I
Madrid,
Plaza de Toros de las
Ventas del Espíritu Santo.
Miércoles, 17 de junio de 1931
Faltaban más de dos horas para el comienzo del festejo y nadie lo hubiera dicho. Si la corrida se hubiese celebrado en cualquier otra plaza del mundo, o en circunstancias menos especiales, a una hora tan temprana no habrían aparecido ni los porteros. Sin embargo, aquella soleada y calurosa tarde de junio, todo Madrid pareció ponerse de acuerdo para acercarse hasta la Plaza Nueva. Muchos —hasta veintitrés mil— con entrada en la mano. Otros, que no eran pocos, simplemente por curiosear y no perderse el gran acontecimiento. Por poder decir luego, durante el resto de su vida, en las tertulias de taberna, entre chato y chato de vino: Yo estuve allí, el día que inauguraron la Plaza de Toros de las Ventas.
La gran explanada de tierra apisonada que se extendía frente a la puerta principal era un hervidero de personas que iban de acá para allá, mirando hacia el cielo, hacia los arcos mudéjares de la imponente plaza; hacia los azulejos que coronaban la fachada de la entrada principal —la Puerta de Madrid, la Puerta Grande— y luego se preguntaban unos a otros, extrañados, por el motivo de que la fecha que allí figuraba inscrita fuese la de 1929. Sin darse cuenta, el público había formado dos procesiones que giraban, en sentidos contrarios, alrededor del coso. Los que habían completado la vuelta, se arremolinaban en grupos e intercambiaban pareceres. Había opiniones para todos los gustos. Los más pensaban que era demasiado grande. Algunos apuntaban que era una copia ampliada de la Plaza de la Carretera de Aragón, a la que los más intrépidos ya se atrevían a llamar la Plaza Vieja. ¡Quía! —exclamaban entonces los defensores del clasicismo—. ¡De vieja, nada! Esta nueva plaza no le llega a la otra ni a la altura de los talones. Será más grande, pero no más torera. ¡Que nadie sueñe con que va a desbancarla!
Hacía apenas un mes que al alcalde, don Pedro Rico, se le había ocurrido la idea de organizar un festival benéfico para recaudar fondos, que irían destinados a ayudar a los parados de Madrid. Era la razón ideal para inaugurar la plaza, algo que llevaba retrasándose demasiado tiempo. Se había terminado de construir dos años antes —de ahí la fecha de los azulejos—, pero los alrededores y accesos aún se encontraban en un lamentable estado. Con motivo del festival, a toda prisa, se había procedido al desmonte y acondicionamiento del terreno. Aun así, los terraplenes rodeaban la plaza; el pavimento de la calle de Alcalá terminaba bruscamente al desembocar en la explanada; los medios de transporte eran insuficientes para llegar a un lugar tan alejado… No en vano, sus detractores la llamaban la plaza de donde da la vuelta el viento. Y es que allí, ciertamente, se acababa Madrid. Más allá, sólo huertas, casuchas y el arroyo Abroñigal, cuyo hilo de agua, que se iba estrechando poco a poco a medida que se acercaba el verano, era el hogar ideal para millones de mosquitos.
Pero ese día, a todo el mundo parecían importarle un rábano tamañas incomodidades. El ambiente era de fiesta y el acontecimiento de primera magnitud. Nada menos que ocho toreros iban a salir al ruedo. ¡Y a cual mejor! Fortuna, Villalta, Marcial Lalanda… La flor y nata del momento.
Por la calle de Alcalá no paraban de llegar vehículos que, siguiendo las indicaciones de los empleados municipales, iban aparcando ordenadamente, formando un nuevo círculo alrededor de la plaza. Los tranvías y el metro también contribuían lo suyo, descargando más y más público.
Cuando, a las dos y media, se abrieron las puertas, se organizó un gran tumulto en una de las laterales, momento que aprovecharon varias docenas de aficionados para colarse sin pagar. Los guardias a caballo acudieron con prontitud, para restablecer el orden.
Poco a poco, las gradas de cemento se fueron poblando de gente. El aspecto interior del recinto lucía magnífico. Había sido decorado con esmero, como la ocasión merecía. Cientos de banderas, cintas y gallardetes, todas ellas luciendo los colores de la recién estrenada República: rojo, amarillo y morado, engalanaban los tendidos.
