El color de las estrellas

El color de las estrellas

1

Un domingo por la mañana

Desde su puesto de vigía en el faro, donde su verbo era la luz a seguir, don Trinitario Melo dominaba el tranquilo mar negro que tenía a sus pies. Era consciente de que sus palabras podían mantener ese mar en calma o provocar verdaderos oleajes de admiración, de terror o de perplejidad. Entre la tenebrosidad de sus fieles su mirada estaba cautiva por las dos únicas estrellas que brillaban en aquel oscuro firmamento.

—…porque, queridísimos hermanos, Dios lo ve todo, Dios lo escucha todo…, Dios… lo sabe todo. A Dios Todopoderoso no se le puede engañar. Por muy escondidos que pequemos Él nos ve y toma nota. —El sacerdote hizo un descanso en su discurso para que las palabras que acaba de decir penetraran por la maraña de neuronas medio atrofiadas de sus feligreses hasta el centro de sus menguados cerebros—. Por eso, como hemos escuchado en la lectura del Evangelio de San Juan, debemos obedecer como Jesucristo obedeció a su madre en las bodas de Canaán, o, ¿acaso queremos nosotros ser más que Jesucristo, el Hijo de Dios? ¡No! ¿No obedeció Él, que también es Dios, a su Padre, cuando en el monte de los Olivos, durante la angustia más cruel sufrida jamás por nadie en el mundo, le dijo: «Padre, que no se cumpla mi voluntad sino la Tuya»? —La Señora Coralía, harta de tener los ojos del párroco anclados en los suyos, desvió la vista del púlpito y la fijó al frente, en el altar. Ahora, desde arriba, todo era oscuridad—. Por tanto debemos obedecer: primero, a la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana encabezada por Su Santidad el Papa Pio XII, único representante de Dios en la Tierra, para que difunda su mensaje verdadero con el objetivo de salvar vuestras almas pecadoras; a continuación, a nuestro Salvador de la Patria, el Generalísimo Francisco Franco, a quien Nuestra Santa Madre Iglesia ha otorgado el poder de gobernar con Sabiduría y Gracia el destino de la Católica España; y finalmente, a nuestros padres y madres terrenos, quienes, aunque llenos de pecados e impurezas, carne mortal, son los que tienen la obligación de educarnos en los valores cristianos y patrios…

El potente ruido de unos motores se acercaba por una calle adyacente y empezaba a retumbar entre los gruesos muros del templo, hasta que su estruendo irrumpió en la plaza de la Iglesia. Dentro todo el mundo se dio la vuelta preguntándose a qué se debería tan inesperada visita. Cuando los motores se pararon la mayoría ya los había identificado como que eran de motocicleta. Un instante después se abrió una puerta lateral de la iglesia, la que daba acceso a la parte de los varones, y entró un hombre con una capa blanca y un casco colgando del brazo. Toda la feligresía fijó su atención en el recién llegado. El cura interrumpió su homilía sobre el deber de obediencia y se santiguó. «¡Sarracenos, infieles en mi iglesia! ¡Oh, Dios Todopoderoso envíanos al apóstol Santiago, sálvanos de esta nueva conquista!» Un rumor iba extendiéndose por toda la iglesia como las ondas en el agua. El uniformado se acercó al tío África, que era el primer hombre que estaba junto a la puerta, y le preguntó por alguien. En ese momento era él quien magnetizaba las miradas de todos. Entonces se elevó sobre las puntas de sus alpargatas y señaló hacia delante; después, con el mismo dedo, se apuntó a la cabeza; a continuación apoyó las manos en ella, para seguidamente separarlas unos diez centímetros. El moro asintió y se encaminó hacia el interior de la iglesia arrastrando tras él a centenares de ojos, que abandonaban al tío África. Cuando llegó al banco señalado llamó a quien ocupaba el centro. Un señor, que destacaba entre los demás por su enorme cabeza, salió al pasillo, escuchó lo que le decía el extraño al oído y marchó tras él hacia la salida. Unos momentos después las motocicletas arrancaron y se alejaron. Antes de que partieran los vehículos, del sector de las mujeres se asomó una por la puerta y comentó algo con sus compañeras de catre; al instante se levantaron cuatro o cinco y salieron a la calle. De la parte de los hombres ya se habían ausentado seis. Como no regresaban se marcharon siete mujeres más y tres hombres. Tras ellos, poco a poco, saldrían todos los demás.

