Antes de dar por finalizado su día de trabajo, Javier revisó una vez más su agenda y, como todos los días desde que había entrado en la empresa, trazó una línea roja sobre las cosas que había hecho y resuelto. Solo una cosa volvía a quedarle pendiente: la inmobiliaria. Dio vuelta a la página y lo anotó en el renglón de las doce del día siguiente.
Cuando fue a levantarse escuchó los pasos de Aníbal; cruzaba la recepción, iba hacia la entrada.
El estruendo de la puerta de cristal le confirmó que había salido. Aquella era una de tantas razones por las cuales tenía que resolver cuanto antes el tema de su piso.
Apoyó sus manos en el borde del escritorio y empujó con fuerza. La silla se detuvo a unos centímetros del armario; reclinó la cabeza hacia atrás, alcanzaba a tocarlo. Vamos mejorando, se dijo. Observó las marcas que las ruedas habían dejado sobre la mullida moqueta de color gris.
En aquel piso todo olía a nuevo, y la combinación de olores resultaba tan fuerte que tenía que estar abriendo la ventana a cada rato. Pero aquella era una molestia menor, lo bueno de tenerlo tan presente era que le recordaba el insólito rumbo que había tomado su vida. Cuando se sentía asfixiado abría la ventana y aprovechaba para fumarse un cigarro.
Observó la cantidad de halógenos que habían instalado en el techo de su oficina: ocho, contó. Qué exageración, y ni siquiera había uno que apuntara hacia el escuálido ficus que estaba en el rincón. Cambiaría la iluminación, anularía algunos puntos de luz; pondría la oficina a su gusto.
—¿Te gusta el ficus? —le había preguntado Aníbal—. Si no te gustan las plantas, o si quieres poner otra, lo puedes sacar a la recepción.
—No, un poco de verde está bien —le había respondido.
Él lo cuidaría y lo vería crecer, y ambos se harían compañía. Su estómago hizo un ruido acuoso y Javier se dio cuenta de que tenía hambre. Bajaría a la calle y exploraría su nuevo barrio; hasta aquel día siempre había comido en el mismo restaurante.
Cuando se iba a levantar de la silla escuchó el crispante temblor de la puerta principal. Se dijo que no le quedaría más remedio que llamar él al cerrajero.
Los pasos cruzaron la recepción y se perdieron por el pasillo. Se olvidó de algo, pensó. Esperaría a escucharlos por tercera vez y luego se marcharía sin afeitarse ni nada, necesitaba caminar por la calle, tomar aire fresco. Al día siguiente alquilaría un piso, algo pequeño, cálido, que no le quedara muy lejos de su nuevo trabajo.
Aprovecharía el tiempo que Aníbal tardara en salir para abrigarse, fuera haría frío. Sacó la chaqueta de su armario y se miró en el espejo que había puesto en el lado interior de la puerta, estiró la piel de sus mejillas hacia los costados y levantó el mentón. A su cuello le sobraba piel y comenzaba a parecerse al de algunos perros.
Se aseguró de que llevaba la cartera, las gafas, las llaves y el móvil. Dejaría el móvil. Era un objeto que en el último mes le producía fobia. Temblaba cada vez que sonaba, y aunque últimamente no sonara, el solo hecho de tocarlo, de tomar conciencia de que en cualquier momento podía sonar, ya lo alteraba. Durante el día lo tenía escondido detrás de su ordenador.
¿Qué hace ahora? Aquello podía ir para largo, pensó mientras volvía a encender su ordenador. Ese tipo de contratiempos lo ponían nervioso. Vio una vez más la escena de la película que se había instalado como salvapantallas. Luego fue hasta la ventana y encendió un cigarrillo. Efectivamente, soplaba un viento seco y frío.
Los edificios que estaban en la vereda de enfrente eran casi todos de oficinas y, salvo unos pocos, habían apagado ya sus luces. Cuando tuviese su piso, volvería caminando; se compraría algún disco, una botella de vino, y terminaría de leer el periódico en algún bar. Luego, en su casa, pondría el disco nuevo, prepararía la cena y vería alguno de los documentales de la BBC o del National Geographic.
