes de pasar por la oficina. Estaba cerca eso seguro. Y los más probable era que tomase el metro para llegar y dejase la moto en el garaje. En días de lluvia era mejor no coger la moto; bien lo podía atestiguar la cicatriz que recorría su pierna izquierda, fruto de un suelo traidor y de las prisas.

Dejó el humeante café en el mármol de la cocina y encendió su portátil con su huella dactilar. El familiar logotipo de su equipo iluminó la pantalla  durante unos segundos y acto seguido Javier dijo en voz alta:

–  Callejero, Barcelona. Calle Ginebra de la Victoria, 451 por favor. Estaciones de metro y autobús cercanas.

Javier se dirigió a su dormitorio a por una corbata mientras esperaba que el callejero digital emitiera su respuesta con aquella voz tan sensual que había configurado y que tan poco agradaba a Julia. Sorprendido, fue consciente que el callejero no había contestado todavía y pensó que tal vez no lo había escuchado. Estaba a punto de volver al salón, cuando la voz emitió por fin un mensaje, aunque no el que esperaba:

–  Sin datos disponibles Javier. No accedo a la base de datos. Error redundante…

Extrañado, Javier comprobó la conexión. Todo era correcto. Pero era cómo si la línea hubiera enmudecido. Probó de nuevo, esta vez tecleando la dirección. Obtuvo el mismo resultado. Consultó su reloj. Tenía que irse. Ya consultaría la dirección con el móvil, o desde las estaciones de red del metro, o desde cualquier puesto de la calle.

Recogió su portátil y el pendrive que contenía la última versión del proyecto en el que estaba trabajando. Se puso la chaqueta y decidió,  en el último momento, que iría en moto.

Javier acertó en esto último. No podía saber que el metro, controlado por sistemas telemáticos, había dejado de funcionar en el mismo momento que su conexión a la red había muerto. No revisó su teléfono móvil. Tenía demasiada prisa. Por eso no supo que el mundo había cambiado para siempre. No podía saber que tras las puertas de todos los apartamentos de su edificio, las personas como él probaban a conectarse sin éxito. Y los buscadores no podían encontrar nada de lo que pedían los cada vez más nerviosos usuarios. Todo había cambiado. Y de nuevo, en el principio, fue el verbo.

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