Para una hora antes del comienzo de la lidia, estaba anunciada la actuación de la banda municipal y ni siquiera eso querían perderse los espectadores, tan deseosos como estaban de fiesta. Cuando hicieron su aparición los músicos, fueron recibidos con una gran ovación. Más de la mitad del aforo ya había ocupado sus localidades.
En aquellos precisos momentos, Paloma entraba en la plaza, cogida del brazo de su tío Curro.
—¡Lo ves tío! Llegamos tarde, ya han empezado —protestó la muchacha—. Te dije que nos diéramos prisa.
Paloma era muy bonita. Lo era los días normales, vestida con una blusa y una sencilla falda gris. Aquel día estaba sencillamente espectacular. Cuando, cinco años antes, había llegado a la casa del tío Curro desde Badajoz, su aspecto no era tan bueno. Su madre, en el lecho de muerte, le había entregado un sobre con una carta para su hermano y le había hecho prometer que acudiría a él, único pariente que le quedaba vivo. La niña era despierta y no se había hecho de rogar. Tampoco era que tuviese muchas más opciones donde elegir. O su tío o el hospicio, siendo la segunda la preferida por las monjitas del colegio. “Tan joven no puedes ir sola a Madrid ¡Válgame Dios!” —exclamó sor Teresa—. ¡Pero vaya si pudo! A los dos días del entierro, con el poco dinero que también le había dado su madre, sacó un billete de tercera y se plantó ella solita en la capital, todavía, del reino. Más trabajo le costó encontrar el camino desde la estación hasta la casa del tío Curro. Mostraba a todo el mundo las señas escritas en el sobre, pero sólo obtenía encogimientos de hombros. Por fin, un guardia reconoció la dirección y le dio indicaciones para que cogiera un par de tranvías, uno que la llevase hasta la Puerta del Sol y, desde allí, otro hasta las Ventas. “Cuando llegues, tendrás que volver a preguntar. Mejor que lo hagas por la Huerta del Catalán. Ya no existe como tal, pero es así como conoce todo el mundo aquella zona. La casa de tu tío debe estar por los alrededores. Has tenido suerte de que yo haya estado destinado en ese distrito durante un par de meses” —le dijo el guardia—. Por fin, cuando comenzaba a anochecer, entró en el amplio jardín de la casa de su tío.
—Estate tranquila, que no llegamos tarde —sonrió el tío Curro, dándole palmadas en la mano que sujetaba su brazo—. Esos aplausos deben ser para la banda de música, pero aún no se los oye tocar.
Él también recordaba el día en que Paloma había aparecido en su puerta. Una niña flacucha con aspecto de estar desnutrida y la tristeza dibujada en el rostro. Antes de coger el sobre que la niña le tendía, ya sabía de quién era hija. Tenía los ojos verdes de las mujeres de su familia. Los mismos que había tenido su madre y los mismos que recordaba en su hermana menor. Paloma era su sobrina, de eso no cabía la menor duda. Al principio, le pareció que el destino le había jugado una mala pasada. Desde luego, educar a una niña de doce años era algo que no había entrado en sus planes hasta aquel momento. No tardó en comprender cuál era su obligación y ahora no le pesaba haberla aceptado. A los pocos días de estar con él y ya algo más animada, con la seguridad de comer caliente tres veces al día, Paloma le había preguntado qué era aquella construcción circular que se veía a lo lejos y en la que se afanaban un buen número de obreros. “Eso, niña, será la nueva plaza de toros de Madrid. Cuando la terminen, que va para largo” —le había respondido—. “¿Podremos ir a ver los toros?” —preguntó ella—. “¡Pues claro! Te prometo que la primera corrida que hagan en esa plaza, yo te llevaré a verla”.
