PRIMERA PARTE

Hizo caso omiso del leve golpear de un puño en la puerta. La sonata del Claro de Luna comenzaba a sonar como llevaba días buscando y no iba a interrumpirla ahora. Había estudiado en detalle cada nota, cada apunte de Beethoven, había investigado en su biografía para intentar conocer cuales podían ser sus sentimientos y vivencias en el momento en que la escribió, la había escuchando en las versiones de Schanbel y de Kempff. Nunca había interpretado de forma profesional las Sonatas, pero hacía unos seis meses, ordenando partituras se encontró con ellas. Estaban amarillentas y tenían las marcas de don Hipólito, a su profesor le encantaba Beethoven, a ella esa era la sonata que más le gustaba en aquel tiempo de su adolescencia. Su toque romántico, el ambiente de misterio de las dos primeras partes, la fuerza de la tercera. Al encontrar la partitura, comenzó a leerla, le pareció una obra desconocida con la que se entusiasmó, sobre todo la tercera parte. ¿Por qué no incorporar más obras a su repertorio? ¿Sería capaz a sus cincuenta y cuatro años de darle la velocidad y la expresividad que requería? Durante muchos días pensó que no, y ahora que por fin empezaba a conseguir que sonara tal cual la había imaginado, llamaban a la puerta. Dejó caer con fuerza las manos sobre el teclado produciendo un fuerte y desagradable acorde disonante que vibró por toda la habitación. ¿No podrían esperar a que terminara o hiciera una pausa? Algo importante debía de haber sucedido porque de sobra sabían que no debían molestarla cuando ensayaba. Levantó los dedos del teclado y se giró hacia la puerta.

-Adelante.

La puerta se abrió con suavidad. Jacinta se quedó en el dintel de la puerta, sin atreverse a entrar en el estudio, sin soltar el picaporte, posiblemente temiendo que le ordenara que se marchara.

-Señora, disculpe que la moleste, pero el señorito Juan está al teléfono.

Notó una fuerte presión en la nuca acompañada de un intenso calor por todo el cuerpo.  Abrió la boca, le faltaba el aire. Hacia catorce meses que no hablaba con su hijo, que apenas sabía nada de él.

Se levantó y salió deprisa, casi atropellando a Jacinta, temiendo que si  tardaba unos segundos de más en contestar pudiera colgar.  Su hijo la llamaba. Cogió el auricular, ningún ruido, salvo el de su corazón acelerado.

-Juan, hijo, ¡qué aleg…

-Márquez ha muerto.

Un instante de silencio. Después los tonos de la comunicación interrumpida. Golpeó una y otra vez el gancho del teléfono, buscando conseguir escuchar de nuevo la voz de Juan,  negándose la evidencia. Se dejó caer en el sillón, junto a la mesa del teléfono, con el auricular  en la mano y mordiéndose los labios. ¿Qué le había dicho? “Márquez ha muerto” De nuevo esa presión en la nuca que no la dejaba pensar con claridad. “Márquez ha muerto” y había colgado. No se daba cuenta de que necesitaba hablar con él.  ¿Y si la conferencia se había cortado? No se había cortado, Juan había colgado después de darle su mensaje. La voz de Juan como la de un empleado de correos leyendo un telegrama: Márquez ha muerto. Márquez, Luis Márquez, Luis muerto. Solo tenía ese mensaje para ella: Luis Márquez, el hombre al que traicionaste, ha muerto. Así pensaba su hijo. Luis muerto, dale Señor el descanso eterno. Su hijo lejos de ella, pero para decirle que Luis Márquez había muerto rompía su silencio. ¿Para castigarla como si ella fuera la culpable de esa muerte? ¿Para pedirle ayuda? Se imagino a Luis con el mismo traje con el que había ido al concierto. El mismo hombre, el mismo traje, solo que no hablaba, no sonreía, estaba tendido en un féretro, con el rigor de la muerte en su cara. Y su hijo junto a él. ¿Quería que le doliera como le estaba doliendo a él? Juan  junto al cadáver de Luis, de Márquez como él le llamaba. ¿Había rabia en su voz? Habían sido solo tres palabras,  ¿rabia o dolor? Solo tres palabras. Había sido más que eso, Juan quería que ella supiera que Luis había muerto y se lo quería decir él.

Posiblemente Luis acabara de morir. Luis Márquez muerto.  Señor, dale el descanso Eterno. A él, que no creía en Ti, acógele. Se santiguó.  ¿Cuándo habría muerto? Juan no la habría llamado al cabo de una semana, no Luis acababa de morir, ¿Qué día era? Doce de febrero, era doce de febrero.

-¿Ocurre algo, señora?

Jacinta a su lado, como entonces. Preocupándose por si algo le pasaba. Luis muerto. No habían sido más que tres palabras: Márquez ha muerto. Al menos la había llamado. Juan, su hijo, había estado junto a Luis y la había llamado para decírselo, con rabia o dolor en la voz, pero la había llamado. Si no se hubieran vuelto a ver ella no se habría enterado de que Luis había muerto. ¿La habría importado? ¿De qué habría muerto? No había muerto en ninguna de las guerras en las que había luchado, o quizá sí. Hay muchos tipos de heridas.  A la muerte se le pueden ganar batallas, nunca la guerra. “La luna es un pozochico…” Juan la había llamado. Luis acababa de morir, unos minutos, como mucho unas pocas horas antes de que Juan la llamara. Dale, Señor, el descanso eterno. Había muerto el doce de febrero y le enterrarían el trece. Sí, al día siguiente enterrarían a Luis y ella quería estar con su hijo en el cementerio. Para eso la había llamado. Jacinta la miraba con los ojos muy abiertos, sin hablar ni  moverse ¿Se acordaría ella de Luis?  Cómo no se iba a acordar. Lo que ocurrió durante esos años no se les había olvidado a ninguna, esos tres años en la casa de Serrano.  Si no se hubieran vuelto a ver. Juan tal vez estuviera yendo hacia el velatorio de Márquez. Si ella hubiera fingido que no se acordaba, si lo hubiera reconocido solo  como un amigo de su hermano. Una entrevista cortés, pero fría. La sorprendió tanto aquel encuentro que no supo reaccionar. ¿Y si le hubieran enterrado ya? No, no le habían enterrado. Le enterraran mañana. Mañana. Juan le había llamado para decírselo. Ella estaría en París al día siguiente. A esas horas solo podía ir en tren.

-Jacinta, vaya ahora mismo a la Estación del Norte: cómpreme un billete a París, un compartimento individual para hoy. Si no quedan compartimentos individuales, un asiento en primera.

-¿Para hoy? ¿Le ha ocurrido algo al señorito Juan?

No lo sabía, desde hacía 14 meses apenas sabía nada de su hijo, pero eso no se lo iba a decir a Jacinta, igual que tampoco le iba a decir que quien había muerto era Luis, aquel hombre que durante el tiempo de la guerra fue su amante. No fue solo su amante fue más que eso, fue su enemigo y su amigo. El hombre en cuyos brazos deseó  pasar la vida, aunque, sobre todo cuando se conocieron, no le hubiera importado que hubiera muerto.

-Un amigo suyo acaba de morir –sí, un amigo de Juan acababa de morir. Hablar de él así ¿era hacerle de menos? No, no lo era-. Está muy afectado  y quiero estar mañana con él, en el entierro.

No tenía mucho tiempo y debía hacer muchas cosas. ¿Podría llegar a tiempo? Lo de menos era la hora a la que pudiera llegar, lo importante es que estuviera ese día junto a su hijo. Le dio el dinero a Jacinta, encargándole que fuera y volviera en un taxi. El tren llegaría a la hora que debía llegar. Pidió una conferencia con París, debía hablar con Lucille. Lo siguiente era la maleta ¿Qué maletas se iba a llevar? No lo sabía porque ¿cuánto tiempo iba a quedarse? Quizá volviera pasado mañana, en el tren que saldría hacia Madrid el mismo día de su llegada, o en avión la mañana siguiente. Quizá se quedara unos días. El lento primer movimiento del Claro de Luna resonó en su cabeza. Un hombre muerto. Luis no tendría funeral y si lo tuviera ella no podría tocar ni el Claro de Luna, ni ninguna otra música. Haría las maletas como si fuera a quedarse una semana. Pasara lo que pasara iría a ver a Lucille, estar unos días con ella le sentarían bien. Si Juan… No quería ni pensarlo. Asún, parada junto a la puerta, la miraba extrañada esperando sus indicaciones, mientras ella miraba indecisa la ropa. Debía de ser la primera vez que la viera dudar. 

