UN SUEÑO PRESENTE

Llegaremos a lo más alto,

Justo allá, a la cima del éxito

Al lugar reservado a los vencedores

La actitud se mueve

La disciplina te ordena

Y juntos bordearemos el límite

Que te lleve a alcanzar la meta.

Los truenos y relámpagos se suceden entre los gritos que anuncian victoria y los aplausos retumban en la gran sala bañada de una claridad inusual con la que está cayendo. La gente entusiasmada, contagiada de fervor, corea su nombre sin cesar como si así le inyectaran un chute de ánimos gratuito.

La multitud embravecida, enloquecida, los truenos y relámpagos acompañan los vítores como lejana música de fondo. Cientos de estrellas comienzan a resbalar y aterrizan esparciéndose por toda la sala como si gotas de lluvia se tratara. El brillo que desprenden crea una gran alfombra reluciente que cubre el suelo a cuadros negros y blancos y proyecta una luz mágica en todas direcciones.

La frase vuelve a repetirse una y otra vez y la sombra se acerca, lenta, pausada, como empujada por una fuerza invisible también. Las palabras encadenadas, suaves, tranquilas, relajadas, van esparciéndose llevadas a través de un rayo directo de lo amorfo a lo sólido, de sombra a persona; van penetrando en su mente y se quedan ahí, llenando el espacio con la letanía impuesta, grabándose fuertemente y asentándose en cada hueco de su interior.

La mano que surge de la sombra, cálida, se funde con las suyas transmitiendo valor y confianza. En un instante la pulsera que rodea la mano dilata sus piedras cubriendo sin más la otra, las abraza, las une, quedando en el aire como suspendida una sola mano adornada con preciosas piedras de colores.

En décimas de segundo, la vitalidad y la energía se sobreponen a ese estado aletargado, dormido, en descanso, y una vibración momentánea sacude el cuerpo haciéndolo activamente móvil, nuevo.

Los porteadores abandonan en silencio el haz de luz proyectando en la figura los últimos destellos y cerrando una vez más otro de los deberes pendientes. Empieza de nuevo el ascenso y ordenadamente van introduciéndose en forma de diminutas partículas en cientos de estrellas. La protección, el cuidado, la compañía, a partir de ahora quedarán vigilantes. En silencio, como si de un sueño se tratase, todo empieza a retroceder y la realidad se adueña del cuerpo, la mente, los pensamientos. Los porteadores adentrados ya cada uno en su puesto se enorgullecen de otro “trabajo” llevado a cabo con éxito y esperan pacientes la próxima misión.

El Ser, complacido, da por acabada la meditación a la espera del desarrollo de los acontecimientos. Las piedras de colores vuelven a su estado original formando finos hilos violetas que componen su aura, el aura mágica del Ser.

La misma pesadilla, el mismo sueño que se repite antes de jugar.

El cuerpo entumecido empieza a recobrar vida mientras van sucediéndose en su memoria las mismas escenas: la misma frase, el mismo griterío, la enorme sala reluciente, esa voz introduciendo las palabras y grabándolas en su mente, otra vez en su Yo. La aparición de la sombra y la paz que provoca la luz brillante cuando queda envuelto por ella….

YEN

Hoy toca partida después del Instituto. La alegría y el miedo vuelven a darse la mano queriendo jugar la suya. Ganarán a medias y el resultado será el mismo, tocará cubrirse de sudor, de temblor, ése que llega inesperado cuando se acerca el momento crucial, el ansiado momento de ganar.

La noche que precede cualquier partida siempre se repite igual, como ver idéntica película una y otra vez, el mismo argumento, los mismos personajes, la misma alegría, la misma paz al despertar, el mismo final. Es la sensación que le acompaña hasta que en el momento decisivo del juego se desintegra, se esfuma como el humo y en su lugar vuelve a asomar el miedo, los nervios, la desconfianza, para quedarse con él hasta que, con la cabeza mirando los pies abandona el juego. Las aspiraciones de ganar –no recuerda ya– cuántas partidas consecutivas, de un plumazo vuelven a desaparecer.

En los momentos de soledad de su habitación recuerda entre lágrimas las muchas partidas con su padre en el garaje de casa de pequeño y en su época de escolar en el club o el café del centro.

—Yen, ¿vamos a echar unas partis?

—Qué, ¿dispuesto a perder otra vez papá?

El paseo hacia la sala de juegos era un diálogo padre-hijo centrado siempre en la estrategia del juego, la táctica, el proceder de mejor manera ante un movimiento inesperado del contrario. Era habitual la compenetración que se establecía entre dos generaciones diferentes aunque el carácter y la voluntad parecían sacadas de un mismo molde para disfrute de los dos.

