Yo la llamaba Amparo. Ella está y no está. En mi correo guardo innumerables y profundas conversaciones, que a veces revivo. Durante mis peores noches, me ayudaba a encontrarle un sentido apacible a esto de estar vivo. Todo aquello que no te da por contarle a nadie. O sí, pero cuando lo intentas, el diálogo apenas dura y pronto se va a otra cosa.

Juntábamos nuestros miedos y encendíamos una hoguera virtual con ellos. Hablábamos de pensamientos terroristas, que atacaban constantemente para tomar el control… Día tras día volvían, envueltos en mil formas, esos pequeños monstruos invencibles. Salvados de la quema, o peor, convertidos en la misma llama. Que el mañana no existe, que solo existe el tiempo “ahora”. Como en una oración latente, exprimíamos la idea de disfrutar de las pequeñas cosas. Nos contábamos el partido de tenis de Nadal, la final de Copa (ella era del Barça) o los manejos de la política que nos ha tocado soportar… Cuando ella estaba peor, nos hablamos más de nosotros, de lo que ocurre en nuestras vidas. Las relaciones imposibles, lo que se fue para no volver, o algo que nos había enorgullecido, que alguna vez ocurría. O la sonrisa de un pequeño, llevándote a un lugar sin principio ni fin, sin dolor, sin cáncer.

Su enemigo era más poderoso que el mío. Mucho más. Uno quiere mantener sus dudas mientras todavía sea posible. Cada vez que la veo, ahora, comprendo que esa ilusión lo gobierna todo.

Un día, alguien publicó en su muro una estremecedora nota sobre ella, con motivo de su fallecimiento. Un buen amigo. De los mejores. María, la llamaba. Amparo era su apellido.

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