-Asún, baje una de las maletas medianas, otra para zapatos y un neceser.

Comenzó a sacar ropa del armario, en París debía de hacer mucho frio y en el cementerio haría aún más. Asún llegó con las maletas y entre las dos comenzaron a colocar la ropa. Jacinta tardaba demasiado ¿y si el tren iba lleno? ¿Un día de diario? Seguro que quedaban cabinas y si no, algún asiento. Si no había billetes, cogería el coche, viajaría como fuera, pero a la mañana siguiente tenía que estar en París.

Sonó el teléfono, lo cogió como si le fuera la vida en ello, no era Juan, era Lucille.

No dejó que su amiga hablara.

-Escucha, Lucille, Juan acaba de llamarme.

-Por fin ¡qué alegría!

-Luis Márquez acaba de morir. Me voy esta tarde a París. Tienes que enterarte cuándo y dónde es su entierro.

-¿Yo?

-Sí. En algún sitio tienen que saber las personas que hoy  han muerto en París y dónde y cuándo les van a enterrar. Tú tienes muchos amigos, seguro que alguno es comunista y…

– No te preocupes, mañana cuando llegues, lo sabré.

-Gracias…Otro favor, resérvame una habitación en el Crillon.

-¿No prefieres venirte a casa?

-Gracias, pero cuando llegue necesito estar en el centro. Cuando todo pase, si me invitas, me iré unos días contigo.

-Ya sabes que me encanta que vengas a verme. Mañana estaré esperándote en la estación.

Se despidieron y regresó a su alcoba. Asún estaba guardando  la ropa que ella había sacado. Solo le faltaba elegir la ropa que se pondría al día siguiente para ir al cementerio. Negro no, a Juan no le gustaría que ella apareciera vestida de negro, pensaría que estaba  interpretando un papel. Un gris oscuro, o un azul marino. Mejor el gris, el azul marino le sentaba mejor. Eligió un traje de chaqueta gris marengo y una blusa de rayitas grises y blancas.

Se oyó la puerta. En el hall estaba Jacinta con el billete en la mano.

-Ya está, señora. No ha habido ningún problema.

Cogió el billete y comprobó fecha y hora.

-Gracias, Jacinta

Solo le quedaba llamar a Marta para decirle que se marchaba unos días. No le habló de Luis Márquez, con ella no había hablado nunca de Luis.

-Tu hermano me ha llamado.

-¡Por fin! ¿Qué te ha dicho?

-No mucho, ya sabes lo parco que es por teléfono –no quería mentir a Marta y tampoco podía decirle la verdad. Cuando hubiera hablado con su hijo, cuando todo se hubiera arreglado, hablaría más despacio con Marta, tal vez incluso le hablara de Luis; pero ahora no, no se sentía con fuerzas-. Lo importante es que ha llamado. Así que antes de que se le pasen las ganas de saber de mí, me marcho a París -durante hacia más de un año, solo sabía de Juan a través de Marta.

-Pásatelo muy bien y ya me contarás -¿Y si no se reconciliaba con Juan?-. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?

Si lo supiera. Le dijo que una semana. Estaría en París una semana por lo menos, aunque con quien pasara los días fuera con Lucille y no con su hijo. Le prometió que la llamaría al día siguiente para comentarla cómo había ido su encuentro.

-Muchos besos para ti, los niños y Miguel.

-Muchos besos también para ti y otros tantos para el cabezota de mi hermano.

Se quedó con el teléfono en la mano. ¿Sabría su hermano que Luis había muerto? No tenía tiempo para una conferencia con Buenos Aires, le llamaría desde París. Ahora le pondría un telegrama. Hacía tiempo que no se veían, pero Luis era su mejor amigo. Su hermano tenía que saber que Luis había muerto. Quizá su hijo también le hubiera puesto un telegrama. Si era así recibiría dos.

El pasaporte y el billete en el bolso, las maletas preparadas, en una hora llamaría a un taxi para que viniera a buscarla y emprendería el viaje más importante de su vida. Pidió que le prepararan un café con leche, para entretener la espera, y un termo con chocolate para el tren.

Cuando el taxista llamó a la puerta el corazón le dio un vuelco. Luis había muerto y su hijo la había llamado para decírselo. La había llamado.  Mientras ella le daba las últimas instrucciones a Jacinta, el taxista fue bajando las maletas. Ya en la plaza miró hacia sus ventanas, había dejado el piano abierto, con las partituras sobre el atril. No tenía tiempo de subir a cerrarlo, el viaje había comenzado. Al día siguiente estaría con Juan en el entierro de Luis. ¿Cómo reaccionaría? Entró en el taxi y el chofer arrancó.

El último año que Juan había estudiado en Madrid se convirtió en un ser insoportable, huraño, y perdonavidas. Se alegró cuando le dijo que quería irse a hacer el doctorado a París. No estaba segura de que la Sorbona fuera la mejor universidad para su hijo, pero era su decisión y le vendría bien irse de casa. Ya era lo suficientemente mayor como para iniciar su propia vida. Enrique quería dirigírsela y en Madrid le resultaba muy fácil. ¿Cómo iba a suponer que iba a conocer a Luis?  Aunque quizá debía haberlo supuesto. Y aunque lo hubiera sabido con certeza antes de que se marchara ¿qué podía haber hecho o dicho? Juan se hubiera ido de todos modos ¿y la idea de Luis de volver a verla? Él estaba allí, de pie, esperándola, mirando cómo entraba en el café. Al principio no le reconoció. Luego, la cara le ardía, el corazón le palpitaba como si hubiera estado corriendo durante horas. Los dos de pie, mirándose. ¡Qué idea la de Luis! ¡Qué idea la suya la de invitarle al concierto!

-Señora, hemos llegado.

Qué hacía ella en la estación. Juan la había llamado. Luis estaba muerto.

-Por favor, llame a un mozo.

Había viajado por todo el mundo, la mayor parte de las veces sola. En tren, en barco, en avión y ahora… Las piernas le temblaban y las manos le sudaban, como si fuera una jovencita de pueblo que va por primera vez a la capital a buscar trabajo. Lo suyo era mucho más difícil: iba a encontrarse con su hijo. El mozo comenzó a cargar las maletas en un carro. Pagó al taxista. Las despedidas, los abrazos, algunas lágrimas, algunas risas. Los trenes alineados en las vías. Cada uno de los hombres y mujeres tenía un motivo diferente para emprender viaje ese día. Algunos irían a buscar trabajo, otros a visitar a su familia. Unos se alejaban de su ciudad, de su familia, de sus amigos, otros volvían para reencontrarse. Algunos irían alegres, seguro que entre los viajeros se encontraba alguna que otra pareja de recién casados. Otros viajarían para asistir a una boda, a un bautizo, para visitar un pariente enfermo, incluso, como ella, para asistir a un entierro. No ella no iba a un entierro, iba a ver a su hijo.  Caminó hacia su vagón seguida de sus maletas y el hombre que las llevaba. El suyo, cuál era el suyo. Tendió el billete al revisor. Comprobó los datos y la acompañó hasta uno de los compartimentos, uno  igual al que  estaba a su izquierda y a su derecha. Entre el mozo de cuerda y el revisor colocaron las maletas. Igual que en cualquier otro viaje. Le dio la propina al maletero y el hombre, llevándose la mano a la gorra, se despidió. Faltaba  un cuarto de hora para que el tren saliera. Desde las ventanillas, los pasajeros hablaban con algunos familiares o amigos que estaban en el andén. En la vía contigua el nocturno de la Coruña, unos kilómetros  más y al fin del mundo. Entró en su compartimento, un compartimento como todos,  dentro de unas doce horas estaría en París. Sacó las revistas que había comprado, el libro que llevaba en el neceser, unas zapatillas para estar cómoda en el compartimento. Si pudiera dormirse, al menos un rato, hasta que llegara a la frontera, el tiempo se le pasaría más rápido. En el tramo francés le sería más sencillo porque estaría muy cansada. Ójala fuera ya trece de febrero por la mañana y estuviera entrando en París.

