Dulce introducción al caos

Dulce introducción al caos

Elena Jarrín

07/11/2014

  

Dulce introducción al caos.

                                                           Capítulo 1. Un otoño al demonio se presentó.

Sonó el telefonillo, rompiendo el silencio que se había creado después de mi llamada. Me hizo recordar que debía enfrentarme a lo que acababa de hacer. En ese instante me arrepentía, aunque a la vez estaba excitada.

– ¿Sí? –pregunté.

–Soy Raúl.

–Sube.

Los siguientes tres minutos los pasé imaginando la visión que Raúl se iba haciendo de mí en su recorrido. Vería el portal de mármol, deduciría que dinero no me faltaba. Leería el buzón, en el que constaba mi nombre y el de Mario. ¿Se preguntaría por qué no estaba mi marido en casa? Subiría en el ascensor, con el inmenso espejo, que a diario sacaba a relucir todos mis defectos.

El timbre me hizo despertar de las suposiciones. Pensé no abrir y volver a mi cuarto, donde veinticinco minutos antes, tumbada en la cama, había deseado tener un hombre haciéndome el amor, pero en este momento la idea me parecía espantosa. El timbre volvió a sonar. Abrí. Evalué rápidamente a la persona que tenía delante, unos treinta y ocho años, moreno, con el pelo algo rizado en las puntas, y ningún indicio de quedarse calvo en un futuro cercano. Ojos marrones. Vestía camisa Burberry, con una fina raya diplomática de diversos colores; le quedaba ceñida a la espalda y los hombros. No me pareció guapo; sí atractivo y morboso. Llevaba unos vaqueros azules que me hacían intuir un bonito cuerpo debajo. Por un momento me ruboricé pensando en el motivo de su visita.

– ¿Puedo pasar? –preguntó. Su voz me sonó acorde a su físico. Era varonil pero sin llegar a ser demasiado grave.

– ¡Oh! Sí, perdón. Pasa. Soy Ruth.

–Ruth, soy Raúl.

Cerré la puerta y le invité a entrar en casa. Mi piso era prácticamente diáfano; la cocina y el salón eran un mismo espacio, al igual que la parte que me servía de despacho. El blanco de las paredes, unido a la luz que entraba por las amplias cristaleras, proporcionaba una sensación de mayor amplitud. Había un rincón con dos sofás y una zona con la mesa de comedor. Allí permanecimos de pie un momento observándonos en silencio.

– ¿Quieres tomar algo? –logré decir.

–Sí, por favor, ¿qué tienes?

–Vino, cerveza o Coca-Cola.

–Una copa de vino estaría bien –me dijo mientras sonreía.

Miré sus dientes. Necesitaba que me causaran buena impresión, o no podría continuar. Por suerte, recibí de Raúl una bonita sonrisa de dientes alineados. Me dirigí a la cocina, consciente de lo que pesaba el silencio dentro de mi propia casa. ¿Qué  estaba haciendo? Había llamado a Raúl esperando sexo fácil, pero ahora que estaba aquí me resultaba complicado hasta explicarme.

–Perdona Raúl, no sé muy bien qué hacer. Es la primera vez que… lo cierto es que no sé si es buena idea.

–Tranquila, tomemos un vino y charlemos. Si no quieres que me quede me iré, pero por favor no te sientas violenta por mi presencia.

Llevé dos copas y un Martín Códax frío. Lo serví para los dos. No me quitaba de la cabeza la idea de estar cometiendo un error. No encontraba palabras para entablar una conversación con Raúl, y llevarle al dormitorio de sopetón no me permitiría estar cómoda. Aunque me sentía excitada con la idea de tenerle allí. Tomó las dos copas de la mesa y me tendió una. Al cogerla nos rozamos la mano. Noté su calor, y eso me excitó. Me incomodé.

–No sé muy bien cómo hacer esto –dije.

Mi frase, pareció más una súplica que una excusa por la extraña situación.

–Déjame hacer a mí. Tú solo dime que te apetece.

Su seguridad derrumbaba la mía, y cada vez estaba más nerviosa; debí dar la impresión de una niña virgen en su primera relación sexual. ¿Que qué me apetece? Me apetece todo y nada, pensé.

–No sé si debo…

Antes de que acabara la frase, Raúl me mandó callar poniéndose un dedo en la boca.