Y allí estaban ahora, cumpliendo la promesa. Había tirado la casa por la ventana: entradas de las buenas para los dos y vestido nuevo, peluquería y maquillaje para su sobrina. ¡Ahí es nada! De esa guisa, los diecisiete años bien aprovechados de la joven parecían algunos más y las cabezas de los hombres se giraban a su paso. Algunos hacían comentarios por lo bajo, preguntándose por la relación que unía a tan desigual pareja. ¿Padre e hija? ¡Ni hablar! Van demasiado acaramelados. Comentarios que pasaban desapercibidos para Paloma y que hacían las delicias de tío Curro.
Salieron a la plaza por el vomitorio del tendido nueve. No habían hecho más que sentarse en sus localidades de primera fila, cuando la Banda Municipal, perfectamente formada en el centro del ruedo, atacó España cañí y los aplausos volvieron a sonar con fuerza. En las bocas de un buen número de espectadores aparecieron, por ensalmo, puros de todos los tamaños. Fue como si se hubieran puesto de acuerdo en que había llegado el momento de encenderlos. El tío Curro hizo lo propio, con uno enorme que había comprado por la mañana.
—Pero tío, si tú no fumas —protestó Paloma.
—Una corrida sin un buen veguero no es corrida ni es nada, niña. Las tradiciones están para respetarlas —apostilló tío Curro.
El humo de los cientos de cigarros encendidos ascendió en el aire. Una suave brisa lo empujó hasta lo alto de la loma que se encontraba a espaldas de la plaza, por la parte de los corrales, donde se iba formando una larga fila de personas al borde del precipicio. En aquella zona, el terraplén bien tendría sus buenos quince metros de altura.
—Si hay algo que me ha gustado siempre de los toros es el olor a puro —afirmó Crescencio, el Cojo—, sobre todo desde que el médico me prohibió que los fumara.
Crescencio había perdido la pierna izquierda en la Guerra de Cuba y nunca había aceptado ponerse una ortopédica: ¿Una pata de palo yo? ¡Ni que fuera un pirata! —decía—. La medalla que le concedieron por su valor en el combate la llevaba puesta siempre. Ahora, con la edad, ya no era capaz de correr y saltar como cuando era joven. Entonces, nadie hubiera podido superarle en su habilidad con las muletas.
—¿Y qué? ¿Acaso si te dejase fumar el médico, tendrías para comprarte un puro? ¡Pero si no tienes donde caerte muerto!
El de la puya había sido su amigo Melquíades, el Panadero. Alguien que no los conociera habría pensado que se llevaban como el perro y el gato. En realidad, eran inseparables. Tendrían más o menos la misma edad, aunque la vida les había tratado de forma muy diferente. Melquíades tenía arrendado un horno de pan, no demasiado lejos de la plaza, en la pendiente que descendía hasta el Abroñigal. Su alta chimenea podía divisarse desde el lugar en el que se encontraban. Presumía, porque podía, de gozar de una posición desahogada. Sobre todo, si se comparaba con la mayoría de las personas que poblaban aquellos andurriales. No en vano, casi todos sus vecinos se dirigían a él como don Melquíades. Crescencio, en cambio, no es que fuera pobre de pedir, pero sobrevivía, más mal que bien, gracias a una exigua pensión y lo poco que ganaba su mujer, fregando escaleras en unos cuantos portales de la calle de Goya. Melquíades tenía tres hijos, todos varones. Crescencio no había tenido descendencia.
—Yo no tendré donde caerme muerto, pero sé de uno al que más le valdría morirse antes de que lo maten sus hijos, para cobrar la herencia.
Y es que Melquíades no se llevaba muy bien, ni con sus hijos, ni con su señora. Todo el mundo lo sabía.
Crescencio se sentaba en la única piedra que había en el borde del terraplén. Se la había cedido un joven, dada su condición de mutilado. Su nombre era Amadeo. Llevaba puesto el uniforme de cartero y su amplia bolsa de cuero reposaba apoyada en la piedra. Hacía poco más de un año que se había mudado a su nueva casa, situada a unos trescientos metros, detrás de donde ahora se encontraban. Conocía, de antes, a los dos viejos gruñones, aunque apenas si había cruzado unas palabras con ellos.
—¿Cómo es que no vas a la corrida? —continuó Crescencio—. Ninguno de nosotros podría verte —dijo, señalando a su alrededor, donde todos eran vecinos y conocidos—, así es que con sacar una entrada de andanada y luego decir que has estado en barrera, podrías presumir todo lo que te diese la gana.