Las figuras talladas y dispuestas en líneas paralelas volaban haciendo increíbles piruetas de la mano de sus dos guías; marionetas pasándose la pelota blanca en movimientos certeros y tan veloces que la vista no tenía momento de descanso persiguiendo aquella tanda de chutes rápidos pero calculados perfectamente.

Maestro y compañero de juegos, de todos los juegos y un padre perfecto como solía decirle cuando corría hacia él y de un salto se le abrazaba al cuello:

—¡Eres el mejor padre del mundo, el padre perfecto!

Y la respuesta era siempre la misma:

—¡Claro, como no voy a serlo, no tienes más papás, tendrás que conformarte conmigo!

Adoraba a su padre en todos los sentidos. Él siempre fue cariñoso, paciente, pocas veces recuerda haberlo visto enfadado o molesto con él, a parte de las peleas con mamá… pero esto era “cosa de mayores” como siempre le decía. Las peleas con mamá…

Ya sabía de memoria lo que su papá le diría al entreabrir la puerta de la habitación y acercarse a su cama despacito sabiendo que lo encontraría haciéndose el dormido acurrucado en su cama y tapado hasta la cabeza con su manta, que tardaría en contestarle cuando le preguntase en voz baja:

—Yen, ¿estás despierto hijo? Mira, duérmete que papá y mamá están hablando de cosas importantes, “cosas de mayores”, ahora te prometo que mamá va a hablar más bajito. Ya sabes que cuando tiene problemas en el trabajo le sale ese amplificador que lleva dentro por la boca, ahora voy a ver si le puedo bajar el volumen y así te podrás dormir.

La verdad es que sabía disimular bastante bien cuando la ración de gin-tonics hacía que su mujer sacase esa parte agresiva que la volvía irritable, ni la presencia de Yen acostado en su cuna en los primeros años ni en su cama después, frenaba a esa mujer atrapada en las garras del alcohol.

La estrecha unión con su padre hacía que la relación con su madre fuese distante y fría al paso de los años, era un sentimiento que había provocado ella y al que el pequeño fue costumbrándose día a día.

Las fiestas de cumpleaños y las Navidades eran días que con el tiempo llegaron a hacerse insoportables, la excusa perfecta para que mamá empinase el codo y pasase olímpicamente de su hijo y todo lo que tuviese que ver con él si no era para regañarlo o castigarlo con o sin razón. Los gritos y el aspecto malhumorado de mamá hicieron mella en él provocando una especie de alergia a esos días tan alegres para el resto de la familia menos para él.

Cuando fue mayor, los villancicos, las luces de colores y los pesebres eran tradición no compartida sin causar en Yen otro efecto que no fuese una hostil indiferencia.

La recompensa a esos momentos en los que la voz de mamá traspasaba la manta y sus manos tapándose los oídos, era la segunda entrada de su padre en la habitación.

—Yen, ¿a que no adivinas que te traigo?

Con el mismo sigilo ese hombre alto de complexión fuerte se sienta en un ladito de la cama de su hijo con una taza grande de chocolate caliente. Abraza con fuerza la porcelana notando el calor que desprende, es Nochebuena y hace frío.

Retira la manta de la cabecita dejando al aire una cara soñolienta, aunque la vivacidad de los ojos negros mirándole sin pestañear hacen que el padre se dé cuenta una vez más de la angustia que desprende esa criatura de siete años. La tortura que lleva dentro de sí lo hace reflexionar siempre después de cada episodio de peleas: ¿qué será la vida de mi hijo rodeado de este ambiente?

Yen se incorpora y coge la taza absorbiendo primero el olor y luego comiendo cucharada a cucharada el rico chocolate, espeso, calentito, como a él le gusta. Es en ese momento en el que siente sinceramente que no necesita nada más: el calor de su papá, cuidándolo, protegiéndolo, el de su cama, arropado con su manta de dibujos japoneses, sus preferidos, y el de la taza de chocolate… es el niño más feliz del mundo.

Recuerda ahora también aguantando las mismas lágrimas, pero con una alegría especial que hace que rememore con cariño aquel 5 de enero, justo el mes que también cumplía años. Repasa poco a poco esa noche, la noche que sabía que iba a ser diferente, intuía que los Reyes Magos iban a portarse mejor ese año, es lo que su padre decía siempre que hablaban de qué pedirle a los Reyes.

—Este año creo que vas a tener alguna sorpresa, hijo.—¿Quieres decir más de las que he pedido en la carta?, no lo creo papá, siempre me han traído lo que pedí, pero nunca cosas nuevas.

—Verás como este año es diferente, tengo la impresión que tendrás algo que ni te imaginas pero que seguro te va a gustar.

—Papá, ¿te han dicho algo a ti?, ¿te han enviado una carta?, ¿me la enseñas?

—Nooo, jajaja, es una intuición, algo que crees que va a pasar y normalmente acaba siendo así.

Esa noche pasó lenta, muy lenta, pero no para Yen que después de sacar al balcón las patatas, las copitas con coñac y dejar las zapatillas al lado del improvisado refrigerio, corrió a esconderse bajo su manta para que no lo encontraran por el pasillo y se volvieran a Oriente con todos sus regalos. Casi tropezaba con todos los muebles de la casa hasta llegar a su cama, por nada del mundo quería encontrárselos por casualidad colocando los regalos en el comedor en la esquina al lado del mueble con el mismo pesebre de cada año. Es por eso que cerraba los ojos con tanta fuerza que iba sorteando los muebles sin éxito hasta llegar a la meta, una gimcana muy peculiar, una de las pocas proezas que su madre celebraba con una tímida sonrisa en sus labios.

En cambio sí pasó lenta para su papá.

Tenía guardado debajo de su cama el regalo más preciado que conservaba hacía muchos años para su hijo. El mismo que él recibió de su padre. Un juego que acompañó su niñez y luego su juventud, que hizo que pasara los momentos más inolvidables y emocionantes cuando era un adolescente y una afición que lo acompañó hasta bien entrada la madurez.

Un juego en el que refugiarse en las situaciones difíciles, en los días de bajón, una escapada para sentirse más vivo, un aliciente en la época de torneos y competiciones de barrio. Un juguete que le hizo recobrar la confianza en sí mismo cuando la timidez lo obligaba a buscar siempre juegos individuales. Un juego que le hizo por fin sentirse orgulloso de él mismo.

El ganar partidas se convirtió al final de su juventud en el pan nuestro de cada día y la admiración de todos los chicos del barrio algo que lo hizo sentirse importante poco a poco.

Ese futbolín cambió su vida para siempre y ahora estaba a punto, faltaban pocas horas, para traspasar a su hijo, a lo que más quería en el mundo un trocito de la ilusión de su vida. Una caja enorme con un lazo azul y su nombre escrito por toda la caja Yen, Yen, Yen, esperaba paciente bajo su cama a ser descubierta. Dentro, un precioso futbolín de pie de vivos colores y con muchos, muchos años de vida a cuestas.

3

EL SER

La Red no espera a ninguna partícula, el momento señalado es sagrado para todas por igual. El Ser espera paciente la iluminación total de su espacio por todas ellas para repartir misiones de nuevo.

El tema principal del momento no es debatible, todos son generalmente fáciles, por tanto el reparto es poco complicado y los porteadores no opinan nunca al respecto, acogen con sumisión la tarea encomendada y la llevan a cabo con la misma eficacia de siempre.

Hoy el Ser está especialmente contento. Hay que resolver una situación no muy difícil en comparación con las que llegan últimamente, y la búsqueda del porteador que va a ser enviado a través del haz de luz para resolverla ya está definitivamente escogido.

Todos están dispuestos con las mentes conectadas con el Ser. La red las coloca perfectamente a su alrededor formando extensos hilos violetas que conforman su aura y da comienzo la meditación que une pensamientos y recibe la orden en ese mismo momento.

Antes de dar comienzo, la última partícula incorporada se debate entre interrumpir o dejarse llevar por lo que aún no conoce. Es nueva en este lugar, la red la repescó no sabe si por casualidad o intencionadamente, ignoraba que ya estaba lista para pasar al segundo grado.

En el primer grado se abre la conciencia de cada una y se la instruye con infinidad de casos, desde los prácticos del día a día pero con una complicación importante, a los económicos, sociales, sentimentales o personales, y los graves de salud o los que tienen que ver con la violencia.

La importancia de este grado la da el conocimiento de situaciones límite y la resolución adecuada que permita al necesitado poder salir con éxito de la situación. Es, en pocas palabras, facilitarles la medicina apropiada que curará la enfermedad.

Una vez las iniciadas son capaces de dar solución a las distintas situaciones que se les ordenan, son enviadas al segundo grado donde toman conciencia de quienes son y para qué han sido llamadas al lado del Ser. Aceptan la misión de colaborar y ayudar en los casos que él les propone. Estas partículas porteadores son enviadas otra vez a través del haz de luz junto a quien se les designa y permanecen allí hasta que su presencia deja de ser necesaria.

La visión de lo desconocido deja a la nueva integrante en un estado catatónico. Impresionada por lo que la envuelve, no da crédito a lo que ya es realidad después de oír durante tanto tiempo las historias sobre el Ser, el aura violeta, los hilos conductores, la red. Pero lo más fantástico es la luz que se irradia desde el centro, una luz excesivamente brillante, una luz acogedora y protectora y en la que unas al lado de otras perfectamente dispuestas aguardan órdenes.

Por fin puede contemplar y maravillarse directamente del Gran Círculo Celeste, ese del que le han hablado por tiempo y tiempo, ese que incluso sin tocarlo transmite algo nuevo, algo indescriptible, una sensación que también estaba deseando sentir, Amor Incondicional recuerda que se llamaba, junto a una energía que le va llegando a raudales. Así lo aprendió, y ahora ha llegado el momento de vivirlo por ella misma.

—¿Tú le habías imaginado así?

—¿Cómo?, ¿de impresionante?

Su compañera mira a la voz parlante con aspecto de incredulidad.

—Claro, no imaginaba así lo que nos habían explicado. Las representaciones no le hacen justicia, la verdad.

—Pues yo sí, sabía que era algo grande, espectacular, como lo que estamos viendo ahora.

Vuelve a mirar hacia delante la misma imagen y sin apartar la vista sigue hablándole.

—De todas maneras, ¿tienes que hablar justo cuando no se oye nada, no ves que hay silencio? Eso quiere decir que no podemos comunicarnos.

—Bueno, entonces prepárate y lo hacemos mentalmente, ¿vale?

—Pffffff, está bien.

La compañera se dispone a cambiar el chip para comunicarse sin hacer ruido hasta que siente la presencia de ella en su interior, entonces respira tranquila.

—Oye, dime quién eres y así me puedo dirigir a ti por tu nombre, estaré más cómoda llamándote otra cosa que no sea PP.

—Claro, PP.

—Sí. Partícula Porteadora.

—Prefiero que me llames Zeta.

—¡Anda! Escogiste bonito indicativo…

—Sí, ya no quedaba mucho libre cuando yo llegué. ¿Y el tuyo?

—Mi indicativo es Inahí.

—Bien Inahí, ahora ya nos podemos tutear.

Las PP siguen mirando fascinadas el Gran Círculo Celeste esperando alguna señal que las convoque. Sólo les queda esperar pacientes a ser llamadas aunque no saben de qué manera. Eso es algo que no se imparte, algo que queda pendiente por descubrir una vez pasada la etapa de aprendizaje.

De pronto algo empieza a moverse, un temblor sacude la zona donde Zeta e Inahí aguardan, al mismo tiempo que una claridad celeste absorbe a Zeta y la empuja lentamente hacia el interior del Círculo.

—Inahí, creo que me estoy yendo.

Mentalmente se comunica con su nueva compañera sintiendo como se va alejando, como una fuerza, aunque suave, la va separando del haz de luz.

—Zeta, ya no te siento a mi lado. Creo que te diriges al Centro del Círculo, te veo en esa dirección, además te envuelve algo azul y eso sólo puede ser una cosa.

—No me digas que me llevan allá, con él… No no, yo me vuelvo allá contigo, yo no puedo bajar allá todavíaaaa!

—Deja de decir tonterías, relájate y disfruta del paseo, te espera un interesante final, verás.

—Espera que llegue, pienso hablar con el Ser para que me devuelva. Nadie me dijo que esto sería tan rápido, no creo que esté preparada aún. ¿Seguro que no hay algún grado más?

—Ay, ¡qué graciosa eres! Estás traspasando el haz de luz, envuelta por una claridad celeste y estás en el camino del Gran Círculo, ves haciéndote a la idea que te están preparando una misión.

—Inahí pienso hablarle claro, creo que lo voy a convencer. ¿Tú has visto la cantidad de PP que había allá con nosotras, por qué tengo que ser yo?

—Porque ha llegado tu momento y el momento que alguien está esperando. Porque hay alguien que necesita de ayuda, y ahí estás tú, dudando de ti misma. Por eso mismo haz el favor de dejar de pensar y fijar tu pensamiento en lo que te espera al final del camino.

Zeta va recapacitando y repasando las palabras de su compañera, la iniciación, el Ser, la misión, su capacidad… El torbellino de pensamientos se une al de la espiral que la va acercando cada vez más deprisa a su destino, un gritito mental cruza la luz hasta llegar a su nueva amiga.

—¡Inahiiiiiiií, tengo miedooooo!

—Jaja, no te preocupes Zeta. Has sido la elegida y su razón tendrá el Ser para llamarte a su lado.

Zeta, ya a punto del encuentro final y en las últimas vueltas de la agitada espiral sólo alcanzó a dejar ir un hilillo de voz:

—Sea lo que sea que me aguarde, no defraudaré, lo prometo.

YEN Y CLARA. LA RUTINA PASIVA

Después de volver a recordar una vez más a su padre, volcar unas cuantas lágrimas más sobre sus manos, volviéndose a tapar los ojos, toda la cara, como cuando se escondía entre su manta y su almohada con las voces de sus padres de fondo, Yen se levanta decidido a poner sólo un punto y seguido a sus recuerdos. Se mira al espejo mientras cuelga la mochila al hombro y sigue sin reconocer la imagen que le devuelve con la que él se imagina, es algo que siempre le ha mantenido intrigado, como si de dos personas distintas se tratase. La que aparece en las fotografías, en los espejos, en los escaparates de las tiendas, con la otra con la que sí que se identifica cuando se mira por dentro. Sonríe al recordar las palabras de su amigo Román una noche de marcha con unas cuantas cervezas encima cuando le hizo el comentario:

Tío no sufras, los dos sois feos de cojones.

Con la misma medio sonrisa aún, coge la sudadera, da un último vistazo a su cama acabada de hacer, deja la ventana medio abierta para ventilar y sale de la habitación cerrando la puerta como siempre al salir. Es su morada, su gueto privado en el que no entra nadie más que él, con sus amigos siempre quedan fuera de casa y su madre sólo traspasa el umbral lo justo. Se ha ido convirtiendo con el paso de los años en su pequeña vivienda donde se siente a gusto y seguro rodeado de lo que en verdad quiere, su vida y sus recuerdos, por ahora ahí nadie más es bien recibido.

Deja la mochila en una de las sillas de la cocina y se sienta en la de enfrente. Delante tiene el mismo desayuno de cada mañana, bocadillo de jamón y queso y un zumo natural, la leche aún le da náuseas, desde que de pequeño y después de un ataque de sed se tragó casi una botella de un tirón y estuvo vomitando sin parar durante veinticuatro horas. Él dice que tiene alergia y nunca más tomó leche.

Son las siete y media y empieza a desayunar como siempre mirando la pantalla de televisión encima del mueble de la cocina, después de saludar a su madre que va arriba y abajo colocando los cacharros que saca del lavavajillas.

—Buenos días, mamá.

—Hola hijo, buenos días. ¿De qué te preparo hoy el bocadillo? piensa qué quieres mientras acabo de colocar todo esto.

Clara mira de reojo a su hijo, ese chico que hace nada era un niño. Un niño que ahora se da cuenta de lo poco que ha llegado a disfrutar y ya es un muchacho de veinte años. Lo observa mientras se seca las manos en un paño de cocina y disimula recogiéndose el pelo en una coleta y es que siempre que anda por casa intenta ir cómoda, ya pasó el tiempo de estar impecable hasta haciendo el trabajo de casa.

De lo que aún puede presumir a sus cuarenta y nueve años es de su figura esbelta sin rastro de celulitis y sus cincuenta y dos quilos que mantiene desde no recuerda cuándo, de su cutis perfecto con las arrugas típicas de la edad que le hacen un tanto interesante cuando ríe y se le forman unos pequeños surcos en los ojos y la comisura de la boca, el largo pelo rubio igualmente bien cuidado, hacen que Clara parezca una jovencita de veinticinco años.

—Yen, ¿vas a jugar después de clase?

—Si, supongo que sí, ya quedamos la semana pasada y hemos de entrenar para el torneo.

La voz monótona responde a su madre sin apartar la vista de la pantalla, el presentador anuncia otro debate entre las dos fuerzas políticas para esta noche y la película fantástica que compite en otro canal.

—¿Vienen los de siempre? ¿Tu amigo, aquél melenas de los pendientes?

—Mamá, los mismos de siempre. Aquél melenas de los pendientes ahí donde lo ves es el mejor jugador que conozco, creo que le voy a pasar el testigo y se presente por mí, aún no he visto a nadie jugar como él. Bueno sí, a…

—A papá, ¿no?, querías decir a tu padre.

Yen afirma en silencio con la cabeza mirando fijamente a su madre.

Clara se agacha y acerca una mano a la mejilla de su hijo, intenta tocar su piel para sentirla, para acariciarla, para consolar esa pena que trasluce en sus ojos ahora un poco más tristes que hace sólo unos momentos.

Yen levanta el brazo y suavemente coge la mano de su madre retirándola de su cara y dejándola en la mesa, sus ojos no se apartan de los de ella hasta que, sin saber qué hacer ni qué decir, se da la vuelta y sigue guardando la vajilla.

Mientras mira como ella le da la espalda lentamente, vuelve sin quererlo el sueño de esa noche. El momento de la derrota se le une para ir desmoralizándolo de nuevo, parece que siempre estén ahí escondidos y queriendo hacer una salida espectacular para estropearlo todo. Una vez más se propone buscar una solución para cambiar, para empezar de nuevo. Con ese logro allá a lo lejos, nace una pequeña esperanza de dar un giro a toda su vida. Y cuando dice toda, no se refiere sólo al sentimiento que le provoca su actitud frente al juego.

Con un brusco movimiento de cabeza como queriendo ahuyentar los pensamientos del momento, sigue hablando.

—¡Ah! mamá, y ese melenas tiene nombre aunque lleve piercings.

—Eso supongo Yen, pero nunca lo recuerdo. Mmmm cómo era… ¿Ramón?

—Román mamá, cambia las vocales y ya está, así de fácil.

—Hijo, ¡cualquiera diría!, mira que hay formas de decir las cosas.

Clara, brazos en jarras, mira a su hijo esperando una respuesta. Lo mira a los ojos fijamente pero no percibe absolutamente nada, si algo se escapa a esa mirada es la indiferencia que se hace latente en cada gesto, en cada frase del chico.

Yen, sin hacer esfuerzos por contestar a su madre, sigue comiendo su bocadillo y bebiendo pequeños sorbos de zumo. Clara se da la vuelta y ve como se va al traste otro intento de conversar con normalidad con su hijo. Sin darse cuenta deja ir en un movimiento inesperado los cubiertos que saca de la cubeta desparramándolos por el suelo de la cocina. Los mira fijamente sin entender cómo se le han escapado de las manos.

Ella también está buscando una solución a una situación que arrastra por muchos años. Es ahora cuando finalmente empieza a sentir una ausencia latente en su vida, en sí misma…

Piensa que ya va siendo hora de recordar, aclarar y sacar a flote verdades para recuperar lo único que le queda, para intentarlo con todas sus fuerzas. Está decidida a poner todo su empeño para ser la madre que su hijo nunca tuvo.

Si el coraje la acompaña pondrá el pasado de cara y lo afrontará con toda la fuerza de que sabe que es capaz. Ahora sí.

De pie, al lado de la puerta abierta con la cabeza apoyada en el marco, va escuchando a la vez el trote de su hijo por las escaleras hasta que llega a la portería del edificio y cierra la pesada puerta de hierro.

Ahora, algo más animada por la decisión tomada hace tan solo unos momentos, entra a la casa cerrando la puerta tras de sí y parada en medio del recibidor da un fugaz repaso a lo que su vista alcanza: la cocina a la derecha, al fondo el amplio comedor, a la izquierda el pasillo que conduce a las habitaciones y el baño, oye a sí misma: —creo que finalmente ha llegado el momento de dar color a estas paredes—.

Introduce la mano en el bolsillo trasero del pantalón saca la pitillera con los cinco cigarrillos del día y coge el primero de la mañana. Cada uno está destinado a un horario concreto y ahora toca el primero, espera a llegar a la terraza y con el cigarrillo entre los labios saca el mechero del otro bolsillo. Ya en el exterior y sentada en una de las cuatro butacas de mimbre, lo enciende aspirando suavemente el humo y de igual manera lo envía, lo devuelve al aire. Se recuesta en el respaldo, cierra los ojos y se recrea cómodamente en la sensación que le produce la inhalación y la exhalación, una y otra vez, sin enviar ninguna idea a su mente, una y otra vez, aspira, suelta…

Abre finalmente los ojos cuando nota el sabor diferente del final del cigarrillo y siente la inconfundible quemazón entre los dedos.

Una luz extraña, demasiado brillante la deslumbra, aprieta la colilla en un cenicero de pié y con la otra mano se friega ligeramente los ojos: debe ser la claridad después de tanta oscuridad, piensa… Al volverlos a abrir, la intensidad ha aumentado y además deja entrever un ligero color, un color diferente, un azul un tanto extraño, un azul celeste increíblemente hermoso.

5

YEN, DANIEL Y ROMÁN

—Yen, ¿vienes o qué?, ¡tío que si perdemos este bus no hay otro hasta las seis!