Miserere Pedreguer se agarró fuerte al piloto de la motocicleta, por muy moro que fuera, sintiéndose un dirigente importante al llevar un escolta detrás. Cuando llegaron a la salida del pueblo se detuvieron.

—¿Y cómo es que no me han informado antes? Si nos hubieran avisado con tiempo hubiéramos preparado un recibimiento como Dios manda y Su Excelencia merece.

—Lo siento, siñor, yo sólo risibo órdenes: «Tú pregunta pur el alcalde y lo llivas a la entrada del pueblo. ¡Mássima discrisión!» Es lo quimi han mandado —respondió el motorista.

—¡Pur ayí yegan! —señaló el otro.

Por encima del cañar del barranco se elevaban una nube de polvo y el ruido de motores. Cuando doblaron la última curva, Miserere Pedreguer vio aparecer un hermoso Mercedes escoltado por otras dos motocicletas pilotadas por sendos moros. Al llegar a su altura se detuvieron. Miserere corrió presto para abrir la puerta del automóvil, pero se le interpuso un escolta y le dio un empujón para que se apartara. Aun así se colocó en frente. Su cabeza recibió las vibraciones de su cuerpo nervioso y se movió como un sonajero. Cuando por fin se abrió, Miserere sintió que se iba a desmayar de la emoción; su cuerpo tenso hacía esfuerzos por mantener su enorme cabeza en equilibrio. Una manita blanca y delicada como un pollito asomó del vehículo. Miserere se acercó hacia ella, se agachó un poco para ayudar, y rebotó contra una vaharada pestilente que le obligó a retirarse unos pasos en busca de aire puro.

—¡Venga, baja ya, hombre! —se escuchó una voz gallinácea en el interior del coche—.Y date prisa, que nos esperan todos en el cruce. ¡Qué peste, Dios mío! Tú no vuelves a comer más judías con chorizo, di que te lo digo yo. ¡Manolo, abre las ventanillas, haz el favor!

—Sí, señora —respondió el conductor.

Un hombrecito vestido de militar, entrado en carnes, calvo y con un bigotito centrado y cuidado, descendió murmurando del coche.

—Excelencia, permítame que me presente: soy Miserere Pedreguer —dijo con voz trémula por la emoción cogiendo la mano del recién llegado—, alcalde de Benidaor, para servirLe a Usted en tan ilustre visita.

—Muchas gracias, señor alcalde. Perdone si le he interrumpido en el santo sacramento de la eucaristía que supongo estaría practicando en estos momentos, como en toda España a estas horas. Pero he pensado que su presencia haría más cómoda mi presencia en el pueblo.

La voz aflautada, pero varonil, de héroe troyano, le recordó aquella mañana en el Coll del Moro durante la batalla del Ebro…

—No se preocupe Excelencia, yo estoy…

—¿Vive usted muy lejos de aquí? —lo interrumpió.

—Pues sí, un poco; aunque el pueblo es pequeño vivo en la otra parte —señaló con el brazo hacia atrás.

—¡Uf! —se lamentó fastidiado el recién llegado poniéndose una mano sobre el vientre—. ¿Y en esa casa, quién vive?

—¿A… ahí?

—Sí, ahí.

—Cento Gregal.

—¿Estará en casa? ¿O quizá esté en misa?

—¿En misa? No, no creo.

—Llame, por favor.

—A sus órdenes, mi General —respondió el alcalde cuadrándose y saludando.

Miserere Pedreguer se acercó confuso a la puerta y llamó dando fuertes golpes.

—¿Qui és?

—Cento, soy yo, Miserere: ¡abre, por favor!

—¡Ya te he dicho mil veces que no pienso ir a misa!

El alcalde se dio la vuelta con una sonrisa de pez en la cara; Su Excelencia, ajeno, daba saltitos como si tuviera frío.

—Je, je. Es un poco rojillo, pero es buena persona.

El Excelentísimo le devolvió la sonrisa obviando la información.

—¡Que no es eso, hombre, no te preocupes, abre!

Aún estaba hablando cuando se abrió la puerta. En el vano apareció una mujer alta, delgada, morena, guapa. Cuando detrás del alcalde descubrió a Su Excelencia, sintió un ligero vahído que la obligó a apoyarse en el marco para no caer.