—¡Bah! —respondió con desdén el aludido—. Esta corrida es una filfa. Muchos toreros con mucho nombre, pero de lo demás ná de ná. ¡Pero si hasta los toros son regalados! ¿Vosotros creéis que alguien iba a regalar un toro que fuese bueno? Serán todos cojos y mansos, ya lo veréis.
Melquíades había hablado en plural, dando a entender que Amadeo estaba invitado a la conversación; una ocasión que el joven no estaba dispuesto a dejar pasar, aunque antes de que pudiera decir palabra, el Panadero añadió:
—Además, ya estuve en los toros ayer. ¡En la plaza de verdad, viendo una corrida de verdad!
—¿En la que se presentaba Domingo Ortega? —intervino finalmente Amadeo—. He oído que va para figura. ¿Qué tal estuvo la cosa?
—¡Hombre! Me alegra encontrar a alguien que entiende de toros. Porque aquí, el amigo Crescencio se quedó anclado en la época de Lagartijo y Frascuelo —hizo una pausa por si su amigo quería responder, pero ante la indiferencia de éste, prosiguió—: Pues, con respecto a su pregunta, joven, Ortega ná de ná. ¡Un fiasco, vamos! Que se había llevado a sus incondicionales a la plaza y ni siquiera ellos fueron capaces de aplaudirlo. El que lo hizo bien fue Villalta, que cortó una oreja. ¡Ese sí que es un torero!
Amadeo no es que fuese un gran aficionado. Más bien ni fu ni fa. Había leído la crónica por la mañana, en los periódicos que llegaban a la estafeta, y, por tanto, ya conocía la respuesta antes de hacer la pregunta.
—¡Villalta! —repitió Amadeo-. También torea hoy, ¿verdad?
—¡Psá! Le van a soltar un morlaco, pero torearlo ya veremos si lo torea.
La música de la banda llegaba hasta donde se encontraban, amortiguada pero reconocible. Poco a poco, el tendido de los pobres se iba llenando. Venía gente de las casas de los alrededores y del vecino barrio de la Guindalera. La mayoría se conocían. Otros, algunos de los curiosos que habían llegado sin entrada desde otras zonas de Madrid, se aproximaban con la esperanza de poder ver algo. Esa misma esperanza la habían perdido tiempo atrás los del lugar, a medida que los muros de la plaza en construcción se iban elevando por encima de la altura del terraplén.
En el interior, a Paloma se le iban los pies al ritmo del pasodoble que ahora estaba sonando y se removía feliz en el asiento. No paraba de mirar a su alrededor. Nunca antes había visto tanta gente junta.
—Veremos lo que nos cuenta esta noche el Curro —terció Crescencio, sentado en su piedra—. De los que conozco, es el único que tenía intención de ir a la corrida.
—Ayer mismo me enseñó las entradas. ¡Treinta y tres pesetas se ha gastado! —confirmó don Melquíades—. Y ya sé que se trata de una buena acción, para ayudar a los parados y todo eso. Pero, ¿qué queréis que os diga? Yo, la caridad, prefiero hacerla de otra forma.
Amadeo sabía de quién hablaban: el dueño de la Venta del Curro. La taberna donde se daban cita todas las noches muchos de los que ahora se dejaban ver por el terraplén. Nunca había entrado, aunque a veces, al pasar por delante de la verja al volver del trabajo, le habían dado ganas de sentarse en una de las mesas del jardín y pedir una limonada fresca. Si no lo había hecho hasta entonces, había sido por una pura cuestión de economía. Con su mujer encinta de cinco meses y el préstamo de la casa a medio pagar, tenía que ahorrar hasta el último céntimo. Aunque, por otro lado, el no participar en la vida social de sus nuevos vecinos hacía que se sintiese un poco desplazado. Adela, en cambio, se había integrado inmediatamente. Estaba encantada con la casa. No era muy grande, pero tenía jardín y resultaba cálida y acogedora. Cuando, unos años atrás, a Amadeo le habían concedido una plaza en la Cooperativa de Viviendas Baratas, fue como si les hubiese tocado la lotería. Se casaron al poco tiempo y esperaron ansiosos que terminaran las obras para mudarse desde la pequeña habitación que les habían cedido, temporalmente, los padres de ella. Amadeo decidió que aquella noche, después de cenar, haría una excepción y se pasaría por la taberna. La propia Adela se lo había sugerido en más de una ocasión, viendo lo que le costaba relacionarse con los vecinos.