—Oye no hay manera, a veces no sé si está más por la mierda esa de música o por lo que hay que estar.

—Si Román, luego se queja que no hay tiempo para jugar y pierde el tiempo hablando con los niñatos pijos… ¡pues que se haga músico tío!

—Venga no te pases Daniel que los amigos hay que compartirlos, ¿o es que lo quieres para ti solito?

La intención de la palabra más la mirada directa a los ojos con la ceja derecha ligeramente levantada, hacen que las mejillas de Daniel empiecen a adoptar un color rosado sospechoso.

—Uy uy uy, esos colores Daniel, yo no digo nada…

—Román, ya vale la bromita, me estoy cansando de la misma canción tío. Lo mismo podría yo decir de ti que estás todo el día enganchado a él.

—Sí, sí, pero yo no lo miro con “ojitos”. Que se nota tío, se nota, ¡y ya está!

—No hace falta que se entere la gente ¿no? ¿Te voy a buscar un megáfono?

Las personas que también están en la parada del autobús miran a los dos chicos con la curiosidad de quien quisiera estar en medio para no perderse detalle. Una nueva voz interrumpe la escena.

—Bueno ya estoy, ¿nos vamos?

Yen aparece como por arte de magia. Ni Román ni Daniel mirándose de frente como dos gallos de pelea advierten que Yen llega corriendo y se sienta soplando en la marquesina de la parada del autobús. Se queda mirando sin saber qué los mantiene tan exaltados mientras va dejando la mochila en el suelo.

—Eiiiiiii! ¿Me he perdido algo? ¿Me explicáis la bronca?

—Éste, que hoy está algo gilipollas.

Daniel le clava una mirada glacial.

—¿Te callarás ya, imbécil?

—¡Hostia el bus! Va Daniel. Román tío, déjalo ya ¿no?

Subiendo las escaleras del autobús y dejando a Yen pasar delante, Daniel se acerca al cuello de Román por detrás y rozándole la oreja le susurra.

—No sé yo quién está por quién….

Román se gira y lo mira con cara de indiferencia.

—Estás paranoico tío.

Daniel dejando que Román se siente al lado de Yen, sigue mirándolo desde el asiento de enfrente sin tener muy claro si la broma espontánea que acaba de hacer ha dado justo en la diana.

Los pensamientos no dejan de revolotearle hasta que la vocecilla automática anuncia la parada: “Santaló-Av. Praga”.

Leo, detrás de la barra, espera impaciente como cada miércoles por la tarde después del “cole” de los chicos la reunión cervecera como él la llama. Primero se calientan con unas cervezas y con esa alegría ganada a pulso toman posiciones alrededor del futbolín para pasar las siguientes dos o tres horas dándose palizas unos a otros.

El Santa está en plena calle Santaló, la típica cafetería antigua de toda la vida con los mismos clientes de toda la vida. Ahora, en pleno 2012 y desde hace cinco años, Leo la convirtió en un bar-cafetería de día con desayunos y meriendas, a partir de la tarde- noche, bar de copas, música de sonido más bien estridente e interminables partidas de futbolín y billar. 

El bar, de una extensión considerable, fue diseñado con dos ambientes: el de día a la entrada, y subiendo dos altos escalones y separado por una valla metálica a media altura la zona de recreo, dos futbolines, en medio una mesa de billar y alrededor taburetes altos y mesas bajas rodeadas de los más variados sofás, butacas y sillas de brazos. Los posters de la Barcelona antigua mezclados con fotografías en blanco y negro de los más famosos grupos de rock y heavy metal hacen del salón la estancia más acogedora del bar.

Gracias a la Diosa fortuna de la lotería del Niño en el 2007, Leo pudo convertir la antigua cafetería en el sueño de su vida: dar a los chicos un lugar cómodo, moderno y acogedor donde pudiesen pasar las tardes y las noches. Aunque lo que más agradecía era la compañía de la que estaba necesitado desde que el asqueroso destino como solía decir cuando salía el tema, se llevó a su mujer y su hija al más allá con solo dos años de diferencia. Esos chicos y el Santa eran ahora toda su vida.

Unas cuantas rondas van ya, y los tres amigos apoyados en la barra mucho más contentos que al llegar, escuchan los interminables chistes que va contando Leo. Las risas se van contagiando hasta que va apareciendo el resto del grupo.

Hacen los saludos de rigor, y cerveza en mano, en un santiamén se plantan en la zona de recreo. Dispuestos a jugar entrenando para el torneo, empiezan a colocarse en posición.