A pesar de estarlo esperando, la sorprendió el inicio de la marcha. Se asomó a la ventanilla: el tren salía lentamente de la estación. Atrás iban quedando los amigos, los familiares, tal vez algún enemigo, moviendo la mano y lanzando besos o improperios, la estructura metálica de la estación, el gran reloj ¿Qué dejaba ella? A Marta, a sus nietos: Eduardo, ya tan mayor, Magdalena, tan traviesa. También dejaba  el Claro de Luna en el atril del piano.  A la derecha la ermita de San Antonio, luego el Manzanares y el Puente de los Franceses.  Solo hacía unas horas que Jacinta le había dicho que Juan estaba al teléfono y parecía que habían pasado varios días. ¿De qué habría muerto? ¿Habría sufrido mucho? Quizá llevara mucho tiempo enfermo. ¿Sabría su hermano que Luis estaba enfermo? La última vez que hablaron de él fue después del concierto. “Me alegro de que os hayáis encontrado”, le había contestado. Ella también se había alegrado de que quisiera verla, de que asistiera a su concierto. Luego cambió de idea. Cuando le escribió  acerca del enfado de Juan, su hermano le escribió: “son cosas de chicos, ya se le pasará”. Como la guerra, cuestión de días. Catorce meses, más de cuatrocientos días sin verle, sin que la escribiera, ni la llamara. ¿Habría muerto de repente? Cuando estuvieron juntos no parecía enfermo. Que no hubiera sufrido mucho, aunque ya era tarde para desearlo. Encarnita habría estado a su lado, como no iba a estarlo si era su mujer. Luis muerto,  si no hubiera sido por la llamada de su hijo no se habría enterado. 

Unos golpes en la puerta, el revisor para preguntarle si le reservaba mesa para la cena, mientras el tren avanzaba entre los árboles de la Casa de Campo. “Si me quieres escribir…primera línea de fuego…” No recordaba bien la letra. Estaba saliendo de Madrid.  Bajó la ventana y miró hacia atrás. La ciudad, su ciudad, iba quedando atrás. La de veces que había querido irse de Madrid. Se sentó, dejándose mecer por el vaivén del tren.  ¿Cómo no haber querido marcharse? Estaba en medio de una revolución. Y estaba sola. Sola con una niña de dos años. Los hombres eran unos imbéciles, unos auténticos idiotas. La habían dejado sola. ¿Para qué se casaba una mujer? Para que su marido la cuidara y la protegiera. Un hermano mayor tenía ciertas responsabilidades con su hermana. Las tenía aunque la hermana se hubiera casado. Un padre tenía que proteger a su hija. Eso lo sabía todo el mundo, lo sabían los niños y los jóvenes. Lo sabían los viejos. Lo debían de saber todos los hombres menos los de su familia, de otra forma no se explicaba que en medio de una revolución la hubieran dejado sola. Sola con su hija de dos años. Por fin el tren iba ganando velocidad. Su hermano había estado con ella el día diecisiete, había escuchado la llamada de Enrique diciendo que no se marchara, que no se podía marchar porque estaba a punto de pasar algo importante. Eso sí, había añadido  que no se preocupara porque todo se solucionaría en cuestión de horas. Lo había calculado: “algunas horas” habían sido veinticuatromil.  Todos eran igual de inconscientes en aquellos días. Todos: los rojos, los azules, incluso los que no tenían, ni querían tener color, con la misma cantinela: será cuestión de horas, como mucho de días. ¿Quién podía haber pensado en ese mes de julio que aquella locura duraría casi tres años? A pesar del tiempo pasado, todavía le asombraba lo que sucedió en Madrid. Su hermano quizá solo dijera lo de las horas y los días por no asustarla, él siempre fue el más razonable de todos ellos.

Había aceptado irse a Cáceres con sus padres porque Enrique no había dejado de insistir, y cuando tenía todo dispuesto, decidió que no, que algo importante iba a pasar y que no debía  salir de Madrid.

-A los hombres no hay quien os entienda –le dijo a Juan molesta por la conversación que acababa de mantener con su marido.

-¿Qué te ha dicho Enrique?

-Te lo acabo de contar. ¿Es que no me has escuchado?

-Te he escuchado; pero lo que quiero saber es que te ha dicho sobre ese acontecimiento que está a punto de ocurrir.

-Que no me preocupe, que se solucionará en horas. Desde luego, luego decís que las mujeres somos veletas. ¿A quién llamas?

No la contestó, comenzó a hablar con medias palabras, como si quisiera que ella no entendiera de qué o con quien hablaba. Ella preocupada y él quedando con los amigos. Eso era lo que se podía esperar de los hombres.

-Enrique tiene razón. No debes de salir de Madrid -dijo al colgar.

Le encantó aquella fraternidad masculina.

-Mira qué bien. Si es para fastidiarme a mí, Enrique tiene razón.

Juan se acercó a ella y la besó en la frente.

-Tengo que irme. Parece que se está preparando una sublevación militar. No salgas de casa…

-¡Por fin!

-Magdalena, por favor. Es muy serio lo que está ocurriendo.

-Será serio, pero también necesario.

Su hermano movió la cabeza de izquierda a derecha sin dejar de mirarla.

-Mañana vendré a comer contigo.

-¿Sabes algo más?

-Parece que es en Marruecos.

-¡En Marruecos!…Demasiado lejos para que llegue a Madrid. ¿A quién se le ocurre? ¡En Marruecos!

-Tengo que irme.

-Quizá quien no debiera salir eres tú.

Se pasó la mano derecha por la cara como si estuviera comprobando si tenía barba, después se atusó el bigote con el pulgar y el índice.

-Tengo que salir porque no me gusta que los militares decidan sobre mi futuro.

-Vale, vale… No quiero discutir contigo.

Se levantó para acompañarle a la puerta. Si era verdad lo de la sublevación quizá  el domingo tuvieran ya un gobierno militar. Seguramente Pedro y María Pilar tendrían noticias.

 Madrid quedaba atrás. El cielo estaba despejado, con un azul brillante. Según fuera avanzando hacia Francia se convertiría en añil y luego en un marino muy oscuro y profundo, lleno de puntos luminosos, y luego volvería a amanecer y entonces ya estaría muy cerca de París. Él no vería ni el anochecer, ni la Polar, ni el amanecer. Su cuerpo estaba en un ataúd ¿en su casa? y Juan le acompañaba. Juan sí vería el anochecer y también la nueva mañana. Dale Señor el descanso Eterno. “Nada, no hay nada. Esto es lo que hay: lo que ves, lo que oyes, lo que sientes”, eso era lo que pensaba Luis: la muerte acaba con todo. La muerte rodeándoles en aquellos días, durante los años que vivieron, ¿vivieron? Juntos. En esos días de julio, por primera vez pensó que podía morir. Nunca hasta entonces lo había hecho. Era demasiado joven, la vida le ofrecía demasiadas cosas. Cuando se da a luz una vida como había hecho ella se piensa en la vida, no en la muerte. En esa tarde de julio, cuando no conseguía hablar ni con su marido, ni con su padre, ni con su hermano, sí pensó que, tal vez, fuera a morir esa misma noche, asesinada. ¿Qué pasaría después de la muerte? Al dolor aún le tenía más miedo que a la muerte, porque sí sabía lo que era el dolor. Lo había conocido cuando su cuerpo se desgarró para que Marta pudiera nacer. La quería mucho, no había nadie en el mundo a quien quisiera tanto; pero no quería tener más hijos. Cada vez que pensaba en el parto podía volver a sentir ese resquebrajamiento. Esos hombres podían  insultarla, vejarla, podían hacerle aún más daño del que le había hecho Marta. Esos hombres armados. Pedro se había marchado aquella mañana y no había vuelto. Sonaron disparos en la madrugada y cerraron todas las ventanas. Jacinta salió para intentar llegar a la estación y comprar billetes de tren, igual que había hecho esa tarde. Tuvo que volverse, ese lunes no se podía andar por Madrid. Ella solo quería irse, irse. Salir de Madrid, irse a su casa con sus padres. El tiempo se detuvo. No había tiempo, el tiempo no pasaba; las agujas del reloj se movían, llegaba el día y luego la noche, pero era como los decorados de una obra de teatro. En realidad el tiempo no pasaba, el tiempo no pasa cuando se está esperando. ¿Cuánto tiempo nos pasamos esperando, quietos, deseando que algo ocurra?  Las estrellas, la Luna, los planetas se mueven, la Polar no. Los muertos no, ven el tiempo, pero no viven el tiempo. El pasado tampoco tiene tiempo. Julio del 36.