A medida que se acercaba la hora prevista para el comienzo de la corrida, el tráfico que bajaba por la calle de Alcalá se iba haciendo más y más denso. Tanto, que llegó un momento en que los tranvías no pudieron pasar. El atasco era monumental. Los viajeros se bajaban y hacían a pie la última parte del trayecto hasta la plaza. Desde una zona del terraplén, se veía la desembocadura de la calle Alcalá y los allí presentes comentaron jocosos los inconvenientes de tener coche. Uno de los que acababan de llegar traía unos prismáticos y pudo ver, con asombro, un remolino de gente que corría, escoltando y abriendo paso ¡a dos toreros en traje de luces! Cuando explicó a gritos lo que había visto, las carcajadas debieron escucharse dentro de la plaza.
—Parece que esto ya se acaba —aventuró tío Curro, refiriéndose al concierto—. Los alguacilillos ya se están preparando. Cuando la banda se retire, saldrán los toreros y sus cuadrillas —explicó a Paloma, que no perdía detalle.
Una seña, desde el palco presidencial, indicó al director que debían tocar una más para dar tiempo a que todo estuviese listo. Las notas de La Dolores, coreada desde las gradas, sirvieron de despedida a los músicos. Cuando hubieron abandonado la arena, media docena de mozos salió a alisar lo poco que habían removido. Más por ganar tiempo que porque realmente hiciera falta.
Casi enfrente de donde se sentaban Paloma y su tío comenzó a formarse el paseíllo, que hubo de pararse en seco ante la llegada a la plaza de las autoridades. Todo el público se giró hacia el palco real, el que había sido construido para el rey ausente. Por allí se asomó un hombre de pelo y bigote cano que saludó sonriente a la multitud, la cual a su vez prorrumpió en aplausos y vivas a la República.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Paloma.
—Es don Niceto, el presidente del Gobierno.
—¿Alcalá Zamora? Pues se le ve más joven que en las fotos de los periódicos.
—Y los que salen ahora son los ministros —continuó tío Curro—. A algunos no los conozco.
—El otro de pelo blanco ya sé quien es —exclamó Paloma, señalando a un anciano de porte distinguido y bigote con las puntas giradas hacia arriba—. Es Alejandro Lerroux. Al principio, los confundía, así es que si aquél es don Niceto, ése tiene que ser Lerroux.
—Sí —rió tío Curro—. Nuestro flamante Ministro del Estado ¡Valiente putero está hecho!
—¡Tío, no digas esas cosas! —le reprendió, con un azote cariñoso en la pierna.
—¡Si lo sabré yo! —masculló sin que su sobrina pudiera oírle.
Los cuatro alguacilillos iniciaron la marcha. Tras ellos, los ocho toreros y sus correspondientes cuadrillas. Por último, los picadores, que montaban caballos blancos a los que habían pintado los cascos de color plata. Se dirigieron hacia el palco real, que era lo más visible que se encontraron, sin darse cuenta de que, situado a la izquierda de éste y mucho más modesto, estaba el de la presidencia, lugar al que debían dirigirse, como mandan los cánones, a solicitar permiso para dar comienzo a la lidia. Tuvo que ser un guardia, haciendo grandes aspavientos, el que les sacase de su error.
—¿Qué es lo que ocurre? —se interesó Paloma, sorprendida por las risas de parte del público que se había apercibido de la metedura de pata.
—Pues ocurre que el que manda en la plaza es el presidente de la corrida y estos idiotas han ido a saludar al presidente del Gobierno.
—O sea, que siempre hay alguien que manda más que otro, por mucho que mande ese otro —dedujo Paloma, con una lógica un tanto oblicua, haciendo soltar una carcajada a su tío.
—¡No sabes la razón que llevas! —exclamó.
