Había estado columpiándose en el parque infantil. Ahora, sin embargo, se dedicaba a dibujar y hacer surcos en la arena con el pie, mientras se enjugaba las últimas lágrimas. Últimamente lloraba constantemente.

Iba muy a menudo a ese parque, sobre todo cuando le apetecía estar sola. Había acudido allí esa misma mañana, bajo un manto gris que anunciaba tormenta. Quizá ese era el motivo por el que no había nadie. Ese y por supuesto, el frío repentino de esa semana santa.

No había pensado acudir a ese parque por la tarde, pero aquella espera se le estaba haciendo insoportable. Necesitaba respuestas, y en su casa no las obtendría.

Cogió su móvil. Llamando…

Después de esperar tres tonos, por fin contestó. No. Acababan de colgar el teléfono por tercera vez aquel día. Se echó a llorar nuevamente. Volvió a marcar su número; se le apagó el móvil. Se había quedado sin batería.

Unas gotas diminutas le mojaron el rostro. Estaba chispeando. Se levantó con desgana del columpio; había llegado el momento de irse.

Una joven pareja caminaba a unos tres metros de distancia, cogidos de la mano y cruzándose con ella, perdiéndose en la lejanía.

1

Tras la pequeña tregua del cielo, ahora volvían a caer unas pocas gotas, pero parecía que iba amainando paulatinamente. Con suerte, llegaría a su casa antes de que lloviese de verdad y sin haberse mojado apenas.

Un cachorro de dálmata había ido corriendo hacia ella, ladrando y moviendo la cola, como si la conociese desde hacía tiempo. Ella se había agachado para acariciarlo y hacerle carantoñas, mientras su dueño se acercaba parsimoniosamente hacia los dos.

–  Lo siento, cada vez que le dejo suelto se pone a correr como un loco. Espero que no te haya molestado.

–  No, nada de eso. Es tan bonito…

El joven la observó un momento con cara de preocupación. Le puso una mano en el hombro y se agachó para ver su cara más de cerca, con cautela.

–  ¿Estás bien?

–  Sí, ¿por qué no iba a estarlo?

–  Es que tienes los ojos rojos. Parece que has estado llorando.

–  No es asunto tuyo

–  Perdona, no quería molestarte, es sólo que no me gusta ver a una chica tan guapa llorando, pero ya sé que no es asunto mío. Lo siento.

La chica sonrió tímidamente y asintió con la cabeza.

–  No sabía que tuvieses un perro – dijo mientras se agachaba para acariciarlo.

–  Lo tengo desde hace poco.

–  ¿Cómo se llama?

–  Pongo

–  ¿Pongo? ¿Cómo la película de Disney? – la joven soltó una carcajada, divertida – ¿No eres un poco mayor para llamar a tu perro igual que una película de dibujos animados?

–  Es el perro de mi hermana pequeña. Es su película favorita. Tiene 8 años y no puede ir ella sola a sacar al perro. Las calles son peligrosas, y más a estas horas– dijo el joven sonriendo cándidamente.

Arrodillada, la chica se quedó contemplando al perro como hipnotizada, mientras le acariciaba detrás de las orejas. Una sonrisa asomaba a sus labios. Por un momento se había olvidado del motivo por el que había estado llorando hacía un rato.

–  Hola, chiquitín, ¿qué pasa? Eres un perro muy bonito, ¿Lo sabías? – le susurró mientras le acariciaba.

Cuando miró hacia arriba nuevamente, el joven llevaba una gran rama entre las manos, y un intenso dolor estalló en su cabeza y se apoderó de ella por completo.

Era como si un latigazo hubiese recorrido  su cabeza, desde la mejilla derecha hasta el cuero cabelludo. Dos dientes ensangrentados escaparon de su boca. Inmediatamente se llevó la mano a la cabeza, mientras escuchaba durante unos pocos segundos antes de perder el conocimiento los ladridos del perro, y sentía como éste lamía su cara.

2

No sabía cuánto tiempo había pasado; por un momento ni siquiera fue capaz de recordar donde se encontraba, hasta que el intenso dolor de cabeza y la sangre que manaba de la herida le recordaron lo que había pasado. Estaba tendida en el suelo, fuera del camino de gravilla por el que había estado caminando hacía un rato; intentó incorporarse pero la cabeza le daba vueltas, y decidió volver a tumbarse.

Escuchó unos pasos cercanos y un perro ladrando. Haciendo caso omiso a su dolor de cabeza, se levantó rápidamente mientras hacía un gran esfuerzo por no perder el equilibrio, esfuerzo que no estaba dando sus frutos, ya que se estaba tambaleando. Le vio acercarse otra vez hacia ella, con el perro correteando alegremente a sus pies. Aunque veía borroso, podía apreciar un gesto de suficiencia en su rostro, una sonrisa que no se parecía en absoluto a la que había mostrado cuando había hablado del perro de su hermana. Aquella sonrisa era una sonrisa perversa. Sus ojos eran una máscara impenetrable en aquel momento.