–Shhh, creo que estás un poco nerviosa.

Puse cara de asombro y me quedé callada. Con el silencio, dejé que se fueran los nervios de aquel extraño encuentro. Miré a Raúl, su pelo ensortijado, sus ojos, sus manos grandes… trasmitía seguridad. Tomó un sorbo de vino con calma. Dejó la copa sobre la mesa. Se acercó a mi oído con cuidado, para no invadir el pequeño espacio vital que aún conservaba. Y me dijo en susurros:

–Ruth, cuéntame qué estabas haciendo y qué pensabas cuando decidiste llamarme.

Como si la conversación hubiera bajado de volumen, le contesté casi sin oírme a mí misma, pegada a su cuello.

–Había llegado a casa del trabajo después de un día muy complicado, me duché y aún mojada, envuelta en el albornoz, me tumbé en la cama. Pensé que lo que necesitaría en ese momento para relajarme era estar con alguien… entonces cerré los ojos y empecé a rozarme el pecho…

Antes de que acabara la frase, Raúl me tocó los párpados para que cerrara los ojos, su mano estaba caliente y el roce me hizo estremecer. Noté por primera vez su olor, era diferente. No olía a recién perfumado, pero sí a limpio. Olía a gel de baño. Me gustó su olor.

–Continúa, Ruth, por favor. Cerraste los ojos y te ibas rozando lentamente, pensando que alguien lo estaba haciendo por ti.

Fue desabrochando mi blusa y pasaba muy lentas las manos por mi pecho. Parecía que estaba dibujando con sus dedos la forma de mi sujetador. Un sujetador de encaje negro,  que empezaba a dejar ver como mis pezones podían excitarse con solo un roce.

–Sí –contesté tragando saliva.

– ¿Y qué hiciste entonces?

–Bajé un poco más. Rocé mi ombligo, y dejé que mi mano descansara entre mis piernas, mientras estas se abrían poco a poco, como esperando… –me callé, pensando que había sido demasiado atrevida en mi descripción.

Raúl, acabó de desabrochar mi camisa y con la boca recorrió lentamente mi ombligo mientras me tumbaba en el sillón. Antes de que pudiera decir nada más, su mano se coló debajo de mi falda; rozó primero con mucha suavidad y después con fuerza el interior de mis muslos. Hizo que separara las piernas en la medida justa para poder pasar los dedos. Recorría los dibujos del encaje de mi ropa interior con delicadeza, como si tuviera que aprender su trazo y necesitara repetirlos una y otra vez para ello. De mi braguita pasaba al sujetador y sus dedos dibujaban el contorno de mi pecho.

– ¿Y entonces qué? –me susurró al oído, después de subir con la lengua desde el ombligo hasta el lóbulo de la oreja, rozando ligeramente mis pezones, que intentaban rasgar el encaje al notar el calor de su boca cerca.

–Entonces se me ocurrió llamarte, y me vestí para esperar a que llegaras –dije con la voz entrecortada.

Raúl rio. Su risa sonaba natural y espontánea. Me hizo reír a mí. Todo el nerviosismo se había esfumado. Ahora estaba excitada y expectante. Me fijé en su pantalón, estaba abultado pero no me atreví a tocar. En ese momento, no me apetecía tratar de complacer a nadie. Solo disfrutar.

– ¿Miras a ver si me excito? –me preguntó.

 La pregunta me cogió por sorpresa y me ruboricé. Mientras yo le había estado mirando, él me observaba a mí.

–Perdón –conseguí articular.

–No tienes que pedir perdón.

–Es… mmm… es que no sabía si yo te estaba excitando… Ya sabes, si disfrutabas o cómo decirlo…

–Yo soy un hombre, Ruth, y viendo una mujer como tú me excito. Si además, paso la mano por tu pecho y él responde a mis caricias, me excito más.

Y pasó suavemente las manos por mis pezones, demostrándome que reaccionaban de la manera que él esperaba.

–Y si al rozar tu ropa interior, la noto húmeda…

Noté su mano entre mis piernas, mi respiración empezó a entrecortarse de nuevo.

– ¿Me permites que te quite la camisa? –me susurró; tan cerca esta vez que notaba su cuerpo caliente junto al mío y su olor empezaba a embriagarme.

−Sí −contesté.