Creyó escuchar un ruido, y prestó atención. Aníbal seguía dando vueltas pero no se iba.
El barullo de la calle llegaba hasta el piso 16, un concierto cacofónico de pitidos y sirenas. Unas calles más adelante había una obra que inhabilitaba uno de los carriles: provocaba tal atasco que los coches eran adelantados por los peatones, y eso parecía sacar de quicio a los conductores. Afortunadamente, el foco del problema estaba a unos quinientos metros, y hasta los pitados más histéricos, desde ahí, se oían a un volumen aceptable.
Aníbal seguía sin salir. ¿Estaría esperando que él abriera la puerta para decirle algo? No, en ese caso lo habría llamado por el interno.
Por la tarde Aníbal lo había sorprendido pensando en voz alta, y aunque estaba seguro de no haber dicho frases enteras ni nada que lo comprometiera demasiado, sabía que lo había escuchado.
Posiblemente creyese que leía algo en el ordenador; en cualquier caso era algo que volvería a suceder porque últimamente no lo podía controlar. No era nada importante, mucha gente hablaba sola, y Aníbal se terminaría acostumbrando, como se acostumbraría a su forma de hablar o a cualquier otra cosa. Aun así tendría que hacer un esfuerzo por evitarlo.
Una mueca amarga atravesó su rostro, solo un par de segundos; luego se recompuso. La tranquilidad y la nueva rutina le ayudarían a limar ese tipo de cosas.
Estornudó y cerró la ventana.
La escena del salvapantallas volvía a repetirse; debía cambiarla por otra si no quería empezar a odiarla. En su nueva etapa tendría que tomarse las cosas con paciencia. Paciencia y disciplina. Tenía que hacer lectura de lo que le había ocurrido en el pasado, apuntarlo todo, no tropezar con la misma piedra. No volvería a dejar que las cosas lo desbordaran, estaría atento y, si veía algún riesgo en ese sentido, saldría por la tangente.
Dio una vuelta alrededor de la mesa; se sentía inquieto pero alegre.
El armario que le habían puesto tenía cierto aire oriental. Le recordaba a una película japonesa que había visto hacía un par de años.
El ficus… él lo cuidaría bien.
Descubrió que volvía a tararear la misma canción, la de una serie que le gustaba mucho a su hija. Iba sobre una niña pelirroja que vivía sola en una casa de madera, una casa enorme. Era la hija del capitán de un barco, y cada tantos capítulos su padre llegaba al puerto y le dejaba una montaña de monedas de oro. Era una niña con mucha personalidad, no la asustaban los peligros de la naturaleza ni las amenazas de los mayores, y siempre estaba de buen humor. Era rara, tenía una casa rara y un caballo de lunares negros.
Lo avergonzaba el haberse pasado tanto delante de su hija. ¿Qué sentido tenía ensañarse así con el ídolo de un niño, hacerla llorar de aquella forma? No estaba bien. Punto. Eso era lo único que podía decir.
Encendió otro cigarrillo. Sabía que a Aníbal no le gustaba, pero era su pequeña venganza por retenerlo tanto tiempo ahí dentro. Abrió nuevamente la ventana y miró hacia uno de los costados: miles de pequeñas luces rojas avanzaban lentamente, empujando al resto con sus pitidos.
Poco a poco las cosas volverían a estar en su sitio, cobrarían una dimensión más tranquila, justa, real; y podría observarlo todo a través de un cristal más sereno. Hizo las paces con la niña de cara pecosa y caballo de lunares negros y volvió a sentirse bien.
Recordó la llamada telefónica. “¿A que no te lo esperabas?”, le había dicho Aníbal cuando le ofreció el trabajo. Y él le había respondido que no, que en absoluto, y durante un momento se quedó en blanco, y luego le preguntó cuándo había llegado a la ciudad. “Aún me estoy instalando”, le había dicho su primo.
Javier pegó su cara al cristal de la ventana. El contacto con la superficie lisa y fría le gustó.
Los coches que conseguían salir del atasco aceleraban, la mayoría se saltaba el primer semáforo y luego se perdían bajo la larga fila de luces anaranjadas.