Le había resultado un chico atractivo. A decir verdad, era un chico muy guapo, pero ahora la frialdad que se reflejaba en el rostro había hecho perder por completo todo tipo de encanto.

De repente, algo más doloroso que el propio dolor de cabeza afloró en su mente con una fuerza arrolladora, y supo que ese pensamiento era cierto: ella le había visto la cara, y él la había golpeado.

Me va a matar. Corre. ¡Corre!

Repentinamente, su mente se aclaró, y el golpe de la cabeza pareció quedarse atrás, como impulsado por la pequeña brisa que hacía esa noche. Salió corriendo como si de ello dependiese su vida, porque era eso exactamente de lo que se trataba. Todos sus sentidos se agudizaron mientras unas fuerzas renovadas surgieron de sus entrañas.

Cogía todo el aire que le cabía en sus pulmones, mientras seguía corriendo, escuchando los ladridos del perro y los pasos del hombre a su espalda, bajo la hojarasca mojada, provocando que el sonido de sus pisadas se multiplicase. Los crujidos eran cada vez más intensos.

Corre. Corre. Corre. Más deprisa, por favor, corre.

El esfuerzo pronto comenzó a hacer mella en ella, y su flato se intensificaba con cada zancada, impidiéndole respirar. Escuchó una risa estridente, fría como el hielo, a su espalda, como si hubiese sido amplificada a través de un megáfono.

Decidió salir del camino de gravilla por el que había estado corriendo e internarse en la linde del bosque. Aunque era bastante grande y no estaba segura de contar con la energía suficiente, si conseguía cruzar el bosque se toparía con la carretera, y con un poco de suerte, con algún conductor que pudiese socorrerla.

Tropezó con una raíz que sobresalía del suelo. Se incorporó rápidamente y siguió corriendo, pero ya no podía más, por lo que paró, intentando recuperar el resuello, mientras se llevaba una mano al costado. No podría seguir corriendo mucho más tiempo, y para colmo, su visión había vuelto a nublarse.

Parpadeó varias veces seguidas, intentando de este modo acabar con la nube que ensombrecía su visión. Nada.

Ahora el bosque caía en pendiente, por lo que la chica comenzó a bajar apresuradamente. Escuchó de nuevo los ladridos del perro, y una risa. Había intentado acallar el pánico que la abrumaba, pero había sido completamente en vano.

No pares. Sigue corriendo, tu puedes… vamos. Corre. Corre. Corre.

Acongojada, corrió a través de la pendiente, pero tropezó otra vez y bajó rodando varios metros, golpeándose con las piedras y las ramas del suelo. Un intenso dolor sacudió su rodilla al golpearse con un árbol. Se levantó, pero la pierna flaqueó y cayó nuevamente. En su esfuerzo por no gritar, se mordió el labio inferior tan fuerte que se hizo sangre.

Finalmente, logró ponerse en pie. Cojeando ostensiblemente, siguió corriendo mientras se llevaba la mano a la rodilla herida.

Esto no me puede estar pasando a mí. Es imposible. Tiene que ser una pesadilla. ¡Despiértate ya! Seguro que estoy soñando, pero la rodilla me duele tanto… no puedo más…

Se golpeó contra un árbol, cayendo nuevamente al suelo.

Levántate, vamos. Corre. Sí que puedes, vamos… sólo estás a quince minutos de casa… por favor, corre… Sólo quince minutos. ¡Quince minutos!

Se incorporó por tercera vez. A causa del dolor, la fatiga, y la angustia, las lágrimas empañaban su visión ya de por sí borrosa.

Una piedra afilada se le clavó en el pie. En algún momento de su alocada huida había perdido la zapatilla. No pudo contener un breve aullido de dolor. Siguió corriendo lo más deprisa que pudo, pero cada vez le resultaba más difícil. Cojeaba y arrastraba la pierna alternativamente, mientras seguía sujetándose la rodilla con una mano. Un nuevo dolor, el del pie, se sumaba a los anteriores.

Quiso gritar pidiendo socorro, pero pensó que eso delataría su posición. Veía la carretera del otro lado del bosque. Un deje de esperanza afloró en su mente, aunque todavía le quedaba un largo trecho para llegar allí, todo en pendiente.

Respiraba con dificultad, y pensaba que el dolor de la cabeza, el de la rodilla y el del pie acabarían con ella, pero aun así, no cejó en su empeño, y continuó su camino hacia la carretera, aunque más despacio que antes.

Tenía el pelo impregnado con la sangre que le resbalaba por su mejilla derecha, y una astilla clavada.