Deslizó sus cálidas manos por mis hombros y la prenda desapareció. Colocó mi camisa en el respaldo de una de las sillas. Después, sin pedir permiso esta vez, me quitó también la falda y deslizó los dedos por mis piernas hasta llegar a mis zapatos; dejándolos caer al suelo. Con movimientos lentos dejó la falda sobre la camisa. Yo miraba perpleja cómo un desconocido estaba alterándome de aquella manera. Empezó a quitarse la camisa; una camisa que parecía a medida para sus hombros, brazos y espalda. Se giró hacia la silla y la dejó colocada encima de mi ropa. Llevaba un tatuaje que le cubría parte de la espalda, desde el hombro izquierdo hasta introducirse por debajo de su pantalón, no podía ver el final. Era un cuerpo de serpiente. Al venir hacia mí no pude evitar alargar las manos y tocar su pecho y su vientre. Definidos, pero no musculados. Sin vello. Formando una exquisita silueta de Adonis. La serpiente que venía de su hombro parecía introducirse en la piel a la altura del pezón izquierdo, donde se engrosaba y parecía entrar  en un túnel. Rocé su tatuaje desde el pecho hasta el hombro. Siempre había pensado que esta forma de marcarse el cuerpo me horrorizaría al verla de cerca, y por el contrario me quedé fascinada mirando como su piel se notaba diferente con la marca de la tinta. Raúl metió la mano en mi ropa interior, que cada vez estaba más mojada, consiguiendo con total naturalidad que sus dedos se introdujeran en mí. No pude evitar una exclamación de placer. Su mano se movía despacio empapándose de mi excitación. Salió con el mismo cuidado que había entrado  y con ambas manos deslizó mi braguita hasta el suelo.

− ¿Es así como lo habías imaginado? −dijo, acercándose de nuevo a mi cuello y recorriendo, mientras yo contestaba, la distancia hacia mi pecho.

−Parecido. Te imaginaba desnudo a ti también −contesté, esperando ver el final del tatuaje.

Volvió a reír.

−Tú no estás desnuda… aún −dijo desabrochándome con cuidado el sujetador.

Después, dejó que su boca y su mano libre se recrearan con mis pezones, que empezaban a doler de la dureza que iban adquiriendo. Estaba desnuda, tumbada en mi sofá, con un desconocido recorriendo todos los recovecos de mi cuerpo y en lugar de sentirme incómoda, no podía dejar de imaginar cómo sería que me penetrara. De repente Raúl paró.

− ¿Qué pasa? −pregunté.

− ¡Shhhh! −dijo sacando los dedos de mi interior lentamente y soltando mi pecho.

Le miré mientras se levantaba del sofá. Empezó a desnudarse, sin prisa, como recreándose en el espectáculo. Se quitó los zapatos, que llevaba impecables, los calcetines después y empezó a bajarse el pantalón, que apoyó cuidadosamente en el respaldo de la silla. Sus calzoncillos ajustados parecían querer estallar. Yo le miraba sin poder quitar ojo. Él, los fue bajando lentamente. Se giró para colocarlos junto al resto de la ropa. Mientras, yo buscaba el final de la serpiente, que al llegar a la altura del glúteo izquierdo acababa en una especie de uve que llegaba a la cadera. Era tan sugestivo que deseé tocarlo. No podía dejar de mirarle, imaginando que su sexo inflamado entraba en mí, mientras yo descubría cada rincón tintado de su piel.

– ¿Me permites llevarte al dormitorio?

–Claro –dije con un hilo de voz.

–Indícame el camino.

Obedecí a pies juntillas. Me levanté del sofá. Al pasar junto a él nuestros cuerpos se rozaron. Raúl me sujetó por los hombros y deslizó sus manos por mi cuerpo hasta acabar en mi cintura. Yo recorrí el camino marcado en su piel desde el pecho hasta el glúteo. Siguiendo la serpenteante línea dibujada. Sin parar de estudiarnos, caminamos hasta el dormitorio. Una vez allí, encendí la luz. La lámpara de mi cuarto era una flor con pétalos rojos que daban un ambiente de lo más erótico a esas horas, en las que la luz natural empezaba a escasear. Raúl sonrió al ver el efecto. Me tumbé en la cama. Se puso al lado. Por primera vez noté su sexo pegado a mi cuerpo. Caliente, duro. Nuevamente me imaginé tocándolo.