—Ahora vengo, voy al lavabo un momento, grita Yen.

—¡Espabila venga, ya estás meando rapidito!

Los demás ríen, imitando la fuente con el sonido típico. Yen apura el paso deseando vaciar toda la cerveza que le sobra.

—A ver si así me concentro más esta vez.

Sale del lavabo limpiándose las manos en una toalla de papel y se para en seco mirando la pizarra blanca de vileda con los nombres en negro recuadrados y los malditos números de posición a la izquierda. Las sienes le golpean una y otra vez cuando ve su nombre al final del cuadrante.

—13 Yen

—Mierda…

—Yen cariño, ¿qué te pasa?

—¡Elena!, hostia, no te había oído.

—¿Qué haces aquí parado? ¿No habías visto la clasificación aún? Pues lleva tiempo ahí colgada ¡eh!

—Sí, sí, es que ver mi nombre ahí, tan abajo…

Elena se le acerca, le toca con la mano la rodilla y sin ningún tipo de pudor va subiéndola hasta llegar a la entrepierna donde suavemente empieza una leve caricia.

Yen la mira a los ojos mientras Elena va acercando su cuerpo hasta quedar pegada a él.

—Quieres, decir, ¿aquí, tan abajo?

—Elena, por favor no insistas, así tampoco lo vas a conseguir. De verdad, déjame en paz, no me gustaría enfadarme pero es que no quiero nada contigo.

Román, desde lo alto de las escaleras sigue la escena sin mover un músculo, los puños apretados aguantándolos para que no salgan disparados y el sonido de una voz seca que le sale sin pensar.

—Cuando acabéis de sobaros podéis venir, la peña está esperando.

Yen, sobresaltado por la inesperada presencia de su amigo y provocando un acto reflejo, separa a Elena de un empujón.

—Ya venía Román, Elena acaba justo de llegar.

Elena, con la más irónica de sus sonrisas se acerca lentamente a Román y le planta un sonoro beso en la mejilla.

—No te preocupes chato, que hay para todos.

Román sigue con la mirada la figura delgada aunque bien proporcionada de Elena y se detiene en su falda demasiado corta. Una sonrisa de oreja a oreja asoma sin darse cuenta.

—Hostia tío estás pillao…

—No Yen no, pillao no, esta tía me pone como una moto. Pero bueno, vamos ya, verás como hoy nos los cargamos.

El sonido de las bolas y los gritos empiezan a provocar en Yen algo especial, no sabe por qué, pero presiente que esta noche será diferente, muy diferente.

CLARA IBARZ

El armario ropero a modo de vestidor en la habitación de Clara no guarda mucha ropa, pero sí la imprescindible. La misma para ir a trabajar, las prendas básicas, y algún capricho para las pocas salidas esporádicas con Lucía.

En la consulta viste siempre bata blanca por lo que el estilo casual que normalmente lleva sólo puede lucirlo al entrar y salir, en tantos años trabajando en el centro dental ya se acostumbró a no perder el tiempo preparándose la ropa la noche anterior. Pensar en cómo combinar estilos y colores para estar más elegante, se ha convertido en otro más de sus muchos cambios.

Ese mismo vestidor había recogido hace ya treinta años variedad de estanterías a los dos lados con innumerables prendas de vestir ordenadas por colores, temporadas y estilos; numerosos zapatos, botas, zapatillas deportivas, bolsos de diario y de vestir, al igual que complementos para dar el toque final a su inmaculada presencia.

Su profesión de secretaria requería un aspecto correcto y elegante y ella supo mantener la imagen ideal. La deformación profesional, como pensaba siempre que recordaba al dedillo las explicaciones de su profesora de la clase de Protocolo, hicieron que aplicase los conocimientos adquiridos en el día a día a su empresa. Esta sucursal francesa dedicada al tratamiento de aguas también requería un personal de gerencia que, además de cualificado, ofreciese un aspecto correcto.

Clara Ibarz Vivancos fue una señorita como Dios manda, una secretaria de dirección como las de antes, entregada, eficaz, dedicada por completo a su trabajo y a su jefe, implicada al máximo, responsable y dispuesta a todo para complacer a sus superiores. Ahora, cuando su memoria se da un paseo por aquellos tiempos, daría parte de su vida para borrar, para hacer desaparecer algunos años, aunque se consuela pensando que es lo que le ha tocado vivir y que por algo será que he recibido el trozo más pequeño del pastel. Su inestabilidad, sus cambios de humor, sus frecuentes impulsos innecesarios, ayudaron a forjar la tragedia que daría al traste con la estabilidad en 

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