No sabía qué heridas tenía, al menos no todas. Sólo sabía que le dolía todo, pero al mismo tiempo debía superar el dolor para escapar de allí. Todavía no sabía muy bien qué había pasado; cómo había pasado de estar hablando con alguien acerca de su perro a intentar huir de esa persona, que le había golpeado.

Oía de fondo los ladridos del dálmata. Estaba a punto de perder el conocimiento. Iba caminado sujetándose la rodilla como si fuese a desmontarse en cualquier momento.

Sólo le quedaba bajar una pequeña pendiente más pronunciada que la anterior y desierta de árboles para llegar a la carretera, cuando vio un coche circulando por ella. Levantó la mano izquierda para llamar su atención y gritó “socorro” con todas sus fuerzas, pero de su garganta sólo salió un leve susurro, mientras veía el coche continuando su camino por la carretera, sin aminorar la marcha.

Por favor, ayuda. No te vayas, por favor, no… no me hagas esto…

Los ladridos del perro sonaron justo detrás de ella, seguido por una risa estridente, la misma que había estado escuchando en su huida como en eco.

No puedo más. Voy a morir, no quiero morir, por favor, no… no puede ser… me duele…

Seguía mirando hacia la carretera, ahora ya vacía. Las lágrimas volvieron a aflorar a sus ojos, resbalando por las mejillas hasta su barbilla. Sabía que la única oportunidad que le quedaba de salir de esa situación con vida se había esfumado por aquella estúpida carretera; ahora estaba a merced de un loco.

Se dio la vuelta todo lo deprisa que le permitía su rodilla, y su mirada se topó con la de aquel hombre. Su expresión se había vuelto fría como el hielo, y la dulzura con la que había hablado del perro se había volatilizado por completo. Una sonrisa asomaba a sus labios.

La joven se desplomó en el suelo, extenuada e incapaz de sostenerse en pie por más tiempo, mientras se echaba a llorar desconsoladamente, incapaz de hacer otra cosa.

–  Por favor, deja que me vaya; no se lo diré a nadie, lo juro – imploró la joven.

Debido a la hinchazón que había comenzado a aflorar en la mejilla, a la pérdida de los dos dientes y al llanto, no era capaz de pronunciar correctamente. No sabía si aquella era realmente su voz o era la de una desconocida.

El hombre soltó una carcajada.

–  Por supuesto que no dirás nada, cariño – dijo mientras caminaba lentamente hacia ella.

–  ¿Por qué…?

Él la echó hacia atrás con un toque suave en la cabeza, hasta que la muchacha quedó tumbada boca arriba.

–  ¿Por qué te estoy haciendo esto? ¿Es eso?

La muchacha seguía llorando desconsoladamente. Sostenía las manos del joven entre las suyas, en un vano intento por conseguir que se apiadase de ella. Él las besó con dulzura.

–  Porque eres tan guapa… oh, sí, ya lo creo… incluso cubierta de sangre  eres condenadamente guapa – afirmó mientras le acariciaba la frente tiernamente con el dorso de la mano.

Tenían las cabezas tan juntas que sus narices prácticamente se estaban rozando, y sentía su aliento junto a su cara.

El cachorro lamía la sangre que corría por su mejilla mientras movía la cola amistosamente. Ella, sin embargo, movía la cabeza de un lado a otro para que el perro se apartase y dejase de lamer la herida.

–  ¿Qué quieres de mí? – preguntó la joven desesperada.

–  Oh… lo quiero todo de ti, pequeña. Absolutamente todo.

Las manos de aquel hombre musculoso la alzaron en el aire, y se adentraron de nuevo en el bosque, alejándose de la carretera por la que había transitado aquel coche hacía tan sólo unos pocos minutos. Eliminando cualquier resquicio de esperanza,  la joven se rindió a su profundo sopor, deseando que al menos aquel suplicio durase poco.

 3

El pelo rubio le caía en cascada tapando prácticamente su cara. Estaba enmarañado, cubierto por la sangre y el fango, al igual que el lugar por el que se estaba arrastrando.

El dolor era cada vez más intenso. Intentaba gritar constantemente, pero su garganta reseca se lo impedía. Tan sólo era capaz de proferir unos quejumbrosos gemidos.

Tenía la pierna rota. No hacía falta ser médico para darse cuenta de eso. El hueso le sobresalía, astillado, de la carne. No sabía en qué momento había ocurrido, pero lo cierto es que así era.

 No era capaz ni tan siquiera de arrodillarse. Estaba completamente exhausta en lo que parecía ser una agonía interminable. Las lágrimas cubrían su faz y era incapaz de ver nada. Sentía náuseas, y estaba segura de que perdería el conocimiento en cualquier momento, aunque tampoco podía pensar con claridad para buscar una solución que le sacase del atolladero en el que se encontraba.