– ¿Estoy siendo muy brusco? –dijo cerca de mi oído.

–No –contesté.

– ¿Quieres que lo sea más? –dijo con una sonrisa pícara.

Por un momento imaginé aquel hombre tatuado penetrándome salvajemente y la excitación me hizo tragar saliva antes de contestar.

–Sí.

Raúl comenzó a recorrer todo mi cuerpo con sus manos y su boca. Pasaba la lengua y luego mordía el sitio que estaba húmedo. Chupaba donde luego iba a presionar con los dientes; primero mi cuello, mi pecho, mi ombligo y finalmente mis piernas de abajo a arriba; hasta llegar a los muslos, que separó lentamente para poder humedecer mi clítoris. Un gemido indicó que estaba en el sitio correcto y entonces succionó con fuerza. Sentí un ligero dolor, pero no me importó. Sus dedos volvieron a explorarme  por dentro. Mientras su boca daba pequeños mordiscos al interior de mis brazos. Sacó los dedos  lentamente. Se puso un preservativo. Y empezó a introducir lo que yo estaba  anhelando. Primero despacio y con suavidad, después con una fuerza contenida, que me hacía notar toda su magnitud. Recorrí con mis manos su cuerpo, mojado por el sudor, mientras su sexo recorría mi interior sin dejar espacio a otra cosa que no fuera el placer. Aquella sensación me hizo perder el control.

–Sigue, por favor –rogué.

Por primera vez en aquella extraña experiencia no me hizo caso y paró de nuevo. Se levantó de la cama. Me ayudó a levantarme. Me colocó delante de él, me hizo girar y dejó mi espalda rozando su pecho. Notaba su cuerpo mojado detrás de mí. Me inclinó con delicadeza. Yo apoyé las manos sobre la cama. Y volvió a introducirse en mí.

– ¿Te incomoda esta postura? –preguntó.

–No.

Entraba  plenamente y con  fuerza. Raúl movía rítmicamente mi cuerpo hacia delante y hacia atrás, sujetando mis caderas. Yo acompañaba su movimiento. Por un momento sus manos desaparecieron. Volví a notar el calor de sus dedos entre mis piernas, se ocupaban de entretener mi clítoris con pequeños movimientos circulares que despertaban toda mi capacidad de sentir placer. El ritmo iba creciendo y cuando parecía que no iba a poder aguantar más la necesidad de llegar al orgasmo, el ritmo se enlentecía. Yo volvía a respirar con cierta normalidad hasta que el movimiento volvía a ser el necesario para dejarme morir de placer; con su sexo dentro y sus dedos jugando a excitarme. Su miembro estaba completamente excitado. Por fin, volvió a subir el ritmo y esta vez no paró; su mano no soltó mi clítoris y su pene embistió sin detenerse. Me dejé llevar por aquella sensación y alcancé el orgasmo.

Salió de mí con suma delicadeza, la sensación había sido deliciosa y me hubiera encantado reposar y disfrutar de su recuerdo. Pero había más. Se sentó apoyando la espalda en el cabecero de la cama. Me sujetó de la cintura y me llevó hacia él. El olor de nuestro sudor resultaba excitante. Su sexo seguía en erección, me colocó encima, introduciéndose de nuevo en mí. Sujetó  suavemente mi cintura y empezó a mover mi cuerpo arriba y abajo con un movimiento sutil, lento y acompasado. Se acercó más. Mi clítoris rozaba su piel en cada movimiento. Despacio, muy despacio. Permitiéndome saborear aún la sensación del orgasmo anterior.

–Cambiemos de posición. ¡Me estoy clavando el cabecero en la espalda!