—Hola, María Loreto, ¿podemos pasar?

Sin contestar, franqueó la puerta. Un moro, con la pistola en la mano, fue el primero en acceder a la vivienda. Cento Gregal, al ver entrar a aquel individuo como si fuera un espectro, se quedó petrificado en la silla. Tras la puerta de entrada había unos cántaros para traer agua de la fuente; los separaba del interior una pesada cortina morellana descolorida por el sol. En el salón había tres sillas de anea y una mesa con un jarrón lleno de rosas silvestres y dientes de dragón, a su lado un aro para bordado en el que se intuía un pájaro rojo. De un clavo en la pared pendían dos ristras de ajos, y en frente colgaba un candil ennegrecido. En un rincón había una alta chimenea enmarcada con azulejos verdes y azules. El suelo era de tierra pisada y estaba recién barrido. Tras la inspección de la casa el moro salió asintiendo con la cabeza. Un momento después entró Miserere y Su Excelencia. Cento Gregal, al ver al uniformado aparecer tras la cortina, saltó sorprendido de la silla.

—¡Caguendéu, si es…! —gritó incrédulo.

—Buenos días Cento, buenos días María Loreto. Tienen ustedes una casa muy bonita —dijo el Generalísimo escudriñando el interior de la vivienda—; humilde, pero muy bonita… Y muy limpia.

—Gra… gracias, Señor —respondió ella.

—Tras esa cortinita estará la cocina, ¿verdad?

—Así es.

—Y el váter, ¿dónde está?

—Aquí no tenemos de eso. Somos pobres y carecemos de lujos —contestó Cento Gregal.

—Entonces, ¿dónde…?

—Ahí detrás tenemos un escusado —Le auxilió la mujer.

—Les importa si… —terminó la frase con un ademán de la mano.

—Por favor, está en su casa, Excelencia.

A una orden Suya los escoltas se quedaron en la puerta de la vivienda. El matrimonio Lo acompañó, seguidos del alcalde, al corral. Al salir, a mano izquierda, junto a la cuadra, había un pequeño cobertizo cubierto con tejas rotas. La puerta estaba cerrada con una cortina de cañota a la que le faltaban más de la mitad de los canutillos de origen, que colgaba a tres palmos del suelo y dejaba entrever el desangelado interior. Den­tro había una tabla montada sobre un tabique, en el centro de la cual se abría un agujero redondo tapado con un tapón de madera. La mujer, avergonzada y con rubor en sus mejillas, con la mano descorrió la cortina para mostrar el interior.

—¡Perfecto! —exclamó Su Excelencia, ante el asombro de todos.

Con pasos cortos entró en el habitáculo, levantó el tapón, se asomó al interior del agujero y, cerrando los ojos, concentrado, inspiró profundamente como un sumiller para distinguir con precisión todos los matices del contenido.

—No tienen hijos ¿verdad?

—Así es —contestó estupefacta la mujer.

—Se percibe claramente. —De nuevo cerró los ojos y volvió a inspirar—. También se nota que aquí van mujeres. ¡Claro, usted! ¡Ah, cuántos recuerdos me trae este perfume! En Marruecos, en la Gloriosa Legión: ¡allí sí que olía bien, aquellos sí que eran hombres; todos juntos al mismo lugar…! En cambio ahora, encerrados entre cuatro paredes, sólo para unos pocos… No, no es lo mismo.

Cento Gregal, haciendo esfuerzos para no caer desmayado, aún no se creía que Aquél que estaba en su escusado era el mismísimo Caudillo de España. ¡Quién lo diría! Si su padre, sindicalista, de izquierdas, rojo como la sangre, hecho prisionero durante la guerra y fusilado después levantara la cabeza…

A Su Excelencia se le escapó una pequeña ventosidad y empezó a dar saltitos; desesperado se desabrochó el cinturón. María Loreto, escandalizada, soltó la cortina y se retiró unos pasos. Aun así, todos veían perfectamente las evoluciones del hombrecillo en el interior. Una vez se hubo bajado los pantalones hasta los tobillos intentó subirse a la tabla, pero estaba demasiado alta para Él; además, la prenda le impedía saltar. La camisa le colgaba sobre las caderas como una minifalda.

—Señor alcalde, ¿cómo Me había dicho que se llamaba?

—Miserere Pedreguer, para servir a Su Excelencia.