 Marta se despertaba a menudo llorando, pensaba que ella también tenía miedo, que notaba su miedo, quizá solo tuviera calor. No oír nada, no ver nada. No podía salir de Madrid. Solo quedaba  dormir, pero solo podía dormir cuando llegaba la madrugada, cuando un poco de luz atravesaba las cortinas. En esos días nunca se sentó al piano, ni leyó. Solo intentaba hablar por teléfono con su familia, con los que podían protegerla, y escuchaba la radio. Salir de allí, estar con ellos. “Imposible ponerte con Cáceres está en poder de ellos”. “Imposible ponerte con Cádiz, está en poder de ellos”. “Señorita, por favor inténtelo. Por favor, es muy importante”. Las seguía llamando señoritas y de usted, aunque ellas la llamaban de tú y tal vez pensaran que era una burguesa a la que había que fusilar porque quería una conferencia con Cádiz y otra con Cáceres que estaban en poder de ellos. No sabía dirigirse a las telefonistas de otra manera: señorita. Y María Pilar más nerviosa que ella, a pesar de que no dejaba de decir: “es cuestión de horas” con una sonrisa falsa. Luego, cuando Pedro no regresaba, comenzó a frotarse las manos, sin dejar de repetir “en unas horas todo estará solucionado. Hay que ser valiente, en estos momentos hay que ser valiente”. No era valiente, solo trataba de convencerse de que lo era. Al resto, lo único que conseguía era ponerles aún más nerviosos. En esos días comenzó a odiarla, aunque sin ser consciente de ello. Y se marchaba de su casa, una casa como  la suya, en la que solo quedaban mujeres. En las casas solo quedaban las mujeres, los niños y los ancianos, eso de quedar. Unas horas, solo unas horas, más de veintecuatromil.  En esas horas, las primeras, ningún teléfono contestaba. Nadie estaba donde debía estar. Aquel calor detrás de las contraventanas se iba filtrando por la casa como un gas venenoso. Silencio y  miedo. Maruchi y Jacinta también estaban asustadas, aunque su miedo se mezclaba con la sorpresa. Ellas sí salían a la calle, y volvían contando todo lo que habían visto. Los hombres con los monos azules armados con fusiles, los coches, como el suyo, requisados, pintados con las siglas UHT. Se encerraba en su habitación a llorar, qué otra cosa podía hacer. Tenía que marcharse de Madrid, salir de aquella ratonera, ella sola con la niña. No quería morir, no quería morir. Tenía que irse de allí. Si pudiera haber cogido en esos días el tren a París. No pasaron semanas, a pesar de que en algún momento lo creyó, sino dos días, solo dos días, hasta que Juan regresó.

El timbre de la puerta retumbó en toda la casa, cerró los ojos y tragó saliba.  Venían  por ella, venían  por ella. Si se escondía en un armario, a la niña no podían hacerla nada, no podían ser tan desalmados. Tenía que haberlo pensado antes y decírselo al servicio: “si vienen, decidles que no estoy en casa, que no sabéis cuándo voy a volver”. La voz de Jacinta como la de un ángel: “Señora es su hermano”. Salió corriendo y gritando:

-¿Cómo has podido hacerme esto?  Me habéis dejado sola con la niña.

Se quedó parada frente a su hermano, mirando con los ojos muy abiertos a un hombre de los que hablaban Maruchi y Jacinta, un hombre con un fusil. Traía detenido a Juan e iba a detenerla a ella también. Juan no parecía asustado, ni preocupado, tenía eso sí los ojos enrojecidos y la camisa sucia. ¿Qué estaba pasando? Juan llevaba un revolver en el cinturón. Detrás de ella Jacinta y Maruchi miraban a los recién llegados. Juan la besó en la frente, después se volvió hacia el hombre que la acompañaba.

-Magdalena, te presento a Luis Márquez.

¡Luis Márquez! Así que ese era el famoso Luis Márquez. Llevaba oyendo ese nombre desde que era pequeña, el mejor amigo de su hermano, a pesar de que nunca le había llevado a su casa. Muchos años después también fue amigo de su hijo.

De pequeña le imaginaba como un héroe; una persona a la que Juan admirara, por fuerza tenía que ser un héroe. Según fue creciendo le hizo bajito, muy delgado, casi anémico, con gafas redondas y metálicas, y  unas grandes entradas que en poco tiempo se convertirían en calvicie. Los ojos del Luis Márquez que ella había imaginado eran apagados, biliosos, no negros, no miraban con esa fuerza, ni tenían esa sombra de burla.  ¿Qué hacía ese hombre en su casa? ¿Por qué su hermano llevaba un revolver? Daba igual, ya se lo explicaría. Lo importante era que estaba allí y no pensaba dejar que se volviera a marchar. Así que ese era Luis Márquez. Uno de los otros y era amigo de Juan, su mejor amigo. Le tendió la mano, sonriéndole.

-Encantada de conocerle. Juan siempre habla mucho y bueno de usted.

Luis Márquez le estrechó con fuerza la mano.

-Lo mismo digo.

-Pasa Luis.

-Juan, ¿qué está pasando? No dejan de sonar disparos, tú…Tú llevas un revolver y el señor Márquez…

-No te preocupes: es más el ruido que las nueces. Ahora necesitamos asearnos un poco y comer. Tenemos un hambre de lobos. Luego hablamos más tranquilos.

¿Asearse y comer? Claro, no había más que verlos. ¿Qué hacía Luís Márquez en su casa?

-¿Y Marta?

-Está terminando de cenar.

-Mejor la veo luego, con estas pintas la voy a asustar.

Con esas pintas no solo asustaban a la niña. Los dos hombres se fueron a lavar. La radio no había dejado de dar noticias durante todo el día sobre lo ocurrido en el cuartel de la Montaña. Por la mañana no habían dejado de oírse los aviones y las explosiones. Más de una vez pensó que Juan podía estar allí, que podía ser uno de los muertos. Ahora estaba con ella y no le dejaría que se marchara, no esa noche, y a la mañana siguiente se irían, en tren o en coche, daba igual.

-Señora, ¿qué ocurre?

Las dos en la puerta, mirándola como si ella fuera el oráculo de Delfos. Todavía no sabía nada, salvo que su hermano y su amigo se quedaban a cenar.

Mientras les aguardaba en la salita se dijo que al menos Juan había aparecido y se encontraba bien. Maruchi llegaba contando horrores de la calle. Debían planear su marcha. Cuanto antes se fueran mejor. No necesitaba llevarse nada. Si aquellos bárbaros destrozaban la casa y se llevaban cuanto había de valor que lo hicieran.  Ya lo repondrían. Lo importante era que la niña y ella se alejaran cuanto antes de Madrid. Irían un poco apretados porque el coche de Juan no era muy grande y por supuesto no iba a dejar a Maruchi y Jacinta en Madrid. María Pilar no se iría hasta que Pedro apareciera, además no podía dejar a su suegra y la pobre mujer no estaba en condiciones de emprender un viaje en coche. Al menos eso esperaba. Desde luego se lo tenía que ofrecer, y si aceptaban, no le quedaría más remedio que dejar al servicio en Madrid.

Juan apareció en la salita, afeitado, con una camisa limpia de su cuñado, recuperado, al menos en parte, su aspecto normal.