La Coronel Ferdiñán, se dijo mientras observaba los edificios que tenía enfrente, y se puso a silbar la alegre melodía con la que empezaba la serie que tanto le gustaba a su hija.
Contó las ventanas que aún tenían luces encendidas. Veintisiete. Una de cada 15, calculó.
Volvió a escuchar los pasos. Avanzaron hasta un punto cercano a su puerta y se detuvieron. Luego volvieron a alejarse hasta que escuchó la puerta de cristal. La había cerrado con suavidad, acompañándola con la mano seguramente. ¿Habría percibido su malhumor? Repasó mentalmente las últimas conversaciones y no encontró nada.
Tuvo un remordimiento fugaz, la vaga sospecha de que tendría que haber dejado la puerta abierta y haberse despedido de una forma más natural. No, murmuró rápidamente, si iban a convivir mucho tiempo tendrían que soportarse las manías. Su primo, las suyas, y él las de su primo.
Miró su reloj, eran casi las diez.
La recepción, por la noche, se transformaba en el lugar más tranquilo de la empresa. Lo único que se escuchaba era el ronroneo constante y monótono que producían las máquinas.
Aníbal había dejado una pequeña lámpara de mesa encendida, lo mismo que hacía Claudia cuando él llegaba tarde por la noche. Decidió que al día siguiente invitaría a su primo a almorzar, y si este no podía, a tomarse un café.
Entró en el bar de la empresa y fue hasta el ventanal —una cristalera de unos diez metros de largo que miraba hacia una zona más baja de la ciudad—; allí se detuvo y observó las infinitas luces y sombras que se extendían por kilómetros en una y otra dirección. Se había acostumbrado a hacer aquello todas las noches, antes o después de cenar, y el que fuese una especie de ritual le gustaba tanto, o más, que la propia vista.
Casi podría decirse que había establecido un orden, una rutina, en la forma de contemplar lo que había allí fuera; empezaba siempre por una visión general del paisaje para luego detenerse en puntos más concretos: edificios, calles, árboles, el campanario de la iglesia, jardines.
Aquella noche la ciudad estaba cubierta por una neblina densa, levemente cobriza, que le producía cierta inquietud.
Para ordenar sus pensamientos se presionó el lagrimal; aquel sistema se lo había enseñado su madre; o se lo había copiado, no se acordaba muy bien, pero lo cierto es que le daba resultado. Durante unos cuantos años había dejado de hacerlo, y ahora lo lamentaba. Lo había dejado durante una etapa en la que se había llenado de prejuicios; prejuicios que, por suerte, había superado. Ahora estaba seguro de poder discriminar los hábitos que le hacían bien de los hábitos que le hacían mal. Al hacerlo se sintió inmediatamente reconfortado.
Bajaría a la calle y encontraría un buen lugar, un restaurante pequeño, con comida sana, casera.
Quitó los dedos de sus lagrimales. La imagen del donut verdoso, de bordes fluorescentes, se fue desvaneciendo. Sintió un breve escalofrío y pensó en beber un poco de vodka, un tapón, como había hecho ya en un par de ocasiones, pero no lo hizo.
Cogió su gabardina, su bufanda, apagó la luz de la oficina, y en la recepción se detuvo frente a la máquina de café y echó un par de monedas. Le gustaba la máquina de café, el sonido que las monedas producían al caer dentro de la máquina, sobre todo a esa hora, cuando lo demás estaba en silencio. Le ofrecía una medida justa de compañía, una complicidad, la confirmación de que estaba donde tenía que estar.
El día que empezó en Notingarrel, Aníbal le hizo firmar un contrato a través del cual le cedía el 10% de las acciones, y cuando él le había preguntado por qué, su primo le había hablado acerca de las ventajas de involucrarlo, del espíritu que quería darle a la empresa, y algunas cosas por el estilo que los nervios del momento le impidieron retener.
El solo hecho de que lo contrataran le habría bastado para salir del purgatorio en el que había estado anquilosado durante años, pero aquel 10%, curiosamente, lo desasosegaba.
Cada vez que pensaba en ello, que le buscaba una nueva justificación, terminaba diciéndose que algo habría hecho bien; pero aquello tampoco le gustaba porque lo llevaba a pensar en el pasado.