—¿Serían tan amables usted y Cento de ayudarMe a subir a la tabla? —preguntó con urgencia.

Espantados por la propuesta, se miraron sin saber qué hacer.

—Po… por supuesto, Excelencia, lo que Usted mande.

Miserere descorrió la cortina y entró en el escusado sin dejar de lanzar puñales por los ojos a Cento, quien, desde fuera, negaba con la cabeza. El Excelentísimo que lo percibió, con los dientes y las piernas apretados, le preguntó:

—Cento, ¿le ocurre algo?

—Es que le duele muchísimo el hombro. La mula, que lo apretujó ayer contra la pared cuando la cepillaba —intercedió expedita María Loreto—. Si no Le importa, ya Le ayudo yo.

Decidida, haciendo un esfuerzo para tragar saliva, se apretujó en el escusado y cogió al Caudillo de todos los españoles por una axila mientras el alcalde lo hacía por la otra; a la de tres, Lo levantaron como una pluma y Lo sentaron en el trono. El tableteo ametrallador de una ventosidad los empujó afuera.

—Señor alcalde, ¿cómo me había dicho que se llamaba?

—Miserere, Miserere Pedreguer, para servir a Su Excelencia.

—Señor alcalde, ¿usted tiene hijos?

—Sí, Excelentísimo, tengo uno: Voro se llama.

—¿«Boro»? ¿Y eso qué nombre es?

—Salvador, significa Salvador, en valenciano.

—¿Y Cento?

—Cento es Vicente.

—¿Usted sólo tiene un hijo y ellos ninguno? Eso no está bien. España necesita niños, necesitamos brazos fuertes y con ganas de trabajar para levantar de nuevo nuestra Gloriosa Nación. El mundo entero debe ver que somos capaces de liderar de nuevo un gran imperio.

Cento Gregal iba a replicar, pero su esposa le dio un codazo en las costillas que le cortó la respiración. Por las rendijas de la cortina María Loreto veía la lucha del Generalísimo con sus intestinos y bajó la vista. Al mirar al suelo se quedó horrorizada cuando descubrió, por un agujero que había en la pared que separaba el escusado de la cuadra, la cabeza de la cabra royendo los pantalones que colgaban de los pies del Caudillo. Él también la había visto y le había hecho gracia el inofensivo animalito. A Su lado, sobre la tabla, había un puñado de paja, lo cogió y se lo lanzó a la cabra; el animal olió las hebras del vegetal, pero enseguida se desentendió de ellas y siguió royendo los pantalones.

—María Loreto, ¿no tendrá por ahí un trozo de papel?

—Lo siento, Señor —intervino Cento ya recuperado del codazo—, pero somos pobres y no usamos eso.

—Señor alcalde, ¿cómo me había dicho que se llamaba?

—Miserere Pedreguer, para servir a Su Excelencia.

—Señor alcalde, ¿por casualidad no llevará usted papel encima?

—No, lo siento, Excelencia —contestó compungido.

—Comprendo. Entonces… ¿cómo se limpian?

—Con paja, a Su lado hay un puñado.

—Había.

—No se preocupe, ahora Le traigo más.

Cento Gregal entró en el establo, pero en vez de coger paja limpia, cogió un puñado de alfalfa seca.

—Lo siento mucho, Señor, nos hemos quedado sin paja; la mula se ha soltado y se ha comido la poca que quedaba. Le traigo un poco de alfalfa.

—Pero, ¿estás loco? ¿Tú sabes cómo rasca eso? —se enfadó Miserere.

—Nada, nada, señor alcalde, ¡cómo se nota que usted no fue a la guerra!

—Por supuesto que estuve en la guerra, mi General; y luché a sus órdenes, no como el rojo este. Incluso allí tuve el honor de estrechar una vez su mano acerada. Jamás lo olvidaré. Fue en el…

—Bien, bien. ¡Traiga aquí, hombre! —ordenó Franco interrumpiendo al alcalde.

Cuando Miserere escuchó el crujido de la alfalfa lijar las ilustres posaderas, apretó los dientes y cerró los ojos.

—Señor alcalde, ¿cómo ha dicho que se llama?

—Miserere Pedreguer, para servir a Su Excelencia.

—Por favor, ¿me ayudan a bajar?