Los palcos se situaban algo a su izquierda, por encima de ellos. Hacia allí estaban girados ambos cuando hizo acto de presencia, por la parte baja del tendido contiguo al suyo, un grupo de hombres y mujeres que ocuparon la contrabarrera del diez. Uno de sus integrantes, un hombre que aún no habría cumplido los treinta años, se volvió hacia el palco de autoridades y se estiró todo lo que pudo, agitando las manos para ser visto. Desde el palco, Alejandro Lerroux respondió al saludo. Paloma se percató del hecho y se quedó mirando con interés al recién llegado. Era alto y apuesto; con la tez morena de los que pasan parte de su tiempo al aire libre. Es guapo —pensó—. El hombre se dio cuenta de que estaba siendo observado y sus ojos se encontraron, por unos momentos, con los de Paloma. Fue ésta la que primero apartó la mirada. Él la mantuvo durante un buen rato.
—¿Te vas a quedar aquí toda la corrida? —preguntó don Melquíades, que hubiera preferido echar una partida de dominó.
—Si propones algo mejor que hacer… —respondió Crescencio.
—Yo me quedaré sólo un ratito —intervino Amadeo—, a escuchar cómo va el ambiente. Si se oyen muchos olés y aplausos será que la corrida está siendo buena.
—Le juego un vaso de vino a que no será buena —le retó don Melquíades.
—¡Hace! Por un vaso de vino no me arruinaré —pensó en voz alta.
Los clarines sonaron y la puerta de toriles se abrió para el primer astado que hollaba el albero de las Ventas.
Da unas cuantas vueltas, como queriendo también contemplar todos los detalles de la nueva plaza. Después, enfila a un subalterno, que se lo quita de encima de un capotazo, y lo fija el torero Fortuna, con una serie de buenos lances. El público lo agradece con grandes aplausos e, incluso, se escucha algún que otro olé.
—¿Lo ve usted, don Melquíades? No ha hecho más que empezar y ya está el público entusiasmado —dijo Amadeo, muy ufano.
—Por eso, joven, porque no ha hecho más que empezar y el público es como la gaseosa: ha venido con ganas de aplaudir y lo hace con cualquier cosa. Si salgo yo a torear, me aplauden lo mismo. Pero la fuerza se acabará pronto, ya lo verá.
A Paloma no le gustó demasiado ver la sangre del toro chorreando sobre la arena después del primer puyazo. Miró hacia otro lado y se encontró, de nuevo, con los ojos de aquel hombre que había saludado a Lerroux. Los evitó con rapidez pero, como sin querer, al poco tiempo volvió a mirar hacia la barrera del diez y allí estaban los ojos, de nuevo observándola. En la cuarta ocasión que sus miradas se encontraron, el hombre la sonrió abiertamente. En la arena, Fortuna había hecho una faena aseada y ahora se disponía a dar la vuelta al ruedo.
No estaba mal para empezar y el público se las prometía felices. Aún faltaban por salir los platos fuertes del festejo. Marcial era el que venía a continuación. Sin embargo, para desesperación de todos los presentes, la profecía de Melquíades, el Panadero, comenzó a cumplirse inexorablemente. A partir de ese momento, cada toro que salió fue peor que el que le había precedido.
Tío Curro se lo tomaba con resignación. Trataba de mantener entretenida a su sobrina de todas las formas posibles y ésta le agradecía el esfuerzo con una radiante sonrisa. De vez en cuando, perdía la mirada hacía el hombre del diez. Él y su grupo no se estaban aburriendo en absoluto. Charlaban animadamente y, de vez en cuando, reían a carcajadas. Paloma contó cinco hombres, todos de traje y corbata, y tres mujeres. Dos de ellas iban elegantemente vestidas y le parecieron muy atractivas. A la tercera se la veía algo incómoda en aquella compañía. Apenas intervenía en la conversación y no participaba del jolgorio de los demás. El modelo que lucía, aunque tenía buen corte, estaba algo pasado de moda. Sin embargo, en un determinado momento, cogió del brazo al hombre en un gesto que quiso ser cariñoso. Él se zafó, como con descuido, de la carantoña. Acto seguido, se giró hacia Paloma y se encontró con que estaba observándole. Volvió a sonreír.