 Dios mío, ayúdame, por favor, por favor, ayúdame – pensaba una y otra vez, mientras seguía sin poder controlar el llanto.

 Nunca había sido creyente, pero no sabía por qué motivo, ahora acudía a él; era el último recurso que le quedaba para librarse de esta pesadilla.

Se le estaba nublando la vista. Otra vez. Las uñas estaban clavadas en el suelo, y se arrastraba penosamente con la ayuda de su pierna sana, o al menos la que no estaba rota, pero la rodilla la tenía completamente hinchada, y el dolor hacía insoportable cualquier movimiento, por lo que siguió arrastrándose, ayudándose tan solo de las manos. Era una tarea ardua complicada. Los matojos que se encontraban a su alrededor no facilitaban lo más mínimo la labor, y unas espinas se clavaban en su piel, arañándola.

Manaba la sangre de una herida que tenía en un costado y también en el pie. El fango estaba mezclado con su sangre, y esto provocaba que el olor fuese nauseabundo.

Durante un par de días prácticamente ininterrumpidos había estado lloviendo en aquel paraje, pero hacía unas pocas horas había amainado, aunque evidentemente, las secuelas de la lluvia no habían  desaparecido. Era de noche, y el manto de negrura rodeaba todo el lugar. No había ni una farola, nada de luz… nada.

Sentía los vaqueros llenos de barro pegarse a su piel, como un pulpo se adhiere a su presa.

Estaba tiritando, mezcla de frío y terror. Ahora parecía que empezaba a llover otra vez, aunque eran unas gotas insignificantes.

Vamos, puedes hacerlo. Aguanta un poco. Puedes llegar así a casa. Estoy a quince minutos. Hay otras casas antes. Alguien me ayudará. Por favor, que alguien me ayude. Solo quince minutos y estaremos a salvo.

En la lejanía se escucharon unos pasos cada vez más cercanos. Por un momento llegó a pensar que aquellas horas habían quedado atrás, que su torturador se había marchado creyéndola muerta, que podría escapar de allí y llegar a su casa, pero no era así. Estaba equivocada; estaba perdida.

Sintió a alguien a su lado; la enganchó para darle la vuelta, y dejarla tendida en el barro boca arriba. Una punzada de dolor recorrió todo su cuerpo, haciendo que se estremeciese. Siguió gimoteando, sin poder evitarlo.

–  Cállate, maldita puta.

Se escucharon unos gritos de júbilo y risas en la lejanía, o al menos le parecían unas voces que se hallaban a bastantes metros de ella, aunque su percepción auditiva se había visto alterada considerablemente. ¿Eran al menos 4 personas? Era imposible saberlo.

 En un último acceso de lucidez, la joven intentó gritar a aquellas voces que surgían de la nada, intentando pedir auxilio, pero la mano de aquel muchacho tapó su boca antes de que pudiese pronunciar cualquier sonido.

Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

 Estoy a quince minutos de casa. Sólo quince minutos. Si se va un momento… Si me quita la mano de la boca y puedo gritar, seguro que vienen a ayudarme… tienen que venir a ayudarme, deben estar muy cerca… por favor que vengan a ayudarme… por favor…

Las voces se fueron apagando poco a poco, perdiéndose en la lejanía. Todas sus esperanzas de seguir con vida se habían esfumado por completo.

No, por favor, no os vayáis. ¡Socorro, maldita sea!

Desabrochó los pantalones, pero al no poder moverlos debido al fango que se había adherido, procedió a cortarlos con lo que parecía un cuchillo, hasta que logró desprenderlos completamente.

Fue acariciándole las piernas con ambas manos. La chica permanecía quieta, incapaz de moverse para evitar aquel indeseable contacto. Por sus mejillas caían las últimas lágrimas que iba a derramar esa noche y el resto de su vida.

 –  Ya te dije que las calles eran peligrosas, y más a estas horas – chasqueó la lengua – creo que tienes el pómulo roto… pero aun así esto va a merecer la pena… oh… eres increíblemente guapa.

 Le retiró suavemente el pelo que se le había quedado pegado a la frente y lo olisqueó. Estaba manchado de sangre. Luego le acarició la cabeza con el dorso de la mano, allí donde le había golpeado con la rama. Comenzó a besarla en la mejilla, el cuello y la boca, mientras la chica movía la cabeza de un lado a otro intentando zafarse inútilmente de su contacto, pero cada vez que movía la cabeza, ésta le daba vueltas y sentía el deseo de vomitar.

 –  Eres un po… – dijo débilmente.

 Sus palabras quedaron nuevamente  ahogadas al taparle la boca con una mano, mientras que la mano que le quedaba libre se deslizaba ya por debajo de su ropa interior, desprendiéndola rápidamente de un suave tirón.

Después de ello, la negrura se cernió sobre ella, igual que aquella maldita noche en la que decidió salir de su casa.

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