Negro. Me gustaría poder sudar en negro. Librarme de estas gotas que recorren con transparencia mi frente. Nada debería desafiar el riguroso luto que me he impuesto. No hoy.
Aparto con rabia los chorretones de sudor y lágrimas de mi cara. Mañana pintaré las paredes de la habitación en negro, me digo. Negro charol. Brillante y pulcro, como la punta de los zapatos y el traje con el que han disfrazado a Dani antes de meterlo en su ataúd. No he querido verlo.
Bueno al principio sí. Pero no me han dejado. No quería verlo. Llevaba traje y castellanos oprimiéndole los pies. Unos zapatos con los que él no habría sabido correr alcachofa en mano y veneno en la lengua, listo para disparar preguntas.
Una camisa con la que no podría mover los brazos con soltura e indicar al cámara qué ángulo le gustaba más para la entrevista.
Pero daba igual, porque no había querido verlo. No así.
El calor me marea. Me quito el vaquero y la camiseta de tirantes negra. Los arrojó al suelo y me quedo frente al espejo en bragas y sujetador. Observo hipnotizada mi piel demasiado blanca para el encaje carbón que la cubre escuetamente.
Abro el cajón de la mesilla y lo revuelvo buscando Dios sabe qué. No, no tengo el bote de pastillas que suele aparecer en momentos dramáticos en las pelis americanas. Al menos, no aquí.
En su defecto, un vibrador sin pilas, una goma del pelo y rímel. Negro.
El termómetro debe marcar más de 38 grados. Ya no tengo aire acondicionado, lo destrocé una noche con un martillo.Hace dos semanas.
Vuelvo a mirarme en el espejo y aplico varias capas de rimmel. Lentamente, peinando cada pestaña y sin preocuparme de la mirada grumosa que se está dibujando en mi cara. Al menos, ahora, sí puedo llorar en negro.
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