 Con un movimiento rápido y enérgico me puso en pie y se levantó a la vez; me apoyó la espalda contra la pared, uno de mis pies sobre la madera del cabecero. Y apoyó sus manos cerca de mí. Me penetró una vez más. Notaba sus brazos a ambos lado de mi cabeza y su sexo entrar y salir lentamente, encajando a la perfección. A pesar de estar pisando el colchón, nuestro improvisado suelo parecía firme. Me agarré a su cuello, apoyándome en su pecho y notando su olor, un olor que despertaba mis instintos más primitivos, olor a sexo, a hombre, a excitación, a placer. Me sujetó la cintura y elevó mis piernas, que quedaron rodeándole. Sujetaba mi cuerpo con uno de sus brazos y el otro seguía apoyado en la pared; y me hacía moverme a su antojo como si no pesara, enganchada a él por un acalorado abrazo. Notaba sus músculos en tensión y su sudor mezclado con el mío. Su respiración había variado. Yo le rodeaba, él hundía su cabeza en mi cuello. Y nuestros cuerpos se acoplaban el uno al otro con movimientos tranquilos. Siguió así hasta que le susurré que no podía más. Entonces subió el ritmo. Y me penetró con firmeza. Cerré los ojos y me dejé ir de nuevo al mundo donde el placer te nubla el entendimiento.

Caí derrotada en la cama. Me permití unos minutos de relajación, disfrutando del placer que me había embargado. Después, me giré y le vi mirándome.

– ¿Ha estado bien? –me preguntó.

–Muy bien.

– ¿Ha sido cómo lo imaginabas? –dijo sonriendo.

–Ha sido mejor –admití sin ningún pudor.

Me levanté de la cama, en la que mi cuerpo había quedado dibujado por el sudor. Y en silencio, cogí ropa interior del cajón de la mesilla y comencé a vestirme. Abrí el armario y saqué una camiseta y unos vaqueros. Me hubiera duchado, pero con Raúl allí no me sentía cómoda. Él observó cómo me vestía, mientras se quitaba el preservativo vacío.

– ¿Te importa si voy a por mi ropa? –preguntó.

–Claro que no.

Su miembro permanecía en semi-erección. Le seguí, y esta vez, observé yo como se ponía la ropa. Y cómo la serpiente tatuada parecía introducirse en su interior mientras él se movía. Acabó la copa de vino y se dirigió a la puerta.

–Dime lo que tengo que darte Raúl.

–Doscientos euros.

Metí la mano en mi cartera y saqué el dinero. Lo cogió y se marchó. Cerré la puerta. Volví al cuarto donde la cama revuelta me recordaba la incursión de Raúl en mi vida. Había disfrutado mucho, pero algo parecido al remordimiento me decía que no debía haber pagado por sexo. No volvería a hacerlo. O eso creía.

                                                               Capítulo 2. Sueño que despierto a su vera.

  Llegué a las ocho a la oficina. Al abrir, noté el olor a friegasuelos de limón. Teresa, la encargada de la limpieza estaba acabando sus labores.  Me dirigí al despacho, después de charlar con ella un instante. Me quité el abrigo y abrí el ordenador. El día empezó a complicarse desde primera hora. Tenía un mail de un cliente, quejándose por la campaña que le habíamos enviado. No le convencía el enfoque. Me pedía solución en veinticuatro horas o cancelaría la cuenta con nosotros. Mientras llegaban el resto de compañeros, hablé con el cliente, para ver qué buscaba exactamente. Quería un cambio radical en la forma de presentar su material de esquí. Y lo tendría. Pablo iba a ser la solución.

Encargué a Carla, mi secretaria, que organizara una reunión con los publicistas en media hora. Ella se levantó de su mesa con desgana y se puso a organizarlo todo. El primero en entrar a la sala fue precisamente Pablo; era un chico atractivo, moreno de piel, con el pelo castaño muy corto, lo que le daba un aspecto juvenil, tenía los ojos azules y un cuerpo preparado cada tarde en el gimnasio. Le faltaban unos cuantos centímetros para haber pasado por un modelo de los que utilizábamos para los anuncios. Y un poco de humildad. Ya que sabía que llamaba la atención de las mujeres y le resultaba fácil conquistarlas. Cada lunes fanfarroneaba sobre sus amantes en la máquina de los cafés, a todo aquel que quisiera escucharle. Pero a cambio de eso, era uno de los mejores en el trabajo, porque buscaba la parte salvaje del objeto y la sabía plasmar. Le asigné a él la campaña, delegando sus trabajos pendientes en otros compañeros y en mí misma.

Después de la reunión, empezaron las protestas. Dos de los publicistas, a los que les tocaba acabar campañas ya empezadas, vinieron a mi despacho.

– ¡No es justo! –protestó el primero.

– ¡No tengo tiempo suficiente para acabar tres campañas antes de Navidad! –venía comentando el siguiente.

Escuché todas y cada una de sus quejas. Traté de buscar soluciones razonadas y un compromiso por parte de los agentes de que irían adelante con el trabajo asignado; no fue fácil. Estas discusiones me generaban mucha tensión. A pesar de ser la jefa y poder dar órdenes sin dar explicaciones, me gustaba que la gente estuviera contenta e hiciera las cosas de buen grado. Así todo salía mejor. Pablo, también vino al despacho a quejarse. Él era demasiado bueno para una simple campaña de material de esquí, y los dos lo sabíamos. Le hice ver la razón del cambio de campañas. Esta cuenta era importante para la empresa. El dueño de la línea de esquí, poseía una conocida marca de ropa, y si confiaba en nosotros ahora, nos daría la publicidad de todos sus negocios más adelante y nuestra facturación subiría considerablemente. Lo que no le dije es que la oficina empezaba a tener problemas para autofinanciarse. Y no me podía permitir perder ninguna de las campañas ya empezadas, o la delegación tendría que cerrar y mi puesto de trabajo se esfumaría de un día para otro. Desde hacía una semana trabajaba bajo presión, el director nacional de la compañía me había dado un ultimátum, o llegábamos al objetivo de facturación estipulado antes de fin de año, o cerraría la sucursal. No podía permitir que dejaran a todo mi equipo en la calle, necesitaba que se acabara con éxito esta campaña. Le aseguré a Pablo que solo podía confiar en él para llevar este proyecto a buen puerto, y su ego quedó satisfecho.

–Haré esa promoción jefa, y me deberás un favor. ¿Sabes cuál sería una muy buena forma de recompensarme? –dijo poniendo cara de sátiro.

–Sí, Pablo. Pagándote el sueldo mes a mes y todos los incentivos que te estás llevando. ¡Vete del despacho!

Pablo desapareció riéndose y se puso a trabajar en su cubículo. Quitando mi despacho, y la sala de reuniones, que tenía puerta y paredes acristaladas, el resto eran espacios de mayor o menor tamaño para cada empleado, separados por unos simples biombos. Cerré la puerta por un momento para respirar tranquilidad. Tenía trabajo pendiente.

Estudié las fotos de las modelos de lencería que había aparcadas en un rincón de mi mesa, escogí  cuatro chicas. Encargué a mi secretaria, que se pusiera en contacto con ellas; sus números venían detrás de la foto, con su currículo profesional. Debía explicarles el proyecto. El trabajo era un anuncio en  televisión, en el que un futbolista jugaba un partido con las modelos, y se rendía al encanto de la ropa interior que portaban las chicas.

–Sé, que no es parte de tu trabajo hablar con las modelos, y que estás con la contabilidad. Pero no tengo tiempo hoy para hacerlo y corre prisa –le expliqué justificando el esfuerzo extra que debía hacer.

Carla no protestó y se puso a llamar a las chicas. Era una secretaria excelente, que me aligeraba enormemente el trabajo. Al oír cómo les explicaba la ropa interior de encaje que debían llevar, me acordé de Raúl. Hacía ya siete días de nuestro encuentro y cada noche me masturbaba en la cama recordando sus caricias. Imaginaba recorrer con mi lengua su tatuaje desde el pecho a la cadera, notando el sabor de su piel. Jamás pensé que un gigoló pudiera despertar en mí esa sensación. Pero lo había hecho, y mi cuerpo reaccionaba ante el más pequeño estímulo que me hiciera recordarle. A lo mejor debía volver a llamarle… No, seguramente no.

Para evitar pensar en Raúl me centré en corregir los errores de la siguiente campaña que íbamos a presentar; a un fabricante de cerrojos. Marta, la publicista encargada, se acababa de divorciar y estaba un poco descentrada. Pedía perdón por cada cosa que yo observaba que se podía haber hecho mejor. Si hubiera sido otro empleado me habría visto obligada a retirarle el proyecto, pero Marta podía sacar más de su cabeza y mejorar su trabajo. Quería que estuviera a mi lado. Además era la única mujer que tenía en el equipo de comerciales y me venían bien algunos estrógenos entre tanta testosterona. No llevaba demasiado en la empresa, unos ocho meses, pero  desde que ella estaba, yo me sentía más acompañada. Marta era delgada, morena con pelo corto, llevaba algunas puntas levantadas dando la impresión de ir despeinada, pero cada punta estaba en el sitio asignado. Pequeñas pecas recorrían sus mejillas dándole el aspecto de una colegiala. Vestía a la última, teníamos conversaciones sobre moda y hombres;  y coincidíamos en gustos para ambos. Su visión en mi despacho me hacía sonreír en días agotadores de trabajo.

 A media mañana salí del despacho para pedirle un café a Carla, pero no estaba en su mesa. Fui a la máquina, y me serví uno bien cargado. No pude evitar oír a Pablo contando su última conquista, una chica rumana que se empeñaba en satisfacerle y hacía todo lo que él pedía, ahora chupa aquí, ahora ponte de esta posición…

Mi pensamiento voló hasta el recuerdo de Raúl y entré en mi despacho con una sonrisa.

–Ruth, ¿a qué viene esa cara? –me interrogó Marta–. Hay algo que me estoy perdiendo y no tiene que ver con la campaña… ¿No te habrás acostado con Pablo, no? Que lleva todo el día diciendo que nos va a contar la última.

– ¡No! Pablo se ha acostado con una chica rumana. Hasta Carla está oyendo su historia.

– ¿Y tú? –dijo Marta dejando caer la pregunta.

No pensaba responder, a pesar de la confianza que teníamos. Pero mi sonrisa me delató de nuevo.

–Vamos, cuenta rápido que hay que acabar el proyecto.

–No hay mucho que contar, el otro día estuve con un chico, y… no sé si por el tiempo que hacía que no… ya sabes, o por qué, pero no paro de pensar en él y cómo me tocaba. Y en el tatuaje que llevaba en la espalda… Fue increíble. Porque no le conocía de nada y me hizo sentir tan cómoda… Aún me da la impresión de notar su olor al cerrar los ojos. Ummm –dije aspirando el vapor  del café que tenía entre las manos.

–Pero, ¡cómo no me lo has contado antes! Te hacía falta un buen polvo –rió Marta.

– ¡Calla boba! Acabemos el trabajo o no nos iremos nunca a casa.

–Vale, pero cuéntame lo del tatuaje, me chiflan los hombres tatuados.

–Es una serpiente, no tiene cabeza porque parece que se mete en su interior, cerca del corazón, y el cuerpo sube desde el culo hasta el hombro, haciendo eses y baja desde ahí hasta el pecho –describí, mientras movía las manos en un vano intento de trazar en el aire el tatuaje de Raúl–. Tiene dibujada cada escama de la piel. Pero no en negro solo, sino en azul negro y rojo. No sé, es extraño, tan elaborado… No es un tatuaje normal.

–A ver si te nos vas a enamorar de un tatuaje –rio Marta.

– ¡Venga! vamos a acabar esto.

Tardamos casi todo el día en hacer de su idea un verdadero proyecto. Que  presentaríamos al día siguiente. Mientras, le fui contando cómo Raúl manejaba mi cuerpo a su antojo para hacerme disfrutar. Sin contarle a qué se dedicaba. Casi a las ocho Marta salía de mi despacho, en la oficina no quedaba nadie. Me dediqué a firmar documentos que tenía pendientes en una bandeja de mi mesa y preparar el cierre del mes, para lo cual necesitaba repasar todos los datos de contabilidad que me había ido preparando Carla. Volví a casa a las diez de la noche, exhausta. Necesitaba comer algo y descansar. Llevaba toda la tarde pensando en Raúl.  Al entrar por la puerta pensé que nada me complacería más que verle. Mis remordimientos decidieron por mí. Y no le llamé.

                                                             Capítulo 3. Si a tu lado no hay reivindicación.

El despertador sonó a las siete, abrí los ojos. Otra vez había soñado con Raúl. Me hubiera masturbado bajo el agua, pero no podía llegar tarde a la reunión de hoy. Me vestí con camisa, traje de chaqueta y tacones altos. Ya en la oficina, repasé con Marta la presentación durante veinte minutos, antes de que llegara el cliente.

El señor Prado, de casi setenta años y dueño de la empresa a la que teníamos que presentar el proyecto, hoy no venía solo. Un hombre bastante más joven que él, le acompañaba. Unos treinta y ocho años, alto, rubio, delgado…un hombre llamativo, con un bonito traje de diseño. Vi que Marta se quedaba boquiabierta al verle entrar y tuve que darle un pequeño empujón para que reaccionara.