—Hace rato que parece que se han muerto todos ahí dentro —comentó Melquíades, señalando la plaza—. Han perdido el entusiasmo antes incluso de lo que yo me esperaba.
—Todavía falta mucha corrida —se defendió Amadeo.
Como respondiendo a sus palabras, se comenzaron a escuchar silbidos. Primero aislados y, al poco, formando una tremenda pitada.
—Eso sólo ocurre cuando el público pide que un toro sea devuelto a los corrales. Si ya decía yo: ¿qué se puede esperar de toros regalados?
Amadeo optó por hacer mutis por el foro y, recogiendo la bolsa, se despidió de los dos viejos gruñones y se dirigió hacia su casa, prometiendo pasarse más tarde por la taberna.
—Ya me dirán ustedes luego cómo ha acabado la cosa. Sigue en pie lo del vaso de vino.
—¡Sigue! Y usted si quiere que sean dos, por mí…
—Deja en paz al joven —le reprendió Crescencio—. ¡No querrás que te pague la borrachera! Amigo mío —continuó, dirigiéndose a Amadeo—, el vaso ya puede darlo por perdido. No hay persona en el mundo más gafe que Melquíades. Si ha dicho que la corrida será mala, terminará siendo peor que mala. Figúrese usted, que la última vez que me deseó buena suerte yo tenía las dos piernas.
—¡Eres un jodido mentiroso! Yo nunca te he deseado buena suerte.
Amadeo se alejó de ambos, que siguieron enzarzados en su disputa como si tal cosa. El ronroneo de un motor le hizo levantar la vista al cielo. Un biplano estaba sobrevolando la plaza.
—Ese avión vuela muy bajo, ¿no te parece? —comentó Paloma.
—Estará tomando fotos. Esta imagen hay que conservarla para la posteridad. Habrá más corridas, pero no más inauguraciones.
—Mañana pienso comprar todos los periódicos —afirmó Paloma muy convencida—. Por lo menos, los que traigan fotos.
—¿Y los guardarás para enseñárselos a tus hijos?
—¡Y a mis nietos! Pienso tener muchos nietos.
—¡No te queda nada, Palomita! ¡No te queda nada!
A la que cada vez le quedaba menos era a la corrida. Para alivio de todos, porque la cosa se había convertido, definitivamente, en un tostón. Ni la voluntad de Bienvenida, que cerraba la plaza, fue suficiente para levantar los ánimos. El público había empezado a desfilar en cuanto salió el último toro y se vio que tampoco daría juego. Paloma y su tío aguantaron hasta el final. Curro se sorprendió de que ella no le hubiese pedido macharse antes. Lo cierto era que el hombre, que sonreía desde el diez, seguía estando allí. Ante la proximidad del final de la corrida y la certeza de que difícilmente lo volvería a ver, ya no tenía reparos en sostenerle la mirada. Cuando por fin cayó muerto el último toro, se levantaron para marcharse. El presidente del gobierno saludó de nuevo y todo el público se giró hacia el palco, prorrumpiendo en aplausos, a los que también se sumaron tío y sobrina. El hombre del diez se perdió entre el tumulto que se formó a la salida.
La banda municipal estaba interpretando el Himno de Riego.
Sus notas llegaron hasta el tendido de los pobres. Crescencio miró a su alrededor. Apenas si quedaban algunos curiosos y desocupados asomados al barranco. El sol se acercaba al ocaso. Sacó un paquete de tabaco que llevaba oculto en el doblado del pantalón de la pierna perdida. Con parsimonia, lió un cigarrillo. El médico y la mujer le tenían prohibido fumar. ¡Y qué si lo hacía! ¿Acaso su vida iba a resultar mucho peor? Miró el reloj para asegurarse de que había calculado bien la hora de finalización de la corrida. Sonrió para sus adentros. Casi clavada. En la explanada frente a la plaza, la multitud se apresuraba para no quedar atrapada en el atasco que de nuevo se formaría. Pese a todo, salían contentos. Una mala corrida no era motivo suficiente como para acabar con la alegría de aquella gente.
A Crescencio le hubiera apetecido unirse a ellos.
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