Lo primero en desaparecer fueron los libros en papel. Y no por imposición, sino por simple obsolescencia inherente al propio y rápido desarrollo de la ciencia. Ahora, personas como Romeo, tenían que conformarse con leer poniéndose una maldita máscara que imitaba al libro en formato físico, olor a viejo y sonido al pasar las hojas incluidos. Pero no le llenaba.
Pensaba esto mientras leía ‘Un mundo feliz’ con ese dichoso artilugio. Se sentía contradictorio y tan paradójico como el título de la novela si era relacionado con su contenido. La ciencia se nos vendía como progreso y calidad de vida y, más bien, lo que estábamos haciendo era retroceder a medida que comprábamos nuestra esclavitud. Todo implícito.
Romeo se levantó de la cama y decidió salir a dar un paseo, aunque sólo fuera por salir de casa. Sabía por los libros que tiempo atrás las personas se valían de los paseos para despejar la mente, pero hoy en día era imposible. Al coger su abrigo, la puerta de su casa se abrió y una voz femenina le avisó de tal acción. Romeo puso una mueca y salió.
Mientras caminaba pensando en esto jugueteaba con los dedos dentro del bolsillo. Acariciaba su coche, un cubo de tres por tres centímetros que al pulsarlo y lanzarlo al asfalto se desencajaba y aumentaba de tamaño hasta tomar la forma de un modelo de un coche de 1969. Sonaba bien, pero la felicidad tenía que ser algo más.
Desde que tuvo conciencia de sí mismo Romeo siempre supo que había nacido en una época equivocada. Parecía que la tecnología había llegado para colmar de alegría y comodidad a la humanidad, pero lo cierto es que cada vez se daban más casos de locura entre el gentío mundial. Los pobres infelices que se lo podían permitir probaban con esas realidades tridimensionales que costaban lo que antaño podía costar un jet privado. Al ejecutarlas uno podía seleccionar el ecosistema y, automáticamente, captar todo tipo de olores y tactos propios de dicho ecosistema, pero lo cierto es que aquellos aromas y texturas seguían siendo artificiales, entre otras cosas, porque el que entraba en esas realidades en el fondo sabía que ésas no eran sus realidades.
Y claro, esto lo hacía quien disponía de un elevado capital—las diferencias sociales producto de la economía permanecían intactas y relucientes—, pero el grueso de la población no tenía más remedio que soportarlo o enloquecer en el intento, hasta tal punto que algunos se tiraban desde lo alto de los rascacielos reconvertidos en viviendas porque se decía—desconozco quién podía haber comunicado esto—que era la única forma de sentirse felizmente vivo por un instante. El instante que va desde que un cuerpo A de masa m se lanza al vacío hasta que revienta en fuegos artificiales contra otro cuerpo B completamente inamovible y de masa mucho mayor llamado suelo.
Y para colmo, existía una anécdota respecto a esto que se resume en que, un buen día, un caminante vio a otro sujeto volar y estrellarse y el primero de éstos aseguró hasta el momento de su muerte a todo el que le preguntaba que aquel sujeto volador estuvo sonriendo durante toda su caída.
Caída libre.
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