No puedo remediar que me haga mucha gracia verle tan indignado, peleándose con los cables que le monitorizan el corazón y con el fino tubo que le conecta a una bolsa envuelta en papel de aluminio que parece un bocadillo de jamón casero. Intenta alcanzar la bolsa de plástico del hospital que está a los pies de su cama porque el teléfono no hace más que sonar como una carraca. Cuando mi madre falleció y me entregaron sus pertenencias en una bolsa igual pensé que los gerentes de los hospitales en realidad son unos filósofos, unos poetas, unos artistas del realismo sucio. No nos ungen mientras bisbisean “memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris” como los Maristas en los martes de ceniza en blanco y negro de mi infancia, sino que, con un simple gesto,  nos dejan claro que somos basura desde el momento en que entramos en un hospital, un saco de fluidos y cañerías defectuosas, sin nombre ni apellido, sin derecho al usted.

Giro la cabeza. No quiero contestar más preguntas de la asistente social. En el box de al lado, en el Saint Gregory como llamaba mi madre al Hospital Gregorio Marañón, continua Fernando descorbatado y quejándose a voz en cuello. Me mira buscando compartir la queja conmigo pero desiste. Noto en su mirada que soy de las personas que no cuentan, ni en general, ni como aliado en una revuelta en las urgencias de un hospital público.

Fernando sigue alterado y descalzo. No me gusta que me descalcen, me siento inerme y acorralado, me cortan la huida. Solía soñar que salía con los pies desnudos a la calle y recuerdo estos sueños como verdaderas pesadillas de frío y desesperada búsqueda de algo con qué calzarme. Como cuando te meas en sueños y sólo hay váteres sucios o gente mirándote en cuartos de baños sin paredes.

Viene la doctora y sigo sin hablar. Me mira la herida con preocupación. Me importa poco, estoy demasiado entretenido viendo la batalla de Fernando por que le hagan caso y le den de alta, para que le devuelvan sus cosas, para que le devuelvan su importancia. La verdad es que no le recordaba tan impertinente; debe ser que una Blackberry y unos trajes a medida hacen que mutes en forma de capullo.

Su chaqueta de alpaca se arruga inexorablemente en la bolsa del hospital y por mucho que se gire como un pez fuera del agua intentando enganchar a un médico al vuelo, estos le hacen poco caso.

–  ¡Joder con el pijo ese del box 2! – comenta una enfermera a mi lado mientras se fuma un pitillo de extranjis con un celador en miniatura- No ha hecho más que dar por saco desde que ha llegado. Que si “no me puedo quedar”, que si “tengo obligaciones importantes que atender”, que si “haga usté el favor de darme el móvil”… Debería darnos las gracias. Ha llegado más pallá que pacá, había hecho un infarto morrocotudo. Pero mírale ahora, no calla. Si por mi fuera le daba su móvil y una patada en el culo de camino a su casa.

–  ¡Dásela!

–  Anda que no me gustaría, pero parece que tiene enchufe. Ha llamado el gerente y ha dicho que “tratamiento VIP”. Además, sólo nos faltaba que nos denunciase después de la vara que está dando toda la noche.

–  Pues no le estáis haciendo ni puto caso.

–  Que baje el gerente si quiere darle el tratamiento ese. Con maleducados no me esmero.

–  ¿Y ese? – dice el celador señalándome con un gesto de cabeza –  Anda que no tiene mierda ¿Qué le ha pasado?

–  Lo han traído los municipales. Corte inciso-contuso en la ingle con afectación de la femoral. Les ha dejado la tapicería fina. Parece que se ha cortado con los cristales de la puerta de una mercería en la calle Toledo. No ha dicho ni mú desde que ha llegado. Sólo gruñe si intentas quitarle el libro.

Mientras se alejan de camino a la máquina del café intento incorporarme. Enfrente un tipo esposado a la camilla espera escoltado por un policía a que el quirofanito se quede libre y le pasen a suturar una herida que le ha dejado el globo ocular al pairo. No me encuentro bien. La camilla es un pantalán inestable. Tengo la boca seca y no me dejan beber agua. Un vaso de cristal grueso, agua fría pero no helada, y una cama caliente y blanda son los mayores lujos que un hombre pueda desear.  Si algo echo de menos en la calle, en el albergue, es eso. Y que no te dejen dejarte morir en paz.

La vía del brazo izquierdo de Fernando salta y comienza a sangrar profusamente. Antes de que le dé tiempo a pedir ayuda, la enfermera del pitillo le tumba con contundencia:

–  Mira, Fernando, no tengo tiempo de estar viniendo cada cinco minutos a ver qué quieres, limpiar este zafarrancho y colocarte la vía. Así que te vas a estar quietecito y vas a esperar a que la doctora te de los resultados y decida si te subimos a la UVI o te pasamos a planta.

–  Si no le importa, Don Fernando y de usted.

La enfermera, ignorando el comentario, le recoloca la vía con precisión y le inyecta algo en la grifería de plástico, esa que te endosan según entras por la puerta de urgencias. Tira los guantes de látex con decisión mientras Fernando empieza a babear por efecto del analgésico. Pasará la noche en este limbo de las urgencias como yo. Pide a la enfermera que le acerque el Sagrado Corazón que le regaló su madre el día de que hicimos la primera comunión. Por primera vez, desde que ha llegado, ha dicho “por favor”.

 

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus