Prólogo
Carlos se dedicaba a su trabajo como bombero y a disfrutar de su soltería y las mujeres, hasta que un accidente quemó sus alas y sus esperanzas. Aún así, no se le pasó por la cabeza que una ventana con vistas a una estación de tren, sería la puerta abierta a su destino.
Alguien escribió una vez que la vida es como un viaje en tren, en donde los viajeros, se sientan a nuestro lado compartiendo parte del camino. Suben y bajan en las diferentes estaciones. Algunos nos dejan tristezas, otros, alegrías, muchos pasan desapercibidos. Pero entre todos esos compañeros de viaje, podemos encontrar a ese que, sin esfuerzo se meterá bajo nuestra piel y nos hará desear que ese viaje no termine nunca.
Carlos Quirón encontró a su compañera de vida en el tren de las ocho.
Ahora solo tiene que conseguir que ella, quiera hacer todo el viaje a su lado.
Capítulo 1
Diario de Carlos
Antes de comenzar a combatir un incendio, los bomberos debemos evaluar la naturaleza y la magnitud del fuego para determinar la mejor manera de apagarlo y obtener el resultado más rápido y seguro. A eso le llamamos «lectura del incendio” y se lleva a cabo observando el color del humo, deduciendo de donde proviene, probando su temperatura con agua y buscando hollín en las ventanas.
Y por todos los demonios, si sabía hacer la lectura del incendio, ¿Por qué no supe ver que no podía abrir la puerta? Nunca, jamás, permitas que tu mente se distraiga con algo que no sea el incendio. Porque el fuego es una amante celosa, te envuelve, te abraza hasta asfixiarte y si no le prestas suficiente atención, en venganza, te mata.
Esa es la razón por la que durante meses, fui huésped de la unidad de grandes quemados del Hospital Universitario en Baracaldo.
Tantos años de experiencia tirados a la basura, por dejar un instante de pensar en mi trabajo, en lo que tenía ante mis ojos.
Tenía mi mente en otra parte. Para ser más exactos, entre los enormes pechos de una rubia despampanante, que había estado toda la noche provocándonos, mientras nosotros tomábamos la última copa en aquel pub, después de la boda de Antonio y Marta.
¿Cómo se pueden tirar por la borda ocho años de experiencia, luchando contra un incendio tras otro, por una mujer de la que ni siquiera recordaba su nombre?
Es de tontos pensar siempre con la bragueta. Y definitivamente, yo, había sido uno de esos idiotas. Ahora me tocaba pagar en mis propias carnes las consecuencias.
Habían pasado diez largos, dolorosos y tediosos meses. Lo peor de las heridas quedaba atrás. Ya no me llamarían para hacer el calendario anual para recaudar fondos. Seguro…
–¿Te lo imaginas? Yo, representando el mes de Agosto. Y a pie de foto un aviso en letras bien grandes: «Las autoridades sanitarias aconsejan que ante exposiciones prolongadas, utilicen protección solar».
Tan sólo un año antes era “el quita bragas”. Como me llamaban, entre envidia y admiración, muchos de mis compañeros. Y mírame ahora, hecho una mierda. Y mí sentido del humor… otra mierda.
Tiempo atrás, apenas una mirada y las mujeres hacían cualquier cosa para conseguir un pedacito de mí. Bueno un gran pedazo…No podía quejarme del atributo masculino con el que había sido bendecido y modestia aparte además, sabia como utilizarlo. No todos podían decir lo mismo. Otras veces un pequeño gemido al otro lado de la cama, me recordaba que no había vuelto solo a casa.
A ese querido trozo de carne le acompañaba un metro noventa de estatura, noventa kilos de puro músculo, y los ojos y el pelo negros como el carbón , mis gafas de aviador de las que nunca me separaba y mis botas militares.
Las mujeres se me ofrecían constantemente y me piropeaban diciendo que tenía la cara de un ángel, un ángel caído, con una sonrisa que tentaría al mismísimo diablo.
Personalmente, ni les creía ni les dejaba de creer, simplemente estaba muy a gusto con mi estilo de vida, disfrutando de lo que me brindaba la vida, pero sin ataduras, ¿para qué? Era un tío joven, atractivo, con algo de dinero en el bolsillo.
¿El futuro? no pensaba mucho en él, salvo en cuantos días tenía de fiesta después de trabajar veinticuatro horas seguidas, si dormiría solo o si el fin de semana tendría suficientes condones.
Ahora…Bueno ahora sólo era un hombre en una silla de ruedas frente a una ventana desde primera hora de la mañana.
Esperando día a día a sanar un poco más, para poder volver a someterme a otra operación que me devuelva el aspecto de ser humano.
Tenía que esperar a que los ligamentos injertados en las piernas se adaptaran y cogieran la fuerza suficiente para aguantar el peso. Eso me llevaba a interminables y muy dolorosas horas de ejercicios que me proporcionaba la fisioterapeuta asignada por el cuerpo de bomberos.
–Sí, de acuerdo, que era una de las mejores. Pero, ¿tenía que ser tan… tan grande? Ni que decir de su alegría, que brillaba por su ausencia.
Las pesadillas se habían convertido en mis compañeras inseparables, lo que provocaba que cada noche se me hiciera un nudo en la garganta al pensar que tenía que meterme en la cama.
Después de salir del hospital el recuerdo del accidente era lo único que invadía mis sueños.
Crac.
Latido.
Crac.
Latido. Latido. Latido.
Silencio. Hasta que un ruido sordo y el crujido característico de cristales rotos me hizo ver en cuestión de segundo que todo había acabado.
Todo el edificio pareció temblar bajo mis pies, con la siguiente combinación de crujidos. Entré en pánico.
Comencé a arrastrarme intentando encontrar una salida, una pequeña burbuja de aire sin humo para recargar mis pulmones.
–Responde– oía a lo lejos. – ¡Responde!– Pero no identificaba de donde salían las voces. El intercomunicador se me había caído del enganche en la oreja, por lo visto lo arrastraba por el suelo enganchado todavía en mi hombro. Mis ojos permanecían abiertos pero la oscuridad a causa del humo lo envolvía todo a mí alrededor.
–Responde, por favor responde. Quirón, voy a mandar un equipo, no te muevas, quédate donde estás ¿Me has oído? Nosotros te localizaremos. ¡Responde, maldita sea!
El crepitar de las llamas marcaba cada uno de los latidos de mi corazón, en un golpeteo desenfrenado.
Podía sentir como el fuego descarnaba mis piernas y mi pecho. El dolor en la cara al sentir el filo de los cristales, cuando explotó la ventana. La oscuridad, el olor a carne quemada y el sabor metálico de la sangre en mi boca…
No podía hacer nada para esquivar las pesadillas nocturnas, ni siquiera atiborrándome de somníferos. Cada noche, de cada día, se repetían una y otra y otra vez. Hasta que no supe que me aterrorizaba más, si recordar o soñar aquel fatídico accidente.
Intentaba mantener mi mente en otro tipo de pensamientos, pero atrás habían quedado las maratonianas sesiones de sexo caliente con alguna mujer sin nombre, a las que daba y me daban tanto placer, que despertaba con unas erecciones espectaculares, como si no hubiera estado follando en toda la noche.
Ya no recordaba cuando fue la última vez que dormí con una de ellas a mi lado, dispuesta a continuar con el desenfreno de la noche anterior.
Así pasaba mis días. Uno tras otro. Esperando frente a la ventana a que llegase el sargento de hierro, para martirizarme durante las dos horas infernales, más largas, de mi patética nueva vida. Ni una sonrisa animaba la cara de esa mujer. ¡Por favor! Ni una simple mueca en su rostro pétreo, y sin ningún atractivo. Joder, había estado con chicas que no eran hermosas, pero si me dedicaban una mirada pícara, una sonrisa dulce, era suficiente invitación para meterme bajo sus faldas.
Cuando hace cinco años compré el apartamento, no me pasó por la cabeza, que las vistas fuera tan importantes.
No me importó que las ventanas dieran al andén de la estación de Loruri-Ciudad Jardín. Nunca estaba en casa. Y el nombre de la barriada era sugerente.
El trabajo me mantenía fuera prácticamente todo el día y muchas noches de guardia, el precio era una ganga. ¿A quién le importa, no ver el jardín por ninguna parte? Simplemente, en ese momento de mi vida, me daba igual. Los cuatro árboles que se veían al fondo eran suficientes para mí.
Supongo que el karma, o como se llame, decidió que era el momento de la venganza.
Ahora mi tiempo transcurría viendo a la gente subir y bajar del tren. Cada maldita media hora. Empecé a pensar que el promotor podía haber tomado en consideración poner el jardín que daba nombre a la zona. Un poco de verde y algunos columpios para los niños animarían un poco mi estado de ánimo.