Un ruido imprevisto lo sobresaltó. Supuso que se trataba de la impresora de Ágata, habría llegado un documento o algo por el estilo.
Desde aquella especie de podio que tenía por escritorio, Ágata gobernaba la recepción. Javier estaba convencido de que la idea de hacer un mostrador que se elevara medio metro por encima del resto del suelo había sido suya. Cuando se ponía de pie parecía una giganta, y aquel desequilibrio producía un efecto raro, incómodo, como si alguien fuese a caerse o algo así. Al fondo de aquella tarima, sobre la pared, había un cartel de enormes letras plateadas que ponía NOTINGARREL.
La empresa era una de las pocas que ocupaba la mitad de un piso, la mayoría eran más pequeñas.
“Algún día de estos me voy a hacer una ronda por el resto de los pisos”, le había dicho a Aníbal. Su primo se había limitado a sonreír. Entonces él agregó: “Por curiosidad, para investigar quienes son los vecinos”. Pero Aníbal había asentido, como si estuviese pensando en otra cosa. Así que él dejó de hablar y se volvió a su oficina.
Era frecuente que Aníbal generara esa especie de vacío en las conversaciones, algo que le resultaba sumamente desagradable, ya que abría una brecha por la que se colaban una infinidad de interpretaciones. Algunos días Javier llegaba a creer que aquellos gestos de su primo eran premeditados, que buscaban debilitarlo.
LA ZONA
Gente y tráfico habían desaparecido de la calle. Apenas algunos coches que circulaban a gran velocidad. Aquella transformación había alterado la fisonomía de la avenida, que de pronto parecía hinchada, deforme, como si estuviese enferma.
No obstante, sintió que la avenida Ferdiñán era el mejor sitio donde podía haber caído, y tuvo el presentimiento de que pronto establecería un vínculo muy fuerte con su nuevo barrio.
Miró hacia arriba, hacia el montón de ventanas oscuras y hacia las pocas de las que salía alguna luz.
La bruma difuminaba los últimos pisos de los edificios; en cambio, cuando miraba hacia delante, la calle, los coches y todo se fundía en un naranja denso, casi eléctrico.
Le molestó el bailoteo estúpido de las puntas de su bufanda, así que las encerró dentro de su gabardina.
Se acordó de que hacía más de 20 años que tenía aquella gabardina. Lo había acompañado y había sido testigo de gran parte de lo que le había sucedido en todos esos años. De alguna manera la recompensaría, le daría una buena vejez.
Últimamente valoraba mucho la fidelidad, daba igual si la encontraba en gente o en cosas materiales. No había tanta diferencia entre una cosa y la otra; tenía más de una teoría al respecto, había estado dándole bastantes vueltas a ese asunto.
“Diez por ciento, quince por ciento, treinta por ciento”, dijo Javier para ver el vapor que salía de su boca. Luego rizó su labio inferior y lo dejó así, con lo húmedo para fuera.
Finalmente dio con la frase que buscaba desde que había salido de la oficina: “Es mejor que esto sea un poco de todos”.Eso había dicho Aníbal. Algún día tendría que meterse en una de esas máquinas para enterarse bien de qué se trataba. También sería una forma de demostrar interés por la empresa, tanto Aníbal como Ágata sabían lo mal que él se llevaba con esas cosas, pero al menos tenía que probarlas, aunque solo fuera por educación.
La mayoría de las tiendas habían cerrado, pero sus escaparates aún estaban encendidos. Casi todos se apagaban a las doce. Noche tras noche, durante los últimos cuatro días, se había acercado a la ventana a las doce menos cinco para asistir a esa especie de ocaso generalizado.
En cada bocacalle lo sorprendía una corriente de aire que lo empujaba hacia el medio de la avenida. Hundió las manos en los bolsillos de su gabardina y presionó sus dedos contra las costuras. Los hilos y la tela resistían con firmeza.
Vio algunos restaurantes grandes y aparentemente vacíos en la acera de enfrente, y cruzó.
Uno se llamaba Ranger Grops. Abajo, un neón de color azul proclamaba Las mejores hamburguesas de Tejas, y en la acera una pizarra con forma de caballete ponía Cervezas, batidos, hamburguesas, fajitas, patatas Ranger Grops, daiquiris. A continuación había un restaurante chino. Solo dos de sus mesas estaban ocupadas, y una fila de cuatro camareros apoyaba sus miradas, inertes, en algún punto de la avenida.
Respondió a sus sonrisas levantando una mano, y siguió de largo.
Se dijo que lo bueno de estar solo era que contaba con todo el tiempo del mundo, y a él, que le gustaba caminar y tomar las decisiones con calma, aquello le parecía el único paraíso posible.
Supuso que en las calles laterales encontraría algo mejor, un sitio más pequeño y con comida para gente mayor.
Cuando diese con ese sitio iría todos los días; los domingos le tendrían reservada una mesa, siempre la misma, alrededor de la cual se sentarían él y sus hijos. Pronto sabrían cuáles eran sus platos favoritos.
Caminaba con el cuerpo levemente inclinado hacia delante y sus manos juntas sobre la espalda, su labio inferior aún rizado y su frente surcada por líneas profundas, accidentadas. Aquella expresión fue mutando hacia un tono grave, y luego adquirió una nota lastimera.
De pronto se detuvo y miró hacia uno y otro lado, como si se hubiese distraído, como si buscase un lugar en concreto,y su cuello se estiró hacia la oscura perpendicular.
Soltó una bocanada de aire, y el vaho hizo una pirueta y se perdió entre la bruma.
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A unos 50 metros, unas escaleras anchas descendían hacia un sótano. Allí estaría el sitio, pensó. Notaba cierto cansancio en las piernas y una incipiente picazón en el pecho, que rápidamente se intensificó y le obligó a detenerse y a concentrarse en toser. Tosió varias veces, con violencia, hasta que la garganta le ardió. Al cabo de un rato la tos fue cediendo y Javier comenzó a bajar las escaleras que conducían al sótano.
No parecía haber gran cosa: varias tiendas cerradas, un grupo de jóvenes que charlaban en la puerta de una sala de juegos, y un par de bares pequeños.
Caminó por uno de los laterales, una especie de pasillo que bordeaba la base del edificio y que estaba entre unos cuantos locales cerrados y una pared sucia y oscura. Al fondo había un montículo de césped que llegaba hasta el primer piso de aquella torre. En una de las esquinas del montículo, una puerta estrecha descendía hacia un aparcamiento subterráneo.
Pasó por delante de un puesto de salchichas y hamburguesas, un local diminuto con una barra que daba hacia el pasillo. Del puesto salía una música alta y mal sintonizada.
Javier pudo ver que más allá del recodo había una luz. Aceleró sus pasos y cuando llegó a la esquina se encontró con un restaurante. A los costados de la puerta había dos pinos pequeños. Javier tocó sus hojas y comprobó que eran falsos.
Una alfombra que en algún momento había sido morada atravesaba el pasillo y conducía hacia la entrada del restaurante. Javier pensó que aquel sitio debía de inundarse con facilidad. Entre el montículo y el primer piso del edificio había una separación a través de la cual, los días de lluvia, podía colarse la suficiente cantidad de agua como para transformar aquello en una especie de río.
El restaurante reproducía un estilo alemán o suizo: unas cuantas vigas de madera a la vista, una pintura blanca con relieve rústico, un farol con cristales amarillos, y unas cortinas de encaje blanco, demasiado cortas para el largo de las ventanas.
Desde fuera parecía estar vacío. Entró. La televisión estaba a un volumen altísimo y nadie se enteró de que había entrado. Se sentó junto a la ventana y miró hacia la barra. Había gente en la cocina, pero no parecía que nadie fuese a salir. Por debajo de la voz de la presentadora del telediario se oía la de una mujer.
Aquel sitio daba la impresión de ser un cascarón seco y vacío, un fruto caído de una cesta y aplastado por una bota gigante que había decidido no volver a caminar. Así se lo imaginó Javier.
Un gato bajó el montículo a toda velocidad, perseguido por otro gato.
Se acercó al aparato de televisión e intentó bajar el volumen. No podía, necesitaba el mando; entonces fue hasta la caja, gritó “¡Hola!”, y una mujer salió con cara de susto. Javier le pidió que bajara el volumen y que le alcanzara una carta.
—Sí. ¿No hay una carta en la mesa? —preguntó la mujer, y Javier observó que había en todas las mesas menos en la suya.
—En la mía no —dijo, y cogió la que encontró más a mano y volvió a su sitio.
La mujer, bajita y de piel oscura, apuntó con su brazo hacia el televisor y la voz desapareció.
TÚ TAMBIÉN TIENES QUE ENTENDER A LOS OTROS
“No, si es por entender, yo te entiendo”, le había dicho Javier; pero no había servido de nada porque se lo había dicho mal.
De tanto entender a los otros había estado a punto de evaporarse, al menos así lo había sentido. Los otros eran siempre demasiados. Era una lástima que las cosas no fueran más sencillas. Ojalá todas las cosas se resolvieran con entenderlas.
—¿Le tomo el pedido? —preguntó una voz tenue, frágil. Javier levantó la vista y vio a una mujer con un bolígrafo y una libreta en la mano, y después de unos segundos supo que era la camarera. Miró su libreta, parecía como si fuese a decir algo y no supiese por dónde empezar. Observó las baldosas del sitio. Y la camisa negra, y una chapa plateada que ella tenía cerca del hombro.
—¿Sabe lo que va a pedir? —repitió la mujer.
Javier cogió la carta y se puso las gafas.
—Lo siento, se me ha olvidado, pero a ver si se lo puedo decir enseguida —dijo mientras estudiaba velozmente el papel plastificado.
—Enseguida vuelvo —dijo ella al cabo de un rato, y Javier estiró la mano para impedir que se fuera.
—Ya te digo, ya te digo… Por favor…
Miró de arriba abajo la carta, demasiado nervioso para comprender lo que estaba viendo.
—¿Qué me aconsejas?
—Tenemos la parrilla Frankfurt, que trae los tres tipos de salchichas.
—¿Salchichas? —repitió Javier, poco convencido.
—¿Para beber?
—No, está bien, me tomo esa, la Frankfurt.
—¿Y para beber?
—Cerveza.
—¿Jarra?
—Jarra, sí, jarra está bien—respondió, y le dedicó una sonrisa generosa que derivó en una expresión triste.
Metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y se dio cuenta de que la caja de tabaco había descendido por el interior del forro hasta abajo del todo. Tenía que comprarse un traje nuevo. Uno bueno. A partir de aquel momento se vestiría bien. Se compraría dos, pensó, y aspiró el cigarrillo con ansiedad.
Era increíble cómo todo ganaba perspectiva ahora que lo veía desde fuera. Aunque hubiera un montón de cosas que no estaban del todo claras, el panorama había mejorado sustancialmente.
Poco a poco, se dijo. Necesitaba mantener la distancia para estar tranquilo y recobrar cierta estabilidad. Iría poco a poco, paso a paso.
Le gustaba observar a la gente, a la fauna humana, como la llamaban en uno de los cuentos de Sofía.
Sintió una picazón en el pecho que lo obligó a toser. Le alegró ver que le traían una jarra de cerveza grande y helada. El asa de la jarra aún tenía hielo. Le quitó un poco de escarcha con el dedo y se rio significativamente.
Lo que sucede es que con el frío la gente toma vino, por eso sale así de congelada.
Al revés, mejor, cuanto más fría mejor, dijo Javier, y volvió a reírse.
Observó la cortina corta, blanca, que tenía al costado. El polvo se había distribuido de forma despareja. Parecía un paisaje montañoso y nevado, una enorme cordillera volcánica con las faldas más nevadas que los picos.
No quedaba ni una célula viva de aquella cabaña tirolesa, habían dejado el cascarón pelado.
Él sabía de cascarones pelados, conocía algo sobre el tema, y eso le daba cierto derecho; o mejor dicho, lo eximía de ciertas obligaciones.
Volvería también a creer en las causalidades. Había tenido un golpe de suerte, aquello le señalaba en una dirección, y hacia allí iría; eso sí, prestaría atención al dar cada paso, tantearía el suelo antes de apoyar el pie, no como había hecho hasta ahora.
A Aníbal lo iba conociendo, era un ser escurridizo, seguramente maniático. Tenía una risa nerviosa, arremolinada, que utilizaba para dar por finalizada una charla o simplemente para desaparecer. Y ambas cosas sucedían con llamativa frecuencia. Cada vez que se reía así parecía como un globo inflado que se soltara sin anudar. No solo lo hacía con él, también lo hacía con mucha gente. A los clientes que querían conocerlo o a las instituciones que venían a visitarle les daba algo de charla, y si bien era simpático, siempre se le notaban las ganas de dar el asunto por finalizado. No parecía pasárselo demasiado bien con la gente. Aunque parecía ser un signo claro de timidez, Javier estaba casi convencido de que lo suyo era apatía.
Sus dos gestos característicos eran: los ojos entornados mirando al suelo, como quien escucha algo interesante y que requiere de toda su concentración, y lo opuesto, los ojos extremadamente abiertos que expresaban sorpresa. No eran gestos irónicos, por lo menos no de forma explícita. Y entre uno y otro, una sonrisa amable como saludo y la risa oblicua como despedida.
Su primo también habría pasado lo suyo durante todos aquellos años en los que no se habían visto. Sabía por rumores familiares que hacía unos años lo habían echado de la Universidad de Suecia o del laboratorio donde trabajaba. Hasta aquel momento no se había animado a mencionarle nada sobre aquel incidente. Aníbal no parecía tener un carácter muy conflictivo. Quizá habría exasperado a alguno de sus jefes con aquella permanente forma de irse.
Javier recordó cómo era su primo de pequeño. Habían pasado muchos veranos juntos, en casa de sus abuelos. Era un niño insoportable: retraído, apagado, caprichoso, constantemente malhumorado… Quizá no hubiese cambiado tanto. Ni él tampoco. Pero aunque ninguno de los dos hubiese cambiado en esencia, la vida los había acercado, y era posible que los acercara aún más y terminasen siendo amigos. Después de todo tenían muchas cosas en común; y probablemente descubriese otras más a medida que pasase el tiempo. Eso era lo que pensaba Javier aquella noche.
La camarera bajita, de pelo largo y lacio y ojos caídos, traía un plato grande y ovalado. Avanzaba con pulso tembloroso. Javier observó que había salchichas de distintos colores, puré de patatas, guisantes, zanahorias y cebolla caramelizada. Apenas apoyó el plato sobre la mesa cogió sus cubiertos y se lanzó a devorar lo que había encima.
En cierto sentido, él haría como Aníbal: mediría sus palabras y sus acciones. Al principio se lo tendría que autoimponer, pero en un par de meses le saldría de forma espontánea. Esa sería su nueva forma de ser natural. Mientras lo pensaba se dio cuenta de que se había metido en la boca algo que no debía, y cuando su lengua consiguió aislarlo supo que se trataba de un hilo. Qué poco cariño, balbuceó hacia la barra mientras se sacaba aquello de la boca.
Que lo llamara Aníbal para trabajar con él era lo mejor que le podía haber sucedido. Harían buen equipo, mantendrían una silenciosa complicidad. Cuando se hubiese mudado lo invitaría a su casa.
Todas las noches, después de haber cumplido con sus obligaciones, daría un paseo largo; evaluaría lo sucedido durante el día y organizaría el siguiente. Luego vería una película y se iría a dormir. Se compraría los documentales de historia y de ciencias de la BBC.
Poco a poco se iba reconciliando con su intuición. Quizá no fuese esta la que se había extraviado, sino él quien le había retirado su fe. La desenterraría, le pediría perdón, y nuevamente la pondría a caminar a su lado.
No más muecas tenía que ser su segundo lema. No servían para nada, solo te desviaban del camino. Los que sabían de eso eran los jugadores de póquer. Practicaría póquer, iría a mesas donde no jugasen por dinero. Los hábitos son como los músculos. Peores, porque crecen y además se ramifican. Si aprendía a jugar bien sus cartas en la mesa, hacerlo en la vida le sería más fácil. Los martes y los jueves iría a clases de yoga, y los viernes a jugar al póquer.
Si uno no toma decisiones, las decisiones lo toman a uno… y poco a poco te van serruchando el alma, pensó. Sintió la urgencia de escribirlo. Serruchar el alma, serruchar el alma, repitió para retener aquellas palabras mientras sus ojos buscaban con ansiedad a la pequeña camarera. ¿Y ahora dónde estás?, le increpó en silencio antes de verla bordear la barra y alejarse. Iba hacia otra mesa, una que se había ocupado sin él darse cuenta. La pareja ya tenía la carta y aún no se habían quitado el abrigo.
—¡Señora, señorita, disculpe! —gritó Javier a punto de levantarse de la silla, y cuando ella lo miró su mano trazó un garabato en el aire.
—Un bolígrafo, ¿me prestarías?
Ella asintió con desgana.
—¡Gracias! —gritó mientras la chica desaparecía por la puerta que daba a la cocina.
Como pasaba el tiempo y la camarera no volvía, Javier se levantó de la silla y se acercó a la barra, su torso inclinado hacia delante, más ansioso y veloz que sus piernas.
La camarera hablaba apoyada contra el marco de la puerta. Su voz tenue, lánguida, monocorde, reproducía la conversación que había mantenido con un hombre que le había prometido avalarla en un crédito hipotecario. El hombre le daba largas y ella contaba cada una de sus largas y los perjuicios que aquellas dilaciones le habían ocasionado y le ocasionarían si no cumplía su palabra en un plazo corto.
—Disculpe…, señorita.
La camarera se sobresaltó y dio un paso hacia él; sus párpados caídos se acercaban sin preguntar nada.
—¿Tiene un bolígrafo?
La mujer se lo dio y Javier aprovechó para pedirle una cerveza.
—Sí, ya se la llevo.
—Si me la da ya me la llevo yo —le dijo él con una sonrisa categórica.
Mientras esperaba su cerveza pensó que aquella recóndita Baviera no podía estar más lejos del aire fresco de las montañas; por el contrario, el aire viciado había penetrado en su interior y la había hechado a perder. Ponerla ahí había sido una completa estupidez; y, como toda estupidez, estaba condenada a morir y a oler mal mucho antes de morir.
Él tenía que estar atento y hacer lectura de ese tipo de cosas. Si se juntaba una mala decisión con una minúscula necedad se terminaba en aquello. Tenía que evitar cualquier tipo de arrebato engañoso, de arrebato en general.
Cuando volvía a su mesa se fijó en una escultura de madera que había colgada en una columna, el perfil de la cabeza de un águila: tenía el pico abierto y su lengua gritaba.
Cuando fue a escribir en una servilleta lo de serruchar el alma no pudo, simplemente no pudo.
Gracias por su visita, ponía en letras azules, desvaídas, sobre uno de los bordes de la servilleta.
Durante la entrevista con su primo —si a aquel reencuentro se le podía llamar entrevista— Javier había utilizado varias veces el término destino. Aquello había sido tan premeditado como sincero; realmente creía que había sido el destino el que los había reunido. Pero aunque recalcó la diferencia que él encontraba entre destino con d minúscula y destino con D mayúscula, sabía que su apreciación no era compartida. Su exaltación no había encontrado el eco que esperaba, y de pronto tuvo la impresión de que bajo sus pies se abría un inmenso vacío.
Durante aquel encuentro Aníbal no había parado de mover una pierna. Al principio pensó que era un tic nervioso: la entrevista, el reencuentro, se había dicho; luego le pareció descubrir que bajo aquel movimiento solo había impaciencia. Aquello le disgustó.
Después había dicho toda aquella sarta de disparates, como que confiaba más en aquel reencuentro que en la vida misma y todo eso; pero aquello había sido una forma desesperada de utilizar los escombros, de intentar reencontrarse con su primo en el polo opuesto del mundo.
¿Por qué había dicho bueno por toda respuesta y se había levantado de la silla como dando por terminada la conversación? ¿Se habría transformado en alguien extremadamente serio? ¿Estaría enojado con él por algún motivo? ¿Lo querría torturar psicológicamente? ¿Se estaría desquitando con él? ¿Le guardaría rencor por algo?
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