-Estoy agotada. No puedes figurarte lo mal que lo he pasado. Sola con la niña en medio de este caos y sin saber nada de ti, ni de Enrique. Al menos podías haberme llamado. Sois dos inconscientes en los que no se puede confiar -Juan se dejó caer en un sillón sin contestar-. ¿Se puede saber para qué has traído a tu amigo del alma?

-Ha venido a ayudarte.

-Preferiría que me ayudaras tú.

-Te aseguro que en estos momentos es mejor que lo haga él.

-Está bien, como quieras. Da igual. Lo que ahora hay que hacer es preparar el viaje a Cáceres. Mejor mañana que pasado. Tendrá que ser en tu coche porque el nuestro lo han “requisado”, que es una forma fina de decir que nos lo han robado en nombre del proletariado.

-¿Qué estás diciendo?

No le dio tiempo a contestar porque Maruchi entró con la niña, ya en camisón. Al ver a su tío se lanzó a sus brazos.

-Voy a acostarla.

-Te acompaño –dijo sin soltar a la pequeña.

Maruchi, antes de que salieran, les preguntó dónde servía la cena.

-Aquí estaremos más cómodos –contestó Juan por ella.

-Te decía que nos han requisado el coche. Ayer vino el chofer a decírmelo. No veas qué disgusto traía. Si lo siento es porque en tu coche vamos a ir un poco apretados; pero da igual lo importante es que nos marchemos cuanto antes.

-Luego hablamos. Ahora vamos a llevar a la princesita a su cuna y a contarle un cuento.

Juan, con la niña en brazos, entró en su alcoba. Parecía no tener prisa, a pesar de que su amigo debía de estar ya en la salita esperándoles. Cuando la pequeña cerró los ojos ambos salieron despacio de la habitación.

–¿Me puedes decir qué está pasando?

-Luis debe de estar esperándonos.

Le agarró de la muñeca.

-¡Por favor!

-Una sublevación militar.

-Sí, eso es lo que dice la radio y los periódicos; pero…no sé, me parece tan extraño lo que está sucediendo…Más bien parece que fuera una revolución…

-Vamos a cenar. Estoy hambriento.

Luis Márquez estaba en el balcón, entretenido en mirar a la gente que pasaba. Maruchi había puesto ya la mesa, la misma donde Enrique y ella solían desayunar todas las mañanas. Los dos hombres tenían aspecto de estar muy cansados, los ojos enrojecidos, la piel macilenta. Se sentaron los tres, como si fueran amigos. Pidió a Maruchi que empezara a servir la cena. Era una noche calurosa, especialmente calurosa, así era como la recordaba, igual que no recordaba que ningún ruido extraño viniera de la calle. Juan comenzó a servir el vino. Ese color.

-Magdalena me venía preguntando sobre lo que está ocurriendo. Yo le decía que  la situación está un poco revuelta –Luis Márquez asintió con la boca llena-. Aunque todos esperamos que en un par de días todo esté solucionado.

Las mismas palabras de Enrique y de Pedro. Juan y su amigo comían como si no lo hubieran hecho en una semana, a ella sin embargo la comida se le quedaba pegada en la garganta. Luis Márquez olía a sudor, no se había cambiado de ropa.  Hubiera resultado una broma de mal gusto dejarle una camisa de Enrique, aquel hombre con un brazalete con la hoz y el martillo llevando una camisa de Enrique.  No lo quería ni pensar. Luis y Enrique compartiendo camisa. Si en esos días alguien le hubiera dicho lo que iba a pasar en unos meses, hubiera pensado que era un demente. De julio a diciembre. Cinco meses, cinco meses bastaron para que su vida cambiara. En esa noche de julio deseaba que ese hombre se marchara. Si estuviera cenando a solas con Juan, podrían estar hablando de su marcha, de sus padres. Juan le había dicho que Luis Márquez estaba allí  para ayudarla.

-Juan, tenemos que marcharnos. No sé nada de papá y mamá; pero supongo que en Cáceres todo estará mucho más tranquilo –se atrevió a decir.

Los dos hombres se miraron. El intruso se encogió de hombros, parecía querer decir a su amigo: “por mí lo que tú digas está bien.”

-Magdalena,  una buena parte de España está aún  en poder de los rebeldes  y los sindicatos y algunos partidos han establecido controles por todas partes.

-Pero tú vendrías con nosotras…

-Dejando a un lado que no puedo irme de Madrid en estos momentos, tampoco mejoraría en nada vuestra seguridad  el que yo fuera con vosotras.

-Magdalena, Juan tiene razón. De momento no puedes salir de Madrid.

Era la primera vez que se dirigía a ella directamente y era para decirle que no “podía” salir de Madrid. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no contestarle como se merecía. ¿Por qué no podía irse? ¿Acaso porque él lo decía? Ella no tenía porque obedecerle. Se iría cuando quisiera. En cuanto se marchara de su casa convencería a Juan. Se irían a la mañana siguiente. Sin equipaje. No necesitaba nada. Se fijó en la  copa llena de vino que tenía en la mano. Aquel líquido rojo oscuro. Aquel hombre podía impedir que se marchara. Sintió que se ahogaba. Cerró los ojos a pesar de que sabía que cuando los abriera él seguiría allí. Cuando consiguió abrirlos, los dos hombres la miraban, Juan con el entrecejo fruncido, el que se decía su amigo con una sonrisa, se estaba burlando de ella. Había ido a su casa  para juzgarla y condenarla. Llevaba un fusil. ¿Por qué había traído su hermano a ese hombre a su casa? Estaba segura de que conocía las ideas políticas de su marido y que les consideraba a ambos sus enemigos.

-¿Te ocurre algo?

Se llevó los dedos a la sien derecha.

-Todo el día sin poder salir de casa, sola con la niña, este calor. Las noticias, no han dejado de hablar del Cuartel de la Montaña, y de África, de Navarra- miró a su hermano-.Juan, tenemos que marcharnos.

Juan la cogió de la mano.

-Escucha: le he pedido a Luis que te prepare un documento que atestigüe tu fidelidad a la República, podríamos llamarlo un salvoconducto. Por si acaso la policía quisiera hacer algún registro, cosa que no creo.

Dijo la policía, pero su hermano, igual que ella, estaba pensando en un grupo de desalmados. Ella no quería ningún salvoconducto del Partido Comunista, lo que quería era marcharse de Madrid. Dios Santo no quería ni pensarlo. Si Enrique se enteraba. Juan no era un ingenuo, venía de la calle, y si había pedido a su amigo que le preparara ese papel era porque corría peligro. No se atrevió a preguntar.  Terminaron de cenar y pidió el café. Mientras lo esperaban Luis Márquez se limpió con cuidado las manos antes de sacar un papel de la cartera que llevaba en el bolsillo del pantalón.

-Procura llevarlo siempre contigo –le dijo tendiéndoselo.

Al cogerlo trató de que su mano no temblara. No lo consiguió y supo que él se había dado cuenta.

-Lo más probable es que no te haga ninguna falta, pero tampoco te estorbará –comentó Juan.

-Gracias. Voy a guardarlo- se levantó con la excusa de que no llevaba bolsillo en la falda.

Cuando entró en su alcoba a oscuras,  notó el golpear de su corazón. ¿Qué estaba pasando para que Juan hubiera llevado a Luis Márquez a casa de su cuñado? Dejó aquel salvoconducto encima de la cama sin abrirlo, parecía quemarla. No quería saber lo que ponía, no quería ver la hoz y el martillo en su alcoba.

Cuando regresó, los dos hombres hablaban, al verla se callaron. Sirvió el café que Maruchi había dejado sobre la mesa. No le gustaba cómo aquel hombre observaba la habitación ni  la vajilla, ni a ella. Había ido a su casa porque Juan se lo había pedido, pero no podía ocultar que la consideraba su enemiga.

-Gracias por la comida y la ducha, no veas lo bien que me han venido después de estos días – dijo levantándose tan pronto como se terminó el café. Podía haber dicho: gracias a ti por el salvoconducto, al fin y al cabo era su invitado. Le tendió una mano grande y fuerte –  Me marcho, estoy que me caigo de sueño.

No le gustó su sonrisa. No le gustó la sensación de su mano apretando la suya, era como si le estuviera diciendo: “ves, la mía no tiembla”. Juan también se levantó. Le miró  con los ojos muy abiertos, temiendo que él también dijera que se marchaba.