María Loreto entró primero y le pegó una patada en la cabeza a la cabra, que se escondió inmediatamente; tras ella entro Miserere, que dejó de respirar cuando olió la atmósfera del cuchitril. Lo cogieron igual que antes y Lo bajaron de la tabla, más ligero.

Antes de salir, Su Excelencia le dijo en voz baja al alcalde:

—Si le soy sincero, señor alcalde, yo hubiera parado en un campo, lo hubiera hecho entre la hierba y me habría limpiado con una piedra; como un hombre, como Dios manda. Pero compréndame, con tanta gente detrás hubiera sido un escándalo, y muy incómodo.

—Me hago cargo, Excelencia.

Cuando la puerta de la calle se abrió y apareció el Excelentísimo, sonaron entre un fuerte aplauso las notas desafinadas del himno de España tocado por cuatro o cinco músicos improvisados.

—¿Cómo se han enterado? —preguntó al moro que montaba guardia en la puerta de la casa.

—No lo sé. Han vinido puco a puco.

Desde el portal saludó obligado, excitando los ánimos de los presentes que ahora aplaudían y gritaban con más ahínco:

—¡Franco, Franco, Franco!

—Excelencia —se atrevió el alcalde—, permítame que Le presente a la gente principal del pueblo.

Como si los hubieran garbillado, los vecinos estaban ordenados según su estatus social: delante, los más importantes; detrás, el resto. El Generalísimo, resignado, siguió al alcalde.

—Este es don Tomás Julivert, terrateniente y hombre culto e ilustrado.

—Excelencia —saludó don Tomás estrechando con suavidad la mano del Líder.

—Este, don Gonzalo Fernández, secretario del ayuntamiento.

—Excelencia.

—Don Trinitario Melo, el párroco.

—Excelentísimo Caudillo, Padre de la Patria, Salvador de la Gran España y Valedor de la Santa Madre Iglesia Católica, es un honor estrechar Su mano. Por fin mis oraciones han dado su fruto. A partir de este momento ya puedo morir en paz.

—¡Pero padre, no hacía falta que hubiera venido a saludarme vestido con la casulla!

—Es que estábamos celebrando la Santa Misa cuando nos hemos enterado de su Santa Visita; y por miedo a que Se marchara sin poderLo saludar, no me he parado a cambiarme.

—Vaya, no sabe cuánto lo… —Un destello de luz Le llamó la atención y Le hizo desviar la vista hacia el público. Detrás del sacerdote descubrió, enmarcado por un velo negro, un rostro serio, de belleza madura, serena, en sazón, con unos ojos como jamás había visto en su vida, del color de las estrellas, observándoLo con curiosidad. Su mirada se quedó atrapada en ellos como una mariposa en la red de una araña, sin poderse despegar— …siento; siento mucho haber interrumpido tan sagrado acto, de veras…

—Este es don… —continuó ajeno el alcalde.

Pero el Generalísimo no le escuchaba, no oía los gritos de la gente ni las notas desafinadas de la improvisada banda de música. A la velocidad de la luz había ascendido hasta el centro del universo y su mente orbitaba alrededor de los soles más maravillosos de la creación.

El alcalde miró hacia atrás y vio a don Tomás Julivert olerse la mano que acababa de estrechar y apartarla con asco de su nariz; seguidamente observó que sacaba un pañuelo y se la limpiaba disimuladamente. También don Gonzalo Fernández se olía la mano y arrugaba la nariz.

—Éste es don…

Su Excelencia alargaba la mano mecánicamente sin mirar siquiera a la persona que saludaba, atrapado en la gravedad de aquellos ojos. En su interior dos mujeres comenzaron una guerra sin cuartel.

—Señor alcalde —le dijo al fin—, ¿quién es esa mujer?

—¿Cuál?

El Caudillo le respondió con un leve movimiento de cabeza. Miserere Pedreguer sabía muy bien a quién se refería, ya la había visto antes, ¡cómo no! Ella nunca pasaba desapercibida, para nadie.

—¡Ah, ésa! —contestó casi con desprecio disimulando su malestar al ver menguado su protagonismo—. Ésa es la Señora, la Señora Coralía, de la alquería del Xiprer.