El aburrimiento es un mal consejero, un amigo pertinaz e imposible. Así que día tras día, miraba a los usuarios del tren de cercanías, hasta que comenzaron a repetirse las caras. Sabía los horarios de muchos de ellos.
De tanto mirarlos me inventaba sus vidas. Quizás para no recordar lo lamentable en que se había convertido la mía. Tampoco tenía nada más importante que hacer.
Estaba el grupo de las 7,30. Menudo grupito. Todos, y casi ninguna excepción, con su traje de imitación de grandes diseñadores, el maletín de símil – piel y el móvil pegado a la oreja de buena mañana.
En parte entendía porque utilizaban el transporte público. Detrás de la estación transcurría la Av. Maurice Ravel completamente embotellada a esas horas. Qué ser humano aguanta tanto stress.
A pesar de la distancia que separaba mi ventana del andén, podía distinguir casi a la perfección sus facciones. Por lo menos mi vista seguía siendo la de un lince.
– ¡Vaya!, hoy llega tarde el yupi que repite el traje marrón tres veces por semana.
Lo que debe significar que sólo tiene otro traje, para combinar su atuendo semanal. Seguramente va a comisión y a duras penas llega a fin de mes. ¡Pardillo, mucho porte, pero sólo en apariencia!
Como no aparezca en los próximos minutos, perderá el tren. No lo quiero en el tren de las 08,00. Es un tío atractivo y me molesta que pueda estar cerca de mi pequeña secretaria. Seguro que intentaría con ella un acercamiento.
–¿A dónde la ibas a llevar idiota. Al McDonalds?
Mi morenita preciosa, empezó a subir al tren de las ocho hará más o menos un mes.
Ninguna mujer, había despertado mi curiosidad como esta. Llamó mi atención desde el primer día, cuando la vi por un instante corriendo para alcanzar el tren. ¡uf! Por los pelos no se le escapó.
Me sorprendió la agilidad que demostró en el sprint por el andén subida en aquellos tacones. Digno del mejor equilibrista.
Como no iba a llamar mi atención. Con esa melena castaña que brillaba al sol de la mañana. Y ese cuerpo fabuloso, que subía a la categoría de exclusivo los vestidos más sencillos.
Empezaba a ser una obsesión, Esperaba con ansiedad hasta que aparecía. Empecé a tener ganas de golpear a alguno de los habituales, que aprovechaban el barullo para echarle un buen vistazo a su precioso culito respingón o los pechos que se intuían bajo las diferentes capas de ropa.
Un par de semanas más tarde y apenas sin darme cuenta, ella, se había convertido en mi fantasía preferida. Quizás la única fantasía de esos días aciagos.
Gracias a Dios que la enfermera que me asistía me retiró la sonda.
Mejor que nadie tenga que experimentar una erección con una sonda metida en la uretra. Lo desaconsejo. De todo corazón.
Verla diariamente me excitaba, si, lo admito, soy un cabrón, pero me ponía cachondo. Recordarla, con ese cimbreo de cadera, esos piececitos enfundados en tacones imposibles, esas curvas femeninas… que durante las largas horas nocturnas me empujaban a masturbarme.
Probablemente, ya no era un hombre atractivo, pero en mi mente volvía a ser el que fui. Mi cuerpo estaba libre de taras, de cicatrices. Y me sentía capaz de seducir a mi pequeña secretaria.
Imaginaba una y otra vez el vaivén de sus pechos mientras los sostenía en mis manos. Mi lengua saboreando sus enhiestos pezones. Sus esbeltas piernas rodeando mis caderas, mientras yo la embestía con fuerza una y otra vez. Una y otra vez…
El calor húmedo de su sexo envolviendo mi erección, sus jadeos de placer avivando mi deseo, pidiéndome más, más fuerte, sus manos acariciando, arañando mi piel, hasta catapultarme a un orgasmo demoledor… Directamente en mi mano. En ese momento quería echarle la culpa a mi depresión, o al mundo entero, porque mientras limpiaba el desorden que provocaba mi cuerpo al liberarse, me sentía sucio. Depravado. Un cerdo que se masturbaba pensando en una muchacha a la que no conocía y que nunca conocería.
No tenia que mirarme a un espejo para saber su reacción si por una de esas casualidades de la vida la tuviera frente a mí. Y mucho menos sin ropa puesta. ¿Qué mujer no se asustaría ante la visión del monstruo en el que me había convertido?
Capítulo 2
Diario de Raquel
Tengo fama de buena-chica, bueno, creo que lo soy, o al menos lo fui. Por lo general no era la clase de mujer que presumía de atraer a los hombres. Eso significaba que probablemente me sentiría más contenta en algún rincón, tratando de fundirme con la pared. De convertirme en la mujer invisible.
Tendría que buscar alguna manera de tranquilizarme antes de empezar a dar gritos y a despotricar lo suficientemente alto, para intentar desenredar este lío en el que sin comerlo ni beberlo me había metido.
En lo que a mi jefe le concernía, desnuda era la mejor manera de mantenerme calladita y relajada.
–¡Como pude ser tan tonta! ¿Cuántas evidencias necesitaba, para comprobar que mi jefe estaba cometiendo un desfalco?
Todo indicaba que su nivel de vida había subido mucho en los últimos tiempos. Han sido muchos años en el banco. Sabía cuánto ganaba un interventor, y desde luego no daba para mantener una casa en la playa, además de varios coches de coleccionista.
Me creí enamorada. Me sedujo. Durante un año fui su amante…¡Ilusa, boba, idiota!
Me dejaba hacer, mientras el enterraba su cabeza entre mis piernas, devorando mi sexo. Yo soñaba que me quería, que formaríamos una familia. Que volvería a sentirme parte de alguien. Él solo aprovechaba el momento para satisfacer su lujuria.
Yo imaginaba una casita a las afueras, con su pequeño jardín y quizás un perro grande y vago para vigilar a los niños. Él me manoseaba las tetas y se restregaba enardecido, como un cerdo en un barrizal.
Me sigo sintiendo humillada, a pesar de que lo denuncié, de que todo salió a la luz y yo quedé exonerada de cualquier delito…Pero sin trabajo. Encima, sin trabajo.
Ya no era una buena imagen para la empresa. Los accionistas ya no me verían como una buena asistente de administración, si no alguien que seguramente había estado revolcándose en la mesa de reuniones con el interventor. Alguien que vigilaría todos sus movimientos y les delataría a la más mínima sospecha.
¿Y mis compañeros?¿Quién querría trabajar conmigo cerca? Seguramente se sentirían incómodos.
La vergüenza seguía taladrándome las entrañas y mi mente se empecinaba en recordarme a todas horas cuando escuché la conversación que mantenía con su verdadera amante, fue, sin lugar a dudas peor que una bala en la frente.
―¿Crees que este plan funcionará? ―preguntó ella.
―¿Tienes otro mejor? ―Contestó él. – Mírala. Es una simple asistente. Se ve tan dulce, que nadie sospechará. Eso nos dará tiempo a estar lejos y transferir los fondos que he puesto en la cuenta que abrí en su nombre.
Para entonces, ella será la culpable y nosotros podremos disfrutar de la vida que nos merecemos.
–¿Acaso crees, que he disfrutado teniendo que acostarme con ella? –Dijo él.
No quise seguir escuchando lo que contestó ella. Me limité a seguir grabando la conversación en mi móvil, pero dejé que mi mente volara a otros lugares más felices.
Recordar las mañanas de verano con mi hermano gemelo, era sin lugar a dudas mucho mejor que escuchar como tu dignidad es arrastrada por el fango sin ningún miramiento.
Me encontré de la noche a la mañana sin trabajo, sin dinero y sin orgullo.
Menos mal que alguien en el más allá, seguramente Gabriel, se apiadó de mí y me echó una mano.
Encontré un piso en el extrarradio, que quedaba cerca de la estación del tren, lo que me permitiría llegar al centro de Bilbao en apenas 34 minutos si encontraba un trabajo. Aunque tenía que compartirlo con tres monumentos pertenecientes al cuerpo de bomberos. Pero el alquiler era bajo, y la mitad del tiempo estaba sola, así podía disfrutar de mi desgracia sin testigos.
A pesar de que verlos a ellos por la casa sin camisa podía acabar con el celibato de una Santa, yo prefería mantenerme alejada y deleitarme con mi desgracia.
Cuanta falta me hacia Gabriel en ese momento. Cuanto lo echaba de menos. Y mi madre. Mi querida madre. Siempre tan silenciosa y tan sabia. Durante mucho tiempo no entendía y así se lo hacía saber como una mujer como ella se había dejado engañar por un hombre hasta el extremo de dejarla plantada el día de su boda, en el juzgado, embarazada de cinco meses y de gemelos nada menos.
Pero ella siempre me argumentaba que había valido la pena.
–Hija, soy tan egoísta que no quería compartir vuestro cariño con nadie.
Ya hacía ocho años que un cáncer de mama, descubierto en una revisión rutinaria, se la había llevado para siempre. No supimos ver los síntomas de la metástasis, si es que se pueden ver. El cansancio repentino, la desgana, la pérdida de peso y la desaparición del brillo en sus ojos. No lo vimos venir. No vimos las señales. Mi pequeña familia, mi mundo, empezó a desmoronarse con la muerte de mamá.
Por lo visto había heredado el egoísmo de mi madre porque ahora le reprochaba el habernos dejado solos a Gabriel y a mí.
–¡Mierda, mamá! Te necesito tanto. Aunque sólo sea para regañarme. ¿Sabes? Muchas veces me miro al espejo para recordarte. Gabriel dice que tengo tus ojos. Así que me planto frente al espejo y los miro para convencer a mi cerebro que estás conmigo, que no me pierdes de vista.
Pasados unos meses mis compañeros de piso me informaron que en la estación de bomberos donde trabajaban, andaban como locos buscando a alguien capaz de estar doce horas atendiendo el teléfono y sin perder la calma. Alegaron que me habían estado observando y creían que era ideal para el puesto, además de alegrarles la vista durante las largas horas de guardias.
Bueno en ese momento no tenía trabajo, mi autoestima estaba por debajo del nivel del mar y no quería, ni tenía ganas de relacionarme con nadie, mucho menos con hombres. Estar encerrada en una habitación, con una centralita telefónica, se me antojaba muy apetecible. Nada de cara al público, simplemente escuchar y actuar en consecuencia. Mantener la calma, tranquilizar al que llamaba para aconsejarle, mientras daba los pasos de rigor, e ir informando a mis compañeros del cuartel de bomberos, el samur, la policía, o a quien hiciese falta siempre desde mi teclado de ordenador.
Mi organización el primer día fue un desastre.
Tenía que empezar a trabajar en la estación de Bomberos a las nueve en punto, si perdía el tren de las ocho llegaría tarde.
Metí el cinturón por las trabillas de mi vestido azul marino, los pies en mis zapatos negros favoritos y me miré otra vez en el espejo del baño.
—Vas a llegar tarde —. Me dijo Marcos con una gran sonrisa detrás de mí.
—No puedo ser buena en todo—. Le contesté atusándome la melena larga y oscura unos segundos, pasándola de un lado al otro, para darle un aspecto menos repeinado.
Mis ojos color ámbar parecían cansados, les faltaba chispa. Sin duda como resultado de tanta autocompasión.
Sólo hacia unos meses que me vine a vivir con los chicos. Nos estábamos adaptando, aunque algunas veces, sobre todo cuando tenían un par de días libres, me sacaban de mis casillas pues se comportaban como un trio de universitarios de película americana. Seguramente sus hígados no tardarían en pedirles un descanso
Casi le tengo que dar la razón a Marcos, me entretuve demasiado en arreglarme y para colmo calzarme con diez centímetros de tacón para terminar corriendo por el andén de la estación y no perder el tren.
Pero en estos momentos de mi vida, y después de todo lo sufrido, necesitaba verme bien. Sentirme profesional y femenina. Puede que no muchos lo entiendan. Pero cuando te han degradado tanto, es como un ritual de exorcismo.
¡Cosas de mujeres! Como diría mi hermano.
La rutina me vino muy bien. Empecé a tomar el tren de las ocho, que me dejaba a escasos cinco minutos de la estación de bomberos. El cambio de turno comenzaba a las nueve de la mañana y terminaba a las nueve de la noche. Doce horas ante un ordenador con los auriculares puestos a modo de diadema, que me facilitaban hablar y escuchar a la vez, mientras mis manos volaban sobre el teclado. Comía incluso allí, con cuidado de no volcar el zumo o el refresco y de no llenar de miguitas las teclas que de tanto usarlas estaban medio borradas.
Mi compañera Marga era una mujer atractiva de unos cincuenta años, rubia natural, bueno en su momento lo fue, ahora necesitaba una manita de chapa y pintura como decía ella y unos expresivos y sensuales ojos castaños. Prefería el turno de noche, y a pesar de eso siempre lucía una gran sonrisa en los labios.
—Buenos días, cielo.—me saludó acomodándose en el borde de mi mesa.
—Buenos días Marga. ¿Dónde está todo el mundo?
—Bueno, el Capitán Ramiro tiene el día libre, y se va a pescar, aunque si por mi fuera solo pescaría un resfriado, pero como es un merluzo, le sienta bien el agua. Le cubre Balastegui, así que evita tener que avisarle, está que se lo llevan los demonios. Seguro que Maite le ha vuelto a dejar la tarjeta de crédito temblando.
Con esa mujer nunca se gana lo suficiente.
Creo que cada día que pasa, Balastegui está más decepcionado de haberle quitado la mujer a Ramiro.
Tendrías que haber estado aquí por ese entonces cielo. El capitán Ramiro entró en su despacho y los encontró tirados en el suelo, el con los pantalones enganchados en las rodillas que apenas se podía mover, ella sujetando una cámara de fotos, con la falda remangada tapándole la cara, follando como conejos, y en lugar de montar un escándalo ¿sabes que hizo?
–No, no puedo ni imaginarlo. Es un hombre tan serio, que asusta un poco.
–Pues te cuento. Se acercó a ellos, se quedó un rato mirándolos hasta que carraspeó para que le prestaran atención. ¡Estaban tan concentrados! Que ni cuenta se dieron. En fin que cuando lo miraron, con cara de asustados, temiéndose lo peor, él les dice: “Por mí no se interrumpan, recojo unos documentos y salgo enseguida, sigan, sigan”
–No me lo puedo creer. ¿Y qué pasó?
–Pues pasó lo que tenía que pasar. En cuanto se dirigió a la puerta para marcharse, empezaron a balbucear, que si no es lo que parecía, que no se pensara que estaban haciendo nada malo, en fin una cantidad de tonterías que para que contarte. Entonces Luis Ramiro, se giró a Balastegui y con una gran sonrisa le estrecho la mano y guiñándole un ojo le dijo: “Te debo una amigo. Te llevas una joya” y salió riendo a carcajadas. Después se les vio caminado por el pasillo en dirección a los vestuarios.
Él iba detrás de ella diciéndole: “– Pichoncita, no te pongas así, espera que te ayudo. Y ella con la falda enganchada en las bragas luciendo su anoréxico culo diciéndole: “–Idiota, eres un idiota, lo has estropeado todo”.
Alguien consiguió una instantánea de ellos discutiendo, completamente desaliñados y la colgó en el tablón de anuncios de la entrada. Cada día alguien, creemos que Balastegui, rompía la foto. Al día siguiente había otra. Dejaron de ponerla cuando Balastegui pidió el traslado a oficinas en el centro.
Mis chicos pueden ser terribles. Cuando la toman con alguien, se ceban bien.
Por cierto, esos guapísimos y sobre-hormonados muchachos, presienten que se aproxima el fin de semana. Mejor que no luzcas ese impresionante cuerpecito tuyo o empezarán a aullar a la luna.
–¿Entonces? Si Balastegui pidió el traslado. ¿Por qué está aquí cuando el Capitán tiene fiesta?
–¡Muy sencillo! Como te dije, Maite tiene un ritmo de vida muy, pero que muy alto. Le gusta gastar, y adora despilfarrar. Así que Balastegui, viendo que su sueldo no le daba para mantenerla a su lado, se pidió el puesto de reemplazo de vacantes y así se saca un pellizquito para mantener los caprichos de su “pichoncita”. Por eso el Capitán no le tiene rencor. De hecho creo que le está agradecido por hacerle el favor de quitársela de encima.
Después de ponerme en antecedentes se marchaba tan feliz como cuando entraba doce horas antes. Joder, y encima parecía fresca como una rosa.
–¿Existe la gente que es realmente feliz?
Mejor no lo analizaba demasiado, o terminaría llorando en el baño, otra vez, por dejar que la vida me vapuleara a su antojo.
Me sentía muy satisfecha con el trabajo. Me trataban como a un compañero más. Nada de groserías, ni intentos de seducción. Eso me daba confianza en mí misma. Puede que fuera el principio de una nueva vida. Una vida normal, sencilla, sin sobresaltos, excepto por el timbre del teléfono de emergencias…Empecé a moverme más por el recinto, ya no estaba tan tensa y eso me permitía bromear con los chicos, creando lazos de camaradería y confianza que nunca pensé que existieran.
Ver para creer. Empezaba a sentirme feliz y eso me asustaba.
Una mañana mientras esperaba el tren de las ocho, dirigí la mirada al otro lado de la estación hacia el edificio de apartamentos de enfrente, donde un hombre miraba desde un gran ventanal.
El corazón me golpeó el esternón y mi respiración alcanzó velocidades peligrosas.
De repente me sentí mareada y mi boca se secó.
Me quedé ahí parada, sin más, mirando a ese hombre mientras él, a su vez, me miraba a mí.
El pelo negro corto al estilo militar coronaba su anguloso rostro, cubierto por una barba de varios días. Sus ojos permanecían ocultos tras un par de gafas de aviador que descansaban sobre unas mejillas. Su camisa celeste casi reventaba en las costuras de sus hombros. Los bíceps sobresalían bajo las mangas cortas. El algodón suave se aferraba a cada valle y depresión de su pecho.
Era un hombre con mayúsculas, de la clase que hacía que una mujer se tragara la lengua. La clase de hombre sobre la que mi madre me tendría que haber advertido.
–Sólo mirándole, tenía dificultades para respirar–. Le dije a Marga antes de comenzar mi turno.– Cada centímetro de él estaba duro. Si quisiera una fantasía en carne y hueso, él lo sería. Tatuaría su nombre en mi cuerpo. Y con mayúsculas
–¡Por Dios! si de lejos ya te derrite de ese modo. Verlo de cerca debe ser una maravilla–.Contestó ella, antes de marcharse.
Y tenía razón. ¿Cómo sería verlo de cerca?
Con ese pensamiento me levantaba cada mañana para ir al trabajo.
Me esmeraba más en mi atuendo diario, y salía un poco antes para poder mirarle sin que se notara demasiado. A ese paso iba a terminar como espía para la antigua KGB
Siempre he sido muy tímida y después de la experiencia, con más razones. Pero el hombre de la ventana, me hacía sentir cosas que nunca había ni imaginado. Me hacía desear el cuento de hadas, donde el príncipe encantador, quedaba perdidamente enamorado de mi. Y soñar no cuesta dinero ¿Verdad?
Así, seguí soñando, con la ilusión de verlo cada mañana.
A pesar de la distancia que existía entre nosotros, distancia que no era sólo física. Construimos un lenguaje de miradas. Creo que llegué a conocer su estado de ánimo. Debía estar convaleciente por algún accidente, porque de vez en cuando, lo veía sin camisa y con una venda que abrazaba su pecho.
Y de repente…nada. No estaba en la ventana. Las persianas grises de su apartamento permanecieron cerradas durante días.
Y mi corazón se quedó encerrado en un puño. Una angustia desmedida me invadía día y noche, al pensar que quizás… No, no podía ser. Estaba sanando, estoy segura, y lleno de vida. Seguro que había una explicación lógica…pero mi alma no la encontraba, y la tristeza se adueñó de mí. Mi vida volvió a ser de color gris.
Como esas persianas que permanecían día tras día cerradas y sin vida tras ellas.
Capítulo 3
Carlos
¡Maldita sea! Sí, ya sé que el injerto de piel estaba previsto. Pero… un mes entero sin verla… ¿Y si conoce a alguien? ¿Si se enamora perdidamente de un hombre completo y sin cicatrices?
Lo sé, se merece lo mejor. Alguien que la sostenga, que no esté aterrado por culpa de las pesadillas. Yo no soy ese hombre. ¡Pero me duele tanto!
Durante las semanas que han transcurrido, nos hemos mirado. Sé que ella también lo ha sentido igual que yo. Nos hemos comunicado solo con vernos. Y en cada momento, cuando nos hemos quedado prendidos uno del otro, estoy convencido que le he mostrado mi alma.
Si me operan ahora, puede que la pierda. Nuestro vínculo no es tan fuerte.
Tengo miedo. Miedo a perderla, miedo a tenerla. Miedo a no ser yo mismo de nuevo. Miedo a quedar en las sombras, como el fantasma de la opera. Y tener que tragarme esto que siento.
La mañana antes de mi sexta operación, no dejé que me viera.
La miré desde mi ventana, pero con las persianas bajadas lo suficiente para que no adivinara que me escondía tras ellas.
Su preciosa carita se transformó por un instante, reflejando una tristeza que me llenó el corazón de esperanza. ¿Eran imaginaciones mías?
La miré por última vez y me despedí con un millar de besos imaginarios, prometiéndole que regresaría a por ella como un hombre nuevo.
–Espérame mi amor… Renaceré para estar contigo…No me olvides mi pequeña secretaria.
Un microbús preparado para el transporte de minusválidos, me esperaba en la puerta.
Alejarme de ella me costaba la vida, como si años luz se interpusieran entre nosotros y sin embargo apenas estaríamos separado por 10 km. Doce eternos minutos en coche.
Cuando el microbús tomó la N-637 cerré los ojos y no pude evitar sentir que las lágrimas humedecían mis mejillas.
Sé que nos han educado con la premisa de que los hombres no lloran y puede ser verdad. Yo sólo soy un ser humano con un montón de sueños rotos y la esperanza de que la vida deje de castigarme.
Un ser humano que tan solo necesitaba calor humano, aunque realmente agradecía que mi madre y mi hermana, no pudieran estar conmigo. Me desmoronaría como un niño pequeño, simplemente mirándoles a los ojos, viéndolas sufrir por mi culpa. Mi madre estaba demasiado delicada como para viajar y mi hermana ya tenía bastante con cuidar de ella y de mis dos sobrinos.
Mi padre y mi cuñado bomberos también, habían muerto tres años atrás en un derrumbamiento en una mina en la que habían quedado atrapados una docena de mineros. No podía añadir más dolor a sus vidas. De momento había podido disimular medianamente el alcance de mis heridas, y tenía la esperanza que para las próximas Navidades poder visitarlas sin necesidad de atormentarlas con mi aspecto.
Ahora tenía que ser fuerte para lo que me esperaba y al mismo tiempo necesitaba un abrazo, una caricia, que me asegurara que todo iba a salir bien.
El cirujano me aseguró que un injerto puede cicatrizar en unas tres semanas y tres más para recuperar la sensibilidad.
Dado la amplia extensión de mis cicatrices no se podía hacer con mi propia piel, pero el resultado sería igual de espectacular.
Calculamos que en ocho semanas podría estar haciendo una vida medianamente normal, y después con paciencia, hasta recuperarme prácticamente al noventa por ciento.
Quedarían algunas marcas tanto en la cara como en el pecho y las piernas, pero nada comparado con lo que tenía hasta ahora. Me metí en el quirófano con la dulce imagen en mi mente de mi pequeña secretaria.
La buscaría, la encontraría costase lo que costase. Y si es verdad que Dios existe, conseguiría que me quisiera por quién soy. No por mi aspecto.
El hombre guapo y mujeriego que una vez fui, murió en el incendio. había sido lo peor que me había pasado en la vida pero al mismo tiempo, a pesar de parecer loco, también había sido bueno, cambió mi visión del mundo, y mi modo de vida.
–Lo estás haciendo muy bien Carlos. Ahora cuenta de cien a cero, muy despacio. Cuando despiertes, no quedará ni una enfermera en la planta, que no quiera cuidarte.
–Cien…Noventa y nueve…Noventa y ocho…Noventa…Y siet…
Nueve semanas más tarde salía del hospital con energías renovadas.
Las intervenciones habían sido un éxito. Los injertos habían arraigado perfectamente, gracias a los cuidados de todo el personal. La tenue luz de la habitación, la música relajante, la limpieza extrema, y una buena alimentación, dieron sus frutos.
Marcelo no se separó de mí durante el post-operatorio y vino al hospital todos los días. Si su amistad ya era importante para mí, en esas semanas se afianzó en mi corazón como un hermano del alma.
En sus visitas aprovechaba para meterse conmigo y sacarme una sonrisa, además el sinvergüenza aprovechaba cualquier ocasión para ligar con alguna de las enfermeras y restregármelo por la cara.
Salí a la luz del día por mi propio pié, sólo apoyándome en un bastón para poder caminar. Me calé mis gafas de aviador y di el primer paso de mi nueva vida. La leve cojera me daba un aire de cachorro desvalido. Al menos eso me decían las enfermeras, y les creí, pues sorpresivamente empezaron a decidir a quién le tocaba atenderme y los botones de sus escotes se desabrochaban cada día con más asiduidad.
Sólo que para mí, no había más mujer que mi morena de la estación.
Al día siguiente la esperaría en mi ventana. Tenía que saber si me había olvidado. Si iría con alguien, o simplemente si ya no tomaba el tren.
También tenía que ir al trabajo. Entregar la documentación y convencer al Capitán Ramiro para que me diera un puesto en la estación de bomberos. Ya no podría salir a sofocar ningún incendio, pero podía dar soporte telefónico y apoyar a mis compañeros de algún modo. La experiencia era mi única carta de solicitud.
No quería permanecer sin hacer nada y no podía volver a lo que hacía antes. Pero podía ayudar y ganarme el sueldo.
No quería sentirme un inválido, necesitaba salir, trabajar, ayudar en lo que fuese y como fuese.
A la mañana siguiente decidí esperarla en la estación, no tenía sentido mirarla de lejos. Quería ver de cerca a la mujer que me quitaba el aliento. Comprobar que no estaba con nadie. Escuchar su voz. Saber su nombre, y si no salía disparada a la primera comisaría y solicitar una orden de alejamiento, pedirle una cita.
Había llegado la hora de retomar las riendas de mi destino. Se terminó estar enterrado en vida, con miedo a respirar aire puro.
Tenía que causar la mejor impresión posible, así que me duché, afeité y me vestí con unos vaqueros gastados y una camiseta negra. Ya no me quedaba tan ajustada como antes. Evidentemente había perdido peso. Pero nada que no pudiera recuperar con un ejercicio suave y constante.
La vida está hecha de momentos, unos más felices que otros. Supongo que he vivido sin preocupaciones durante mucho tiempo, con el ego demasiado alto.
Pero creí, estaba seguro, que había pagado con creces todos y cada uno de mis excesos. ¡Me equivocaba!
Durante dos largos meses solo tenía en mente a mi pequeña secretaria. Echarla de menos se había convertido en una sensación permanente. No importaba que sólo hubiera estado a 10km de distancia. Me esforcé y sufrí para ser digno de ella. Para parecer medianamente lo que una vez fui, creyendo que con mi deseo era suficiente.
No estaba en la estación. Esperé… esperé, pero no apareció para tomar el tren.
Empezaron los calambres en las piernas por estar sentado en la misma posición durante horas y horas y un frío intenso me recorrió la columna vertebral. Me sentí desorientado y durante un segundo, solo un segundo deseé desaparecer.
Una semana más tarde me di cuenta que no volvería a verla y lloré. Lloré por tener que despertar de un sueño. Lloré como no lo había hecho en años. Como no había llorado en el entierro de mi padre y mi cuñado.
Esa misma noche tomé la decisión más dura de mi vida. No se equivocaba aquel que dijo, que hay momentos en la vida en que los árboles no nos dejan ver el bosque.
No tardé en prepararlo todo para terminar mi convalecencia lejos de la ventana que me traía el recuerdo de lo que nunca había sido mío.
Hablé con Marcelo para que él se encargara en alquilar mi apartamento mientras yo estaba fuera. El dinero era lo de menos, solo quería salir de allí.
–¿Estás seguro de lo que vas a hacer?
–Sí, no te preocupes, de verdad. Estaré bien. Además sabes que mi madre y mi hermana han estado muy preocupadas. Haré la rehabilitación allí. Después…ya veremos. ¡Eh! Pero estaremos en contacto. Y a ver a quién alquilas mi apartamento. No quiero que me lo destrocen.
–Claro, claro. No sufras, amigo. Seguro que podré alquilar tu pequeño palacio a alguna princesa sorda que no le importe dormir entre las once y las seis de la mañana. Quién sabe, quizá encuentre a su príncipe azul mientras mira los trenes por el ventanal. Y creo que tengo a la candidata perfecta para el puesto
Por un instante me quedé mirando hacia la ventana, donde tantas horas había pasado, recordando la última vez que la había visto y los besos que nunca le di, la promesa en la distancia de recomponer mi cuerpo y ganarme su corazón. Y también recordé como dolía no volverla a ver en el tren de las ocho.
A pesar de tantas intervenciones me quedó una herida abierta, justo en el pecho. Una herida que ninguna cirugía podría sanar, sólo ella tenía el poder de devolverme la ilusión. Ni siquiera sabía su nombre ni dónde encontrarla. ¿Irónico, no? Vivía frente a la estación y perdí mi tren. El único tren que nunca quise dejar escapar.
Capítulo 4
Raquel
Durante dos largos meses me obligué a levantarme de la cama, exigiéndome dejar de pensar en él.
Todo se complicó cuando recibí la notificación de mi abogado, para presentarme a declarar como testigo de cargo, contra el que fue mi jefe y amante.
Todos los recuerdos de aquellos días regresaron para hundirme más en la melancolía. Recuerdos tan amargos que me impedían respirar. Tenía que sobreponerme, lo haría. Sí, pero ¿a qué precio?
Agradecí que me dieran dos semanas de vacaciones para poder hacer frente a lo acontecido en el juicio, pero me fue imposible descansar. Tener que contar delante de un montón de desconocidos mi humillación y posterior despido me dejaba exhausta, las entradas y salidas de mis compañeros de piso no ayudaron tampoco.
Nada más regresar de mis supuestas vacaciones, vi en el tablón de anuncios del cuartel de bomberos el pase vip a mi vida independiente.
“Se alquila apartamento bien comunicado y completamente amueblado. Precio económico”.
Marcelo se encargó de explicarme muy ilusionado las inmejorables condiciones de la vivienda, sólo una condición.
El piso seria compartido con el propietario en el momento que regresara. Pero tampoco sería inmediatamente, pues era un viaje sin fecha de retorno a corto plazo.
Miró la hora, apenas eran las nueve y cinco de la noche. Nuestros turnos habían terminado y se ofreció a mostrarme el apartamento.
De ese modo, si me gustaba, se encargaría del papeleo al día siguiente. ¿Qué más se puede pedir?
–Estoy seguro que Carlos se alegrará que una compañera y además tan guapa sea su inquilina–. Me dijo con una sonrisa un tanto irónica.
Había considerado olvidarme de mi desconocido de la ventana. Las cosas no estaban bien y no era nada fácil con su imagen anclada en mi cabeza, pero por más que me esforcé no podía hacerlo. Supongo que un amor platónico me apartaba de la realidad de estar con un hombre y el dolor que eso podía proporcionarme. Era una fantasía dulce, fácil, tentadora, que me hacia dejar atrás mi detestable vida sentimental.
Cuando Marcelo aparcó frente al apartamento de ladrillos rojos y persianas grises, mi corazón empezó a palpitar desbocado. No era capaz de emitir una frase coherente. Me flaqueaban las rodillas y un sudor frío me recorría el cuerpo.
Cuando entramos en el apartamento ya estaba completamente segura de quien era el dueño y mi futuro casero. Mi sentido de la orientación era demasiado bueno para ser chica, dejando atrás los estereotipos tontos, como que los hombres no se pierden y las mujeres necesitamos un guía las veinticuatro horas, ¡ja!.
El salón comedor rectangular estaba presidido por un gran ventanal con vistas a la estación y un mejor primer plano del andén. Un moderno riel de luces atravesaba el techo.
A la derecha un enorme sofá de cuero negro con dos sillones reclinables a conjunto parecía abrazar una enorme televisión de pantalla plana con un montón de componentes audiovisuales.
En el otro extremo dos sillones más rodeaban una mullida alfombra de color chocolate frente a una chimenea con puertas de cristal.
La pared frente al gran ventanal había sido sustituida por una barra de desayuno que la separaba de la cocina, donde los electrodomésticos nuevos y los muebles de pino, junto a la puerta acristalada que daba a una terraza, creaban un gran espacio abierto. Sin embargo la barra de desayuno que separaba los dos ambientes le daban un ambiente muy acogedor lleno de luz
Mientras Marcelo me guiaba por las distintas estancias, me explicó quien era Carlos. Los meses que había sufrido con la rehabilitación después del accidente. Lo recuperado que estaba tras su última operación, la depresión que sufría a causa de las cicatrices, las cuales habían mejorado muchísimo.
En ese momento lo vi claramente, como si de una Epifanía se tratase. Me quedaría en el apartamento. Estaría cerca de él.
Mi desconocido ya tenía nombre. Ahora conocía su historia.
Sólo tenía que esperar a que volviera. Un amplio abanico de posibilidades se abría frente a mis ojos y respiré profundamente por primera vez en los últimos meses.
Los días siguientes pasaron volando entre el trabajo y el apartamento.
La ventaja de tener la estación apenas a 50 metros me permitió acomodarme rápidamente. Por las noches me dedicaba a conocerlo a través de sus fotografías, de la ropa que había dejado en los cajones de su habitación… Era una puñetera curiosa, y quería saber todo de él, no, lo ansiaba.
Posiblemente las casualidades no existen, pero de una cosa estaba segura, el destino se empeñaba en cruzarnos.
Marcelo muy amablemente me proporcionó, el número de teléfono y el correo electrónico de Carlos, por si necesitaba ponerme en contacto con él. También me aseguró que le haría llegar los míos. Podríamos estar en contacto entre nosotros, sin necesidad de intermediarios. ¡No me lo podía creer! casi estuve a punto de hacer la ola, con los viejos pompones de mi equipo de fútbol sala del colegio.
El sábado por la mañana mientras salía de la ducha después de haberme enjabonado con el gel de él y ponerme su albornoz, sonó mi teléfono móvil.
El identificador de llamadas decía que era Carlos. Un temblor incontrolado recorrió todo mi cuerpo. Me sentí pillada in fraganti, por estar utilizando sus cosas.
Llevé tímidamente el aparato a mi oído y sin darme cuenta caminé hasta la ventana.
–Hola ¿Raquel?
–Hola…– dije casi en un susurro. Y un fuerte silencio se apoderó de mí, hasta que él lo rompió.
–Sí, perdón que te moleste un sábado tan temprano. Soy Carlos. Marcelo me dio tu número. Sólo quería darte la bienvenida al apartamento y decirte que cualquier cosa que necesites puedes utilizarla… y llamarme cuando quieras a este mismo número.
No sabía que decir, pero sentí el impulso de hablar para no cortar la llamada demasiado rápido. Oír su voz provocó en mí un torbellino de sensaciones que no podía controlar.
–¿Cómo…cómo estás? Marcelo me contó… lo de tu accidente, y… bueno, quiero que sepas que cuidaré de tu casa como si fuera mía…No tienes que preocuparte por nada más que de tu rehabilitación…
–Gracias, Raquel, eres muy amable. Pasé unos meses infernales y necesitaba…bueno no me malinterpretes, pero necesitaba salir del apartamento y de todo lo que me recordaba…Pero bueno, ahora haré la recuperación cerca de mi familia.
–Te entiendo perfectamente. Y como ahora no somos desconocidos, además de tener una vivienda en común… considérame una amiga más. Podemos seguir en contacto…si quieres, sólo si quieres…
–Desde el accidente, todos mis días han sido una mierda…Pero escucharte…no sé, escucharte, aún sin conocernos, me ha cambiado el humor. Ahora tengo que dejarte. Estaremos en contacto ¿Vale? Hasta pronto Raquel.
–Hasta pronto Carlos.
Corté la llamada. Estaba apoyada en el marco de nuestra ventana y una profunda inquietud se apoderó de mi cuerpo. Dios mío, no sabía como iba a soportarlo, porque la esperanza estaba anidando en mi pecho. ¿Debería dejarla?
Marcelo, Antonio, Luis, me habían contado tantas cosas de Carlos, que creo que llegué a conocer que clase de hombre era. Cuando su grupo de amigos se enteró que era la encargada de cuidar de su casa mientras él estaba fuera, me posicionó directamente en el puesto de amigos para siempre. Lo que me proporcionaba grandes dosis de bromas, salidas a tomar algo, barbacoas con sus familias y apoyo en todo momento.
Mi vida cambió drásticamente, pasando de la noche más oscura, a días brillantes y llenos de posibilidades. Mi soledad tenía las horas contadas.
Capítulo 5
Carlos
Marcelo me había hablado tanto de Raquel, que tuve la necesidad de llamarla.
No estoy seguro si por la curiosidad que habían despertado los comentarios de mi amigo, o mi maldita estupidez por estar obsesionado con una desconocida.
Desde luego su voz me impactó. Tal y como me había contado Marcelo, se notaba que era muy dulce, tranquila y atractiva.
Bueno, él me dijo que era una morenaza muy guapa de ojos color miel y con curvas suficientes como para arriesgarse a conducir sin frenos. Mi mente hizo el resto y rápidamente la convertí en la mujer de mis desvelos.
Sabía que no era la mejor idea, pero mi subconsciente se puso manos a la obra, dándome una pequeña esperanza. ¡De ilusión también se puede vivir! ¿Qué podía perder?
Parecía una estupidez, pero hablar con ella me reconfortó. No hacía daño a nadie. Solo a mí mismo.
Metí el móvil en la chaqueta vaquera, recogí mis gafas de aviador, de las que nunca me separaba y salí de mi habitación en el centro de rehabilitación, para dirigirme a la casa de mi madre y mi hermana, donde me atosigarían con preguntas como –¿Por qué prefiero un centro hospitalario, en lugar de quedarme en su casa? O –¿Qué le está pasando a tu sentido del humor?
No había ninguna razón para explicarles los tormentosos pensamientos que anidaban en mí alma. El miedo que me perseguía cada vez que notaba el más mínimo olor a humo, ya fuera de un cigarro o de una puñetera tostada. El sentimiento de soledad y de pérdida. Las pesadillas. El dolor que provoca el fuego cuando muerde tu carne hasta consumirla. No quería que me viesen de ese modo.
Tenía mi orgullo ¡Joder! Era un sobreviviente, un luchador y me negaba a consentir miradas compasivas por mis cicatrices, o mi leve cojera.
Treinta minutos separaban el centro donde me ingresé voluntariamente de la casa que habían comprado mi hermana y mi madre en el centro Brión, una de las muchas ciudades dormitorio del extrarradio de Santiago de Compostela.
Me abrió la puerta mi sobrino Antón, que después de saludarme salió corriendo para su habitación, no sin antes decirme que su madre estaba en la cocina, y la abuela con su hermano el llorón en la sala de estar. A sus seis años era un artista en el manejo de la x-box
Después de saludar a mi madre con dos besos y a mi sobrino Carlitos, con un pellizco en esos mofletes sonrosados que tienen los niños pequeños, me dirigí a la cocina a saludar a mi hermana.
¡Siempre ha sido tan mandona! Que a veces me pregunto qué haría sin sus consejos y regañinas.
El olor a lacón con grelos despertó mis recuerdos de la infancia. De ese tiempo sin preocupaciones, ni dolor. De esas tardes larguísimas de verano sin tener nada que hacer salvo la piscina, o el mar cuando había posibilidad.
De mi bicicleta Orbea Furia roja brillante, con cintas colgando del manillar y el espejito retrovisor que llegó a colocarme mi padre con sus propias manos.
–Hola ¿Cómo se encuentra hoy mi hermano favorito?
–No me jodas Merxe, soy el único hermano que tienes.
–Menuda cara que traes. Si estás de mal humor mejor no hubieras venido. ¿Qué te pasa? ¿Qué ronda por esa cabecita, renacuajo?–. Y aprovechó para darme un abrazo de esos que te hacen saber que le importas.
–En realidad, estuve tentado a no venir hoy. Pero recordé lo que había para comer, así que estoy dispuesto a soportarte mientras llenas mi barriga.
–Me subestimas hermanito, lo he hecho a propósito para sonsacarte y cotillear un rato. He hablado con Marcelo ¿Sabes?
–No entiendo lo que quieres decir Merxe. No tengo nada interesante que contar ni se que se trae entre manos Marcelo. Y por cierto ¿Desde cuándo y sobre todo, por qué tenéis Marcelo y tu intercambio de secretos?
–Anda Carlitos, cambia la cara y alegrémonos que estas bien y estamos juntos.
–Me estas ignorando la pregunta, pero está bien, ya me enteraré que está pasando entre vosotros. Ahora dime ¿en qué te ayudo?
Preparamos la mesa y nos bebimos un par de cervezas, mientras mi madre aprovechaba para tocarme la cara o me acariciaba el brazo.
No era difícil entender sus sentimientos.
Ya no era un niño, y sabía por experiencia que los hombres no se toman muy bien cierto tipo de mimos. Aunque reconozco que me sentía mejor cuando notaba el calor de sus caricias.
Su amor, sus pesares, su devoción para con nosotros, le estaban desgastando rápidamente. Pero se negaba a abandonar.
–Abandonar es de débiles hijo.
–Lo sé madre. Tú me enseñaste eso. Te quiero vieja. Lo sabes ¿verdad?
–Lo sé hijo. Yo te adoro. Pero no me llames vieja o tendré que darte unos azotes en el culo, como cuando eras pequeño.
No me quedó más remedio que abrazarla. Lo estaba deseando. La abracé como cuando era niño y quería retenerla a mi lado para siempre.
–Carlos hijo. No te metas con tu hermana. Ella mejor que nadie sabe lo que es el dolor, y no hablo del dolor físico, como el que tú por desgracia has tenido que sufrir. Hablo del dolor del alma, el de la decepción y el engaño. Pero mírala. Luchando, mirando hacia delante. No se ha dejado doblegar. Y cada mañana, se levanta con una sonrisa. Se preocupa por nosotros. Por ti, por mi, por los niños. A veces creo, que te conoce mejor ella que yo que te he parido. Por eso, quiero pedirte algo hijo.
–Solo dime, madre.
–Verás hijo, tu hermana…ha pasado por mucho, pero siempre se lo ha guardado para ella, anteponiendo la felicidad de los demás a la suya propia.
–¿Quién le ha hecho daño a mi hermana?
–Thsss, tranquilo hijo. Eso es algo que algún día te contará ella, si quiere contarlo. Lo que yo te pido es que le ayudes a aceptar sus sentimientos, apóyala para que deje de lado sus miedos y sea feliz. Ella se lo merece…y yo no estaré aquí mucho tiempo. Tienes que ser tú el ancla que necesita.
¿Lo harás hijo? Prométeme que lo harás y yo me quedaré tranquila.
–Te lo prometo madre. No entiendo qué me quieres decir, pero la cuidaré.
Pasamos la tarde viendo una película mientras mi madre y los niños dormían la siesta. Cuando Merxe bruscamente sacó un tema que por lo visto la tenía inquieta. Me miró entrecerrando sus ojos tan parecidos a los míos y sonrió.
–¿Qué te parece Raquel?
–Merxe por favor, no estoy de humor. Además no la he visto nunca.
–Dice Marcelo que es… ¿Cómo lo dijo? Espectacular, adorable.
–No sé, ya te digo que no la conozco. Hoy hablé con ella para… concretar cosas del apartamento y tiene una voz muy agradable. No sé más.
–¿Y por qué intuyo que estás interesado?
Se acomodó un poco más en el sofá, bajando la música de los
anuncios, puso esa cara de cómplice de secretos entre hermanos que tan bien conocía.
–No digas tonterías hermanita. Hasta hace pocos meses permanecía escondido para no asustar a los niños en la calle. No estoy en condiciones todavía para mujeres.
Pero mi hermana me conocía mejor que nadie. Con ella no valían los secretos.
–Marcelo me contó que cuando saliste del hospital, estabas muy emocionado y que de repente decidiste dejarlo todo. Si te soy sincera, creemos que huías de algo o de alguien. ¿Conociste a alguien que no correspondió a tus afectos? ¿Es eso?
–No es eso Merxe–. Hasta yo me sorprendí por la pena con la que me expresé. Sus ojos no abandonaban los míos.
–Eso sí que no. Cuéntame sobre esa insensible que no supo ver más allá de sus narices.
–No es insensible, es preciosa. Pero no tuve oportunidad de acercarme a ella. Estaba atrapado en una silla de ruedas, lleno de cicatrices…Ella ni siquiera supo que yo existía.
Para cuando pude hacerme el encontradizo, ella, ya no estaba.
–Creí que el accidente te haría aprender a tener un poco de paciencia. Veo que no. No pudiste esperar o intentar averiguar nada. Lo dejaste todo para venir a esconderte en las faldas de madre. Te negaste a intentar ser feliz.
–No lo entiendes. No es tan sencillo. Ella es tan guapa. Tiene algo que me atrae. No sé como explicarlo. Suena depravado. Me obsesioné con ella. En la distancia. Me sentía roto. Material de desecho y ella se veía tan inocente. Cuando la miraba, había algo más que atracción sexual, después… ya lo sabes.
Necesitaba sacar lo que tenia dentro. Explicar lo que me negaba reconocer. Estaba enamorado de una completa desconocida.
–¿Entonces?
–Nada Merxe. Entonces nada.
–Me entran ganas de agarrarte a golpes. ¿Por qué te estás castigando?
–No estoy acostumbrado a ir detrás de las mujeres–. Le grité. – ¿No lo entiendes? Aún tengo que aprender a aceptar mi nueva imagen.
Ella levanto ambas manos–¡Excusas!
–Quiero olvidarme de todo. Punto.
–¿Qué hay con Raquel? Ella está en tu piso, sabe de tus cicatrices, trabaja con tus compañeros. Habla con ella. Date la oportunidad de volver a ser tu mismo.
–No me estás ayudando.
Merxe tomó mi rostro entre sus manos, no le importó la cicatriz que atravesaba mi mejilla izquierda desde la sien hasta la barbilla.
–Estás enamorado, no de una persona si no del sentimiento.
Tienes que darte una oportunidad hermanito. Tanto Marcelo como yo estamos seguros que Raquel te puede ayudar a salir del pozo en el que te encuentras. Intenta conocerla. Tienes la mejor excusa para hablar con ella. No tienes nada que perder, en el peor de los casos tendrás una buena amiga. Por lo visto es muy guapa. Se le ve buena persona. Aunque no me hizo gracia lo que mencionó Marcelo…
–¿Qué dijo ese descerebrado?
–Entre otras muchas cualidades, que tiene el mejor par de tetas que había visto en años y que seguro que tú te volverías loco con ella. ¡El muy idiota!
No se me escapó la sonrisa de mi hermana. Esa que pone cuando sabe que he picado el anzuelo, consiguiendo despertar en mí el interés.
–Después de habérmela descrito con tanta vehemencia, piensas que voy a ir tras ella ¿Cómo en una cita a ciegas? Pues no hermanita. Te ruego que no hagas de Celestina.
Y ya que estás tan charlatana. ¿Qué te traes con Marcelo? Y ¿Desde cuándo sois tan cercanos que compartís cotilleos y secretitos?
–Pero qué dices. Anda, anda, que para secretitos estoy yo. Marcelo es tu amigo, siempre vais juntos a todas partes y… bueno se preocupa por ti.
–Está claro que no vas a soltar prenda. Pero entérate hermanita. Averiguaré que os traéis entre manos y mi venganza será terrible.
Por fin me marché creyendo haber dejado zanjada la cuestión. Ella se quedó allí, en el sofá, sé que me miró marchar hasta que cerré la puerta sonoramente tras de mí. De momento sus secretos estaban a salvo. Pero más pronto que tarde intentaría averiguar que o quien estaba haciendo sufrir a mi hermana.
A mi llegada al centro saludé cordialmente a la recepcionista del módulo de habitaciones, cuando apareció en la entrada Laura, amiga de mi hermana desde que iban al instituto y coordinadora del complejo hospitalario con el centro de rehabilitación. Enfundada en una ropa quizás demasiado estrecha, me obsequió con una gran sonrisa mientras se acercaba hasta darme un beso en la mejilla, demasiado cerca de la comisura de mi boca.
No parecía respirar entre frase y frase. De lo bien que me veía. Lo mucho que había mejorado mi aspecto. La satisfacción que sentía al haber podido poner su granito de arena en mi recuperación.
En realidad hablaba tanto y tan deprisa que me esforcé en desconectar de ella. Escucharla me ponía tan nervioso como esa gotera que va taladrándote el cerebro en las noches de insomnio.
–… Por eso, mañana, si no estás muy cansado, podrías acompañarme. Te iría muy bien distraerte un poco.
–<<¿Qué me ha dicho? ¿Acompañarla?>> Claro, Laura. Nos conocemos desde hace años. Mañana estaré encantado de acompañarte.
–Maravilloso, cielo. Ahora te dejo para que descanses, se te ve cara de agotamiento.
Te recogeré a las siete de la tarde para ir a la exposición de mi amigo en el Museo Nacional Centro de Arte. Ya verás, te va a encantar.
El domingo por la tarde, como había prometido me esperaba Laura en el vestíbulo.
Fiel a su estilo vestía demasiado ceñida para mi gusto. Un top metalizado sin tirantes que apenas le tapaban las enormes tetas de silicona y una falda negra de tubo que marcaba demasiado sus caderas. Algo más acorde con sus medidas le sentaría infinitamente mejor. Pero para gustos los colores. La saludé con la sonrisa más natural que fui capaz de fingir y nos dirigimos a su coche que estaba aparcado justo en la puerta.
Nada más cerrar las puertas del vehículo se inclino para darme un beso en la mejilla, otra vez demasiado cerca de la boca. Reconozco que me empezaba a molestar esa proximidad. Nunca había hecho ascos a una mujer dispuesta, supongo que porque la atracción era mutua. En este caso no era así. Ella estaba claro que no opinaba lo mismo y durante el corto trayecto hasta la exposición, aprovechó cualquier cosa para rozarme la pierna o hacer algún comentario supuestamente gracioso para tocarme directamente el hombro o el brazo. Pero permanecí callado y no le corté. Debería de haberlo hecho en ese instante.
Las fotos expuestas eran…diferentes. No era algo con lo que estuviera familiarizado, pero tampoco se ha de ser especialista para saber si te gusta una foto o no.
Mientras contemplábamos un serie de fotos en blanco y negro sobre paisajes rurales, se nos acercó el autor, que por sus exclamaciones de satisfacción deduje que pretendía o era algo más que amigo de Laura.
En realidad me importaba una mierda lo que esos dos se traían entre manos. André o Martel, dijo que se llamaba, yo que sé, no le presté la más mínima atención. Ya se encargó la cotorra de contarle vida y milagros de mi presencia allí.
Quería regresar al centro y dormir. Al día siguiente tenía la última sesión de láser para terminar con muchas de mis cicatrices y después de descansar una semana entera, tomar decisiones. Aunque en mi fuero interno ya la tenía tomada.
Inventé mil y una excusas para que me dejara en mi habitación. Pero Laura no se dio por enterada. No tenía ningún interés en cenar, y mucho menos en pasar la noche con ella. Por mucho que insistiera en restregarme las tetas.
Y lo hizo, vamos si lo hizo. Hay personas insistentes que no entienden que no significa no. Nada más subir al coche para regresar, me aprisionó en mi asiento metiéndome la lengua hasta la garganta. Me lamió el labio inferior y sin saber porqué le dejé encontrar mi lengua. El asalto se convirtió en una lucha de poder, en la que ella intentaba con todas sus fuerzas derribar todas las barreras que le ponía. Aunque no estaba dispuesto a dejarme llevar habían pasado más de nueve meses desde que tuve sexo con una mujer y mi excitación se disparó.
Quise evitar la situación, pero Laura, completamente fuera de sí comenzó a desabrocharme los botones de la bragueta, metiendo su mano en mis calzoncillos para sujetar lujuriosamente mi creciente erección, mientras me besaba frenéticamente.
No sé como lo consiguió pero en un momento dado estaba sobre mí a horcajadas. Se había remangado la falda hasta la cintura y con su otra mano se acariciaba los labios de la vagina y el clítoris, hasta que se retorció por el placer que ella misma se estaba proporcionando.
Fue entonces cuando rompió el beso y untó mis labios con los fluidos de su deseo.
En cualquier otra época eso había bastado para que la tumbara rápidamente y la follara como si no hubiera mañana.
En esta ocasión no era así. Estaba chorreando y mi cerebro me repetía que yo no la deseaba, incluso su sabor en mis labios me resultó desagradable. Por desgracia mi cuerpo no estaba de acuerdo.
–¿Tienes un condón? –. Le pregunte fríamente. Se había convertido en algo mecánico. Una satisfacción momentánea como tantas otras, de las que he disfrutado en los últimos años.
Buscó rápidamente en su bolso, y sin ningún tipo de pudor me lo puso y se penetró así misma sentándose de un solo golpe sobre mis muslos y comenzando a moverse.
Solo quería satisfacer mis instintos sexuales, pero como si se tratase de una lección aprendida durante años, le acaricié el clítoris mientras con la otra mano le aferraba las caderas. Laura gritaba palabras inconexas hasta que se quedó rígida disfrutando de su orgasmo, en ese instante y con dos envestidas fuertes vacié mi semen en el condón.
Ya estaba terminado, no podía soportar tenerla cerca ni un segundo más. Así que la saqué de forma un tanto brusca para colocarla en el asiento del conductor. Encerré de nuevo mi pene aún con el condón puesto dentro del pantalón y me baje del coche.
Antes de cerrar la puerta me agache y le dije lo que pensaba.
–Lo siento mucho Laura. No quiero parecer grosero ni que existan confusiones entre nosotros. Esto solo ha sido sexo. Pero no volverá a ocurrir.
–Carlos, cielo. Somos adultos. Lo que ha pasado ha sido porque los dos hemos querido que pasara. Nos deseábamos.
–No, no te confundas. Solo ha sido un polvo. Y sin ánimo de ofender, ha sido un mal polvo.
–¿Cómo te atreves?
–Lo siento Laura, esto no debería haber ocurrido. Ahora me iré dando un paseo hasta el centro. Espero que entiendas que no vale la pena discutir por algo que no ha significado nada para ninguno de los dos.
En toda mi vida había sido tan grosero y desagradable con una mujer, pero no me arrepentía en absoluto.
Me sentía sucio, con náuseas, era lo más parecido a sentirme violado.
Cuando llegué a mi habitación me dirigí directamente al cuarto de baño.
Necesitaba quitarme de encima el olor de Laura, me metí bajo la ducha sin esperar a que saliera el agua caliente. Jamás había echado un polvo menos satisfactorio que ese. Incluso masturbándome tenia orgasmos más placenteros.
Mi cuerpo estaba entumecido. Cerré los ojos y me sentí vacío. ¿Qué demonios estaba haciendo con mi vida?
El sonido de una llamada me hizo salir de la ducha sin secarme y buscar mi móvil entre la ropa sucia. Al sacarlo de la chaqueta me vino a la nariz el olor del perfume de Laura. Instintivamente me sobrevino una arcada, si hubiera comido algo podría haber dicho que los alimentos estaban en malas condiciones, pero mi estómago permanecía vacío, tan sólo tome un par de sorbos a un zumo de naranja durante el recorrido por la exposición.
La insistencia de la llamada me hizo reaccionar.
–Carlos, tío, soy Marcelo. ¿Te pillo en un mal momento?
–Hola, cabronazo. No me pillas nada. Estaba en la ducha. Se puede saber ¿A qué debo el honor?
–No cambias tío. Nosotros preocupados y tu pasando de nosotros.
–No me vengas con esas gilipolleces, hablamos justo ayer.
Has estado cuchicheando con mi hermana otra vez, ya me he enterado. Sabes más de mí que yo mismo. Por cierto, un día de estos me vas a tener que explicar eso de que tienes el número de Merxe y tanta llamadita. No juegues con ella Marce. Ha pasado por demasiadas cosas. Ándate con ojo, o puedo olvidarme que somos amigos.
–Venga Carlos, no te pongas así. Ya me conoces. No rompería nuestra amistad por nada del mundo. Además créeme que a Merxe la respeto como si fuera de mi familia. Desde que la conocí se convirtió en alguien muy importante para mí. La protegería con mi vida si fuera necesario.
–Marce…¿Estas enamorado de mi hermana?
–¿Qué? Anda…no digas más tonterías. Está visto que uno no puede ser caballeroso con las hermanas de los amigos.
–Ya hablaremos de esto en otro momento. ¿Para qué me llamabas?
–Ahora no sé cómo explicártelo, sin que seas mal pensado. La cuestión que hoy, hemos estado en la barbacoa de Antonio y Marta. Nos han invitado a todos. Tendrías que haber visto a la princesa Midala. Estaba espectacular…
–¿Quién cojones es la princesa Midala?
–¡Por Dios, que carácter! Es Raquel. Tu Raquel.
–¿Cómo que mi Raquel? Yo no tengo nada con esa mujer y lo sabes. Espero que no estés haciendo de mensajero y la ilusiones…
–Calla idiota. No me interrumpas más. La cuestión es que ha venido a la barbacoa, estaba preciosa con sus vaqueros y una camiseta ajustada que cortaba la respiración.
Se ha convertido en una más de nosotros. Y bueno… Por lo visto Bermúdez le ha tirado la caña.
–¿Qué?
–Anda, deja que termine de contarte. ¿Por dónde iba? ¡Ah! Sí, que Bermúdez le tiró la caña, porque la niña está de infarto. Creo que le dijo que no, pues el muy ganso llegó a mi mesa diciendo que seguramente era frígida. El tío es más gilipollas de lo que parece. Bueno, que me voy donde estaba Raquel sentada, parecía muy pensativa y sin que me diera tiempo a decir nada, empezó a llorar y a contarme la historia más surrealista que jamás he escuchado.
–¿Porqué me cuentas esto a mí, Marcelo? Estoy cansado, mañana me espera un día horrible y tengo…
–Mira idiota. ¿Sabes qué? Te mando las fotos. Cuando las veas espero que entres en razón. Me sabría muy mal que Raquel sufriera más por esto. No se lo merece. Espero tu llamada imbécil.
Y así sin más me dejó con el teléfono en la oreja.
Terminé de ducharme y me puse el albornoz, cuando el móvil empezó a sonar con el típico pitido de mensaje entrante.
Doy gracias a Dios por darme la lucidez suficiente como para sentarme en la cama mientras abría una tras otra las fotos que me estaba enviando Marcelo.
En todas las fotos estaba Raquel con mis compañeros. En unas frente al fuego, otras con una cerveza en la mano. Marcelo tenía razón, estaba hermosa. Preciosa… Pero había una foto tomada desde lejos. No creo que supiera que se la habían hecho. Estaba de pie frente a un rosal. Su mano acariciando las espinas, no la rosa. La mirada perdida, su rostro triste… Fue un golpe en el pecho. La vi.
Raquel era mi pequeña secretaria. La muchacha del tren de las ocho. La que vivía en mi piso. La misma que me dio paz al escuchar su voz el sábado por la mañana.
Era tan preciosa. Su imagen triste, pero serena. Su cuerpo. Un cuerpo del que estaba seguro, nunca me podría saciar. La boca. Esa boca que me moría por besar.
Ciego, así había estado todo el tiempo. Mi corazón lo supo al instante y no le hice caso.
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