– Acompaño  a Luis y ahora vuelvo. Si  me acoges en la habitación de invitados, en diez minutos estoy  ya dormido.

–Claro que sí. Ahora mismo digo que te preparen la cama.

Juan se quedaba esa noche, esa noche también ella podría dormir tranquila. No les acompañó a la puerta, no quería ver cómo Luis Márquez cogía su fusil. La puerta se abrió y se cerró. Apagó la luz de la habitación y se acercó al balcón: los dos hombres hablaban en la acera, después se palmearon en la espalda. Luis Márquez comenzó a andar hacia la puerta de Alcalá, Juan entró de nuevo en el portal. Salió al pasillo para abrirle en cuanto le sintiera subir. No hizo falta que llamara.

-Juan, por Dios, tenemos que marcharnos.

-Tranquilízate. Vamos a sentarnos.

Maruchi terminaba de recoger la mesa cuando volvieron a entrar. Quizá fuera imaginaciones suyas pero le pareció que  la criada respiraba con alivio al ver a Juan.

-¿Dónde has estado estos días? –le preguntó.

-En el cuartel de la Montaña -contestó mientras se encendía un cigarrillo. Tras unos instantes de silencio, añadió:-. No ha sido muy agradable gracias a que adentro había unos fanáticos y afuera unos insensatos -notó como el aire se espesaba. Si la situación no fuera realmente grave Juan nunca hablaría de esa forma delante de ella. Se levantó y comenzó a pasear por la habitación, los labios apretados, la cabeza agachada y el cigarrillo en la mano. Se paró junto al balcón, como antes había hecho su amigo y luego ella misma. Miró hacia la calle, durante un instante, después se giró despacio y volvió a sentarse-. No te asustes, posiblemente lo peor ya haya pasado. ¿Sabes algo de Enrique?- negó con la cabeza- Por él no tienes que preocuparte. Cádiz está en poder de los rebeldes.

-¿Qué va a pasar?- balbució.

-Que dentro de unos pocos días el gobierno de la República restablecerá el orden y llevará a unos cuantos militares y a otros tantos civiles a la cárcel y para que eso suceda todos tenemos que arrimar el hombro. Mañana me marcho a Somosierra.

-¿Qué dices? Mañana tenemos que irnos a Cáceres -notó su voz demasiado chillona, incluso a ella le resultó desagradable -. En cuanto amanezca nos vamos. No necesitamos llevarnos nada.

-No, Magdalena. Es peligroso salir a la carretera en estos momentos.

-¿Y no es peligroso quedarnos aquí?

-No lo es para ti con el certificado que Luis te ha dado.

-Juan, no digas tonterías. ¿Cómo voy a llevar yo un papel con la hoz y el martillo en el bolso? ¿No sabes con quién estoy casada? –se levantó y comenzó a andar de un lado a otro de la habitación-. No puedo aguantar más, si supieras los días que he pasado… Sin poder salir a la calle… Temiendo que suene el timbre de la puerta… 

-Magdalena, tranquilízate, por favor.

-¡Tranquilízate, tranquilízate! ¿Cómo voy a tranquilizarme si me dejáis sola con la niña en medio de una guerra?

El silencio de la noche llenó la habitación.

-No exageres. Nadie ha hablado de guerra -solo la cordura podía vencer a los fantasmas de la guerra. Como cuando eran pequeños y a ella le asustaban los pasillos oscuros y él le explicaba que el pasillo solo era un pequeño camino que unía las habitaciones donde dormían, leían o comían las personas que la querían -. La situación es preocupante, pero no crítica. No te gustará llevar la hoz y el martillo en el bolso, pero debes hacerlo, es por tu seguridad. Luis es un buen amigo, puedes confiar plenamente en él. Antes de subir ha querido saludar a la portera.

-¿A Josefa? ¿Para qué?

-Luis ha pensado que no estaría de más que viera las visitas que tienes.

-Es una buena mujer.

-Lo supongo, pero es mejor que seamos precavidos.

-La mejor precaución es que salgamos de Madrid.

-Magdalena, es peligroso para ti y para la niña salir de Madrid en estos momentos. No insistas.

Comenzó a llorar.

-¿Por qué me torturas de esta manera?

Juan se levantó y le acarició la cabeza.

-Los dos estamos muy cansados, lo mejor será que nos vayamos a dormir.

-No sabemos  nada de Pedro desde el domingo.

-Gracias a gente como ellos estamos como estamos. Estará escondido en alguna casa de confianza. No te preocupes, y cuanto menos te relaciones con ellos mejor.

Entró en la alcoba y sentada en la cama escuchó la respiración tranquila de Marta. También ella podría dormir esa noche. Qué locura irse a Somosierra. Cuando Juan se marchara volvería a encontrarse en el pasillo oscuro. Encendió la lamparita de la mesilla, sobre la cama estaba el papel que Luis Márquez le había dado. Según ellos, con aquel papel  no debía temer nada. ¿Qué estaría pasando en las carreteras? Vio su nombre, la firma de Luis Márquez y el sello del partido comunista. Si ellos eran los que mandaban podía pasar cualquier cosa. Si tenía tanto poder ¿por qué no la ayudaba a llegar a Cáceres? Juan estaba en la habitación de al lado. Nada malo podía pasar.

Se despertó sobresaltada por los ruidos que venían del pasillo. ¡Habían entrado! Tardó unos instantes en darse cuenta de que debía de ser Juan. Salió en bata, él ya estaba preparado para marcharse. Volvió a insistirle: tenían que marcharse.  La besó en la frente, siempre la besaba en la frente, parecía su segundo padre.

-No te preocupes, en una semana ni nos acordaremos de estos días.

Volvió a su alcoba sin dejar de pensar que aquel año, el día de su Santo lo pasaría sola.

Luis Márquez había muerto. El primero de ellos que había muerto. Y su hijo, Juan,  le velaba aquella noche. Su hermano, en su casa de Buenos Aires ya habría leído su telegrama, o lo leería en unas pocas horas, también él sabría que Luis había muerto y se le saltarían las lágrimas porque era su mejor amigo e Isabel le consolaría. Su hermano habría querido estar en el velatorio de su amigo, acompañando a su sobrino, los dos juanes junto al féretro de Luis.  Luis muerto. Su mano derecha comenzó a tocar, en el vacío, las teclas de un piano imaginario, mientras que tarareaba el lamento que suponía el primer movimiento del Claro de Luna, en recuerdo ¿del amante? ¿Del amigo? Después del concierto eran amigos. Muerto. Solo porque Luis hubiera asistido a su concierto en el Chatêlet merecía la pena las horas que había permanecido ensayando a lo largo de su vida. Sin el concierto no habría habido reencuentro.  Luis mirándola, escuchándola, como entonces. El claro de Luna. La luna es un pozo chico. Sin el concierto su hijo no se habría alejado de ella

Siempre le había gustado la música, estudiar la carrera de piano casi no le había supuesto ningún esfuerzo. Había sido una niña tímida y una adolescente aún más tímida. Lo que la costaba hablar, incluso con sus compañeras de colegio, con sus primos y sus tíos. Quizá por eso no le preocupaba pasar horas y horas ensayando. Su profesor, don Hipólito, decía que ella podría llegar donde quisiera, que tenía una capacidad innata para la música. Era una lástima, le explicaba, que el conservatorio de Madrid, desde que habían trasladado la sede del Teatro Real, estuviera prácticamente abandonado. Por eso, si quería convertirse en una virtuosa, en cuanto terminara la carrera de piano debía irse a Barcelona, a la Academia que en su día había fundado su amigo Enrique Granados. Y de allí al conservatorio de París. Don Hipólito le hablaba de las mujeres, sobre todo de Paquita Madriguera, que habían estudiado en la Academia y que eran unas grandes pianistas,  y ella se sentaba al piano imaginando que algún día sería como ellas: una gran concertista de piano. Lo intentó, más bien empezó a intentarlo. Su hermano  la apoyó frente a sus padres: tenía un don y debía de aprovecharlo.