En ese momento, cautivo y desarmado el Generalísimo de los Gloriosos Ejércitos Españoles, introdujo la mano entre el cura y el hombre que había a su lado, a quien le acababan de presentar y de quien no recordaba su nombre ni aun había mirado su cara, y alcanzó su objetivo, casi militar, que era la mano de la Señora, y tiró de ella hacia afuera con suavidad: la guerra había terminado. El sacerdote y el otro, molestos, se apartaron con desgana para dejarla pasar. Cuando el Caudillo la tuvo ante Sí le levantó la mano con solemnidad, le hizo una breve reverencia y se la besó con pasión. Con sus labios sobre aquella suave piel, la rozó con la punta de la nariz y aspiró profundamente para inmortalizar en su memoria el olor de aquella mujer. Pero lo que llegó a su pituitaria no fue aquella sublime esencia, sino efluvios de su descomposición adheridos accidentalmente a sus dedos por culpa de la quebradiza alfalfa. Disimuladamente la soltó y frotó la mano contra su pantalón para desprenderSe de aquel desagradable olor.

—Señora Coralía, es un honor y un placer saludarla.

De nuevo le cogió la mano, esta vez con la izquierda, y se la volvió a besar. Ahora sí, dejó pegados sus labios en ella y aspiró, hasta casi hacer explotar sus pulmones, el maravilloso perfume que desprendía la fémina. Inmediatamente del automóvil se abrió una portezuela y asomó la cabeza de una mujer con un elegante sombrero, pendientes y collar de perlas. La gente del pueblo, cuando la vio aparecer, empezó a gritar; y la banda, que se había callado, se arrancó de nuevo con el himno nacional.

—¡Paquito, Paquito! —gritó desde el coche. Pero el Generalísimo, envuelto por los gritos de la gente, la música de la banda y por la espesa atmósfera de la Señora, no escuchaba a su santa esposa.

—¡Paquito, Paquito! —chilló con más ahínco.

—Excelencia, disculpe —se entremetió el alcalde. Pero Franco, ajeno a todo lo terrenal, miraba embelesado los ojos de la Señora Coralía. Finalmente, Miserere Pedreguer Le tocó el hombro y Lo sacó de la abstracción—. Disculpe Mi General, su esposa Lo llama.

Molesto por la interrupción se dio la vuelta sin soltar la mano de la Señora; y descendió, tras un maravilloso viaje sideral, a la Tierra, a la cruda realidad.

—¡Paquito, vámonos, que tengo hambre!

—¡Ya voy! —De nuevo Se volvió hacia la Señora Coralía—. Lo siento, mi Señora, debo partir, pero sepa que en Mí siempre llevaré el recuerdo de sus divinos ojos. —Bajó de nuevo el rostro y le besó con deleite, casi con amor, la mano—. Volveremos a vernos.

La Señora Coralía no había captado bien el tono de lo último que le había dicho, y dudaba de si Su Excelencia le había hecho una pregunta o si había sido una afirmación. Como no se atrevía a contestar, le abrió una amplia sonrisa a la que Él respondió con un hondo suspiro.

Con pasos cortos y sin dejar de saludar al pueblo que Lo aclamaba, se acercó al coche. Con un apretón de manos se despidió del alcalde.

—¿Ya se va, Excelencia? ¿No quiere visitar el pueblo, el ayuntamiento, la iglesia…?

—Ya me gustaría, señor alcalde, ya me gustaría. Pero tengo a toda la comitiva esperándoMe en un cruce, a unos pocos kilómetros de aquí, usted lo conoce mejor que Yo. Por tanto debo partir inmediatamente para reunirme con ellos, no vayan a echarMe de menos y movilicen al ejército, je, je, je —rió su chiste. El alcalde, sin entender nada, también sonrió.

—¡Vamos, Paco, por Dios! —gritó la mujer desde el automóvil.

—Adiós, señor alcalde.

—Adiós, Excelencia.

El Generalísimo subió al coche entre vítores. Antes de ponerse en marcha, los que estaban más cerca escucharon un grito dentro del vehículo.

—¡Pero, Paquito!, ¿dónde te has metido? ¿Tú has visto el agujero que tienes en el pantalón?

La comitiva se puso en marcha. Los niños salieron corriendo detrás de ellos gritando y tragando el polvo que levantaban los vehículos.

Don Tomás Julivert se acercó al alcalde y se puso a su lado.

—¿A qué ha venido?

El alcalde, viendo cómo se disolvía en el polvo rojo la gran oportunidad de su vida para dar el salto definitivo en su carrera política, olió la mano que acaba de estrechar con la de su Excelencia, y respondió:

—A cagar.

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