-¿Quieres de verdad ir a estudiar a Barcelona? –le preguntó su padre. Claro que quería.  Con dieciséis años, las pocas amigas que tenía soñaban con chicos, ella con que le dieran una beca para el conservatorio de París, con dar conciertos de piano en los más importantes teatros del mundo – ¿Sabes que por mucho que estudies, puede ocurrir que no te admitan en París si hay otros pianistas mejores que tú?

Lo sabía, podía suceder; pero también podía ocurrir que  ella fuera la mejor.

Su padre accedió, el plan de su profesor era que durante un año o año y medio él la prepararía conforme el método de Granados, mucho pedal, muchos dedos. Después irían a Barcelona, para preparar el examen de ingreso en París. Cuatro años, cuatro años de estudio. Primero en Madrid, luego en Barcelona, más tarde en París.

Su madre desaprobó el plan.

-¿Qué chico va a fijarse en ella si lo único en lo que piensa es en el piano?

Si algo había sobrado en su vida era chicos que se fijaran en ella, solo que entonces no lo sabía. Con dieciséis años no sabía casi de nada, salvo de música.

Un año después seguía sin estar muy preparada para la vida, porque una vez terminado el colegio se dedicó por completo al piano. Durante el otoño y el invierno trabajó duramente. Se levantaba muy temprano, iba a clase y se pasaba casi todo el día ensayando, salvo algún rato que salía con sus amigas. No la entendían ¿para qué tanto esfuerzo?  Su familia estaba muy bien considerada y, sin ser multimillonarios, tenían suficiente dinero, podría casarse con quien quisiera. Además el piano siempre estaría allí, mientras que sus diecisiete se irían, tenía que disfrutar de cada día. A mediados de mayo fue a Barcelona, don Hipólito quería que  su amigo Marshall la escuchara. Juan les acompañó. Fue un viaje maravilloso, a pesar de lo nerviosa que estaba. Tocó para Marshall y otro profesor de la Academia, el capricho español y el nocturno número 2. Su veredicto fue:Magdalena promete, sus fraseos son buenos y se nota que tiene una gran sensibilidad para la música; pero todavía le falta técnica. Le marcaron un plan de estudios. Don Hipólito estaba perfectamente cualificado para seguir siendo su maestro. Tenía que seguir trabajando y al próximo año, volvería para volver a examinarse y si había progresado, se quedaría allí al menos durante un año. Aquella noche Juan les llevó, a don Hipólito y a ella, al Liceo, vieron La Traviata. Fue una velada magnífica. Quizá algún día ella tocara en ese escenario.

Durante la  primavera estudió más que nunca. Su plan para el verano no difería mucho del seguido en las otras estaciones, salvo que cada mañana bajaría a la playa, mientras estuvieran en Santander. Así empezó, pero no le duró mucho, justo hasta que empezó a darse cuenta de lo amables  que eran los hermanos de sus amigas, los amigos de su hermano, sobre todo si les sonreía.  Cada mañana, se pasaba más tiempo delante del espejo, disfrutando de la imagen que le devolvía, la de una joven  muy atractiva, no la de una niña con coletas y uniforme. Tenía derecho a disfrutar de aquellos días, de la playa, de los paseos, de algún baile que otro. Aquel verano terminó sin que hubiera avanzado prácticamente nada en su técnica como pianista. Le seguía atrayendo la idea de subir a un escenario con un traje de noche, y que la aplaudieran durante mucho tiempo al sonar la última nota del concierto. Sin embargo, al llegar a Madrid  después de las vacaciones, resultaba tan agradable levantarse un poco tarde, sobre todo los días de lluvia, desayunar despacio mientras se habla por teléfono, abrir el armario y elegir la ropa que se iba a poner. Salir luego de compras: había tanta ropa bonita en Madrid. Su madre nunca le ponía pegas cuando se encaprichaba de unos zapatos o un sombrero. Quedarse luego a tomar el aperitivo con las amigas, o ir por la tarde a merendar o al cine. El piano le exigía demasiado y no era bueno obsesionarse,  al fin y al cabo daba igual  si en prepararse para el examen del conservatorio tardaba tres años en lugar de dos. Don Hipólito movía la cabeza de izquierda a derecha y apretaba los labios mientras la escuchaba. “No, no. Magdalena, la gente va a muy preparada y tú cada vez estudias menos”. Ella asentía y le prometía que iba a esforzarse. Luego llegó la primavera y la temperatura era tan agradable, las tardes tan soleadas y ella tenía que quedarse en su casa aporreando las teclas. Sus faltas fueron cada vez más habituales. Don Hipólito habló muy seriamente con ella: en otoño no estaría preparada para ir a Barcelona.  Fue un jarro de agua fría, le hacía tanta ilusión. Había sido mucho el esfuerzo durante muchos años. ¿Qué dirían su padre y su hermano si no lo conseguía? Tenía que recuperar el tiempo que había perdido, sus manos recuperarían la agilidad en cuanto empezara a estudiar en serio. A punto de cumplir los  dieciocho, uno sesenta y siete de estatura, ojos de color miel, pelo castaño claro y una sonrisa preciosa según le decían los chicos.  Ella quería salir y entrar y volver a salir, ya no era la niña de las coletas; pero también estaba París y las salas de conciertos. Tal vez si Carmen no la hubiera invitado a pasar unos días  en su casa de Cádiz, lo hubiera conseguido.

En Cádiz, le decía,  montarían a caballo, irían a la playa, pasearían por las calles de Cádiz y por las del Puerto;  por las noches irían a fiestas, se acostarían muy tarde y se levantarían aún más tarde,  conocería a un montón de chicos guapos.  Carmen siempre decía que los gaditanos eran los chicos más guapos de toda España, también le decía que su madre en el verano le dejaba hacer lo que quisiera; porque como conocía a todo el mundo sabía que no corría ningún peligro, no era como en Madrid donde el ambiente, desde que habían echado a Primo de Rivera, empeoraba de día en día. Parecía un plan magnífico y más teniendo en cuenta que estaría en Cádiz durante el tiempo en que sus padres estarían en ese pueblo aburrido y soñoliento de Cáceres, en el que nunca había nada que hacer, salvo sentarse delante del piano. La tentación era demasiado fuerte. A veces, mientras Carmen hablaba no dejaba de preguntarse de quién habría sido la idea de invitarla ¿de ella o de su hermano Pepe? No es que Carmen no fuera amiga suya, se conocían desde pequeñas; pero  se había cuenta de que Carmen había cambiado respecto a ella desde una tarde en que fue a casa de su amiga a merendar y Pepe apareció en la salita y se sentó con ellas. Le extrañó bastante porque hasta ese momento no la había hecho ningún caso. Tampoco su hermano solía hacer mucho caso a sus amigas, a él solo le interesaba la política. A partir de ese día, cada vez que quedaba con Carmen, Pepe aparecía antes o después. Cine, vermut, baile. Pepe era guapo, pero bastante soso y además ella no tenía ninguna gana de comprometerse. 

En ese tiempo  Carmen se convirtió en su mejor amiga, mientras el resto de compañeras de colegio se fueron separando de ella. No hacían más que quejarse de que cuando ella estaba los chicos las olvidaban, incluso los que se suponía eran sus acompañantes. Si eran unas estúpidas malintencionadas allá ellas, no tenía porque aguantar sus malos modos.

A primeros de julio cogió el tren junto con la familia Díaz de Val, los padres y Carmen, Pepe iría más tarde. No, Carmen no tuvo la culpa de que ella abandonara la carrera de piano, tampoco la tuvo  de que se casara con Enrique, ni de que ella se convirtiera en la amante de Luis, a pesar de que estuvo presente, de una manera u otra, en muchos de los acontecimientos más importantes de su vida. Y todavía lo seguía estando aunque hiciera más de treinta años que no se veían. Al separarse de Enrique casi deseó que se fuera a vivir con ella. Si Carmen hubiera presentido lo que iba a ocurrir nunca la habría invitado a Cádiz, aunque su hermano se hubiera enfadado. Tal vez si Juan hubiera tenido algún presentimiento no habría llevado a Luis a su casa. Si ella hubiera sabido que su hijo conocía a Luis, si ella hubiera sabido que al comenzar a hablarle a su hijo de la guerra despertaría su curiosidad y no dejaría de preguntar. Si ella, si Juan, si Carmen, si Luis, si su hermano… Una guitarra, una guitarra en sus manos, las dos únicas veces que había tocado la guitarra en público. “Cuando clava mi moreno sus ojazos en los míos…Lo que valen son tus brazos cuando de noche me abrazas”  Si no le hubiera dado la guitarra para que cantara, quizá habría pasado desapercibida.  Si no hubiera conocido a Enrique, tal vez habría continuado preparándose para la beca, y en julio del treinta y seis ella haría estado en París, y no habría conocido a Luis, no habría nacido Marta, su niña, la madre de sus nietos. Tampoco estaría viajando hacia París para reencontrarse con su hijo. Lo que podía haber pasado o no carecía de valor, lo cierto es que el dieciséis de julio de mil novecientos treinta, en la celebración del día de su santo, Carmen Díaz del Val le tendió una guitarra.

La luna brillaba en el cielo y las luces en el patio, olía a arrayanes y a flores cuyo nombre desconocía. Todos los hombres eran elegantes y simpáticos, todas las mujeres estaban guapas con sus vestidos de noche. Una orquesta tocaba y las parejas bailaban. Pasada la medianoche, al pequeño tablado, donde hasta entonces la orquesta había tocado valses y swigs, subieron tres hombres con guitarras, un cantaor y un cuadro de baile. Las bandejas con bebidas no dejaban de pasar. A esas alturas de la noche la mayoría de los presentes estaban achispados. Cantaron, bailaron y para terminar felicitaron a la anfitriona y a su hija. Entonces, sucedió: Carmen avanzó decidida hacia el escenario y le arrebató la guitarra a uno de los hombres que hasta hacia unos momentos había estado tocando y le pidió que subiera, mientras explicaba a los asistentes quien era su amiga. Todos la miraban.

-Venga, demuéstrales cómo se canta en Madrid.

Carmen de pie, también  debía de estar achispada, ofreciéndole la guitarra y ella roja como la grana.

-Carmen, por favor -dijo muy bajito, casi  para sí misma. Su amiga insistió y Pepe dijo en voz alta:

-¡Qué cante!

¡Pepe y su sosería pidiéndole que cantara! ¿Habría sido suya la idea? El resto del grupo  que estaba con él le hizo coro. Si hubiera podido desaparecer, hacerse invisible. Una cosa era hablar y reír con la gente que iba conociendo y otra muy distinta ponerse a cantar delante de ellos. Le temblaban las piernas, pero no podía negarse. Subió al escenario entre un fuerte aplauso. Rasgueó la guitarra.

-Tiene un sonido excelente-  dijo a su dueño, y al mirarle  se dio cuenta de que el hombre había temido por ella. Aquel hombre.

-Las guitarras de Algodonales son las mejores de España y las que hacen mi padre y mi hermano las mejores de Algodonales.

-Magdalena, una canción de Madrid.

Cuanto antes comenzara, antes terminaría. El hombre pareció decirle adelante con la mirada y la sonrisa, a la vez que adelantaba  una de las sillas que había en el escenario, para que se sentara. ¡Aquel hombre y su guitarra! Se hizo un gran silencio. Un silencio que se podía respirar y que llegaba hasta lo más profundo de su ser. Carraspeó, no le iba a salir la voz, iba a desafinar. Cerró los ojos; el silencio, la noche y ella, así a lo mejor le salía la voz. Volvió a rasguear la guitarra.

-Os voy a cantar la guajira de la Revoltosa –dijo con la vista puesta en las cuerdas de la guitarra.

¿Por qué elegiría aquella canción? Cuando Carmen les presentó poco antes de empezar la cena, pensó que su amiga exageraba, era guapo, pero como tantos otros chicos. Le gustaba esa canción, le gustaba la letra y la música, era idónea para una noche como aquella.

«Cuando clava mi moreno sus ojazos en los míos/ tó mi cuerpo me se enciende/ y se me pierde el sentido…» ¿Sintió que había unos ojos que estaban clavados en ella? La canción decía que una mirada  producía frío.  A veces las miradas producen un  frío extraño y agradable. Un frío que no se sabe si es frío o  calor; pero esa noche no lo sintió, o a lo mejor sí. Al entregar la guitarra a su dueño, él estaba a su lado. ¿Se miraron? ¿Se miraron con esa mirada que entraba como un estilete de hielo candente? El barullo que se creó a su alrededor les separó. Un hombre relativamente mayor ocupó su lugar en el escenario, un primo de la dueña de la casa, y de nuevo se hizo el silencio.  Aquella noche olía a arrayanes y a flores de nombres desconocidos. Después subió una joven más o menos de su edad, le pareció bastante sosa, tras de ella la orquesta volvió a tocar. No dejó de bailar en toda la noche, eso que no lo hacía muy bien, quizá porque era demasiado alta. No bailó con él,  ¿lo echó de menos? Acabó agotada y feliz, a pesar del pesado de Pepe. 

Cuando  la fiesta terminó Carmen entró a su habitación. Llevaba sobre los hombros un precioso chal de seda.

-Mira lo que me ha regalado. El regalo es de la familia, pero yo sé que lo ha elegido él –se pasó las manos por el chal acariciándolo-. Es como si me dijera esa seda son mis manos. ¿A qué es un encanto? –asintió divertida y algo escandalizada-.  Cada vez que me mira es que me derrito -se pasó la lengua por los labios. «Cuando clava mi moreno sus ojazos en los míos/ tó mi cuerpo me se enciende/ y se me pierde el sentido…» . Desde luego Carmen había perdido el sentido-.  Cuando bailó con él, cuando me coge en sus brazos…esa noche no puedo dormir. La última vez hasta tuve que quitarme el camisón porque…

-¡Carmen!

Pero Carmen no calló, siguió hablando durante horas de su Enrique porque estaba segura de que ese verano él le pediría que fuera su novia. Ella la escuchaba, nunca había escuchado que nadie hablara como lo estaba haciendo Carmen.

Cuando su amiga se marchó era ya muy tarde, sin embargo no tenía sueño. Se sentía excitada. ¿Sentiría ella alguna vez algo parecido a lo que sentía Carmen por ese Enrique Álvarez? Se asomó a la ventana. Allí estaba la Osa Mayor. Trazó con  el dedo la línea en que se encontraba la Polar.  Sonrió, siempre en el mismo sitio. Quizá en medio del Atlántico un marinero también la mirara, al mismo tiempo que ella. Tal vez estaría apoyado en la borda, como ella estaba apoyada en la ventana. ¿Qué significaría que dos personas en el mismo instante estuvieran mirando al mismo punto? Ese marino sería el hombre del que ella se enamoraría. No un abogado, ni un ingeniero, un marino. Ella quería que su novio y luego su marido fuera un marino, un capitán de barco que hubiera conocido todos los mares, todos los puertos, todas las mujeres y que al verla a ella cayera rendido a sus pies. Y mientras él navegaba, ella tocaría el piano acordándose de él, luego cuando se volvieran a encontrar se olvidarían de la mar y de la música y solo existirían ellos dos y el silencio. Su luz, la luz de la Polar, que ellos veían juntos, se había producido hacía miles o millones  de años. Ella se enamoraría de él nada más verle. Notó un escalofrío, la infinitud del Universo parecía tragársela. Cerró los ojos. ¡Ojalá llegara a sentir lo mismo que Carmen por un hombre! Solo tenía que encontrar  al hombre que había estado mirando a la Polar el dieciséis de julio de mil novecientos treinta. De una cosa estaba segura: ese hombre no era Pepe Díaz del Val. Sintió un escalofrío al recordar las palabras de Carmen ¿Qué estaría haciendo? Notó que las mejillas le ardían ¿Qué estaría pensando o sintiendo Enrique Álvarez? Seguramente estaría dormido. Se tumbó en la cama sin dejar de mirar al cielo y a sus estrellas. Cuando cerró los ojos empezaba a amanecer.  ¿Había tenido Luis la mirada fija en la polar ese dieciséis de julio sobre las tres de la madrugada? Nunca se lo había preguntado. 

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