–Señor Prado, bienvenido. Ya conoce a Marta González, que ha llevado su campaña desde el principio.

 Comencé con las presentaciones tratando de averiguar quién era nuestro invitado.

–Ruth, Marta, gracias por tardar tan pocos días en montar la reunión. Os presento a mi hijo Joaquín, que me ayuda en temas de la empresa.

–Encantada, Joaquín –dije, dándole la mano como indicaba el protocolo.

–El gusto es mío. Y usted es ¿Marta? –dijo Joaquín girándose hacia una ruborizada agente publicitaria – La que se ha encargado de mandarnos los avances, ¿verdad?

–Sí –pudo articular la pobre, tendiéndole la mano.

–He de decir que ha sido un gran placer responder a sus mails con los datos de la empresa y analizar cada idea que se le ocurría para intentar mejorar la campaña, aunque lo hiciera con el nombre de mi padre, por no  dar más explicaciones.

–Ya imaginé que no contestaba él, pensé que era alguien de la junta directiva.

Conté los segundos que se sujetaban la mano uno al otro; demasiados  para un saludo de cortesía.

–Tomen asiento y si gustan póngase un café, todo está dispuesto en la mesa –dije cortando el momento embarazoso para los observadores.

Marta hizo una de las mejores presentaciones de su vida, estuvo ingeniosa, locuaz y hasta mejoró el proyecto sobre la marcha, improvisando algunos puntos que no teníamos claros el día anterior. Joaquín no pudo menos que aplaudir cuando finalizó. Y felicitarnos por lo bien que habíamos plasmado para el público la venta de un cerrojo. La idea de mostrar la seguridad que necesita la gente con dibujos sobre la arena, era genial. Y Marta, sin haberlo consultado conmigo, lo había propuesto en mitad de su exposición. Le pedí a Carla que nos imprimiera los contratos y el acuerdo quedó firmado esa misma mañana. El señor Prado estaba muy agradecido y nos invitó a comer.

Fuimos a un conocido club de campo del que eran socios. Pidieron perdiz, patatas y vino. Por todo el edificio olía a carne a la parrilla. Mientras el señor Prado me enseñaba el campo de golf y la zona deportiva, Marta y Joaquín desaparecieron para visitar el edificio principal. Sobre las seis de la tarde volvíamos a la oficina con unas botellas de aceite de oliva virgen de regalo.

– ¡Qué sitio más bonito! ¿Verdad, Marta? El campo de golf era de los más grandes que he visto –dije sin quitar la mirada a la carretera.

–La verdad es que ha sido increíble –concluyó Marta ensimismada.

– ¿La comida, la firma del contrato o Joaquín?

–Él.

Reí por su respuesta.

–Sí, Ruth, desde que mi ex y yo planteamos el divorcio, nadie me interesaba, y hoy, creo que he roto una barrera muy importante.

–Sí, te has acostado con un cliente ¡mientras nos invitaba a comer!

– ¡Ya habíamos comido! Y si tu pregunta es, si mientras tú veías el aburrido campo de golf con su padre, Joaquín me llevaba a una sala, se volvía loco quitándome la ropa y me lo hacía encima de una mesa de billar, ¡sí! Y he de reconocer que el miedo a que nos pillarais ha hecho que fuera uno de los polvos más excitantes de mi vida.

Marta siguió relatando su encuentro amoroso, yo no salía de mi asombro. Las palabras sobre cómo Joaquín había empezado a besarla, a revolverle el pelo, a levantarle la falda, o cómo apartando la ropa interior la había penetrado, me hacían excitarme y pensar en Raúl.

–Y tú, Ruth, ¿quedaste ayer con tu donjuán?

–No, no le he vuelto a ver. El acostarme con él fue genial, pero no me conviene.

– ¡Por Dios, qué fría eres a veces! Eso de que no te conviene me recuerda a mi abuela. La cuestión es si te gusta o no y si se lo monta bien en la cama –dijo entre sonrisas burlonas.

– ¡Síiii! –exclamé riendo a carcajadas. Marta rio conmigo–. Por cierto, antes de que te vayas, no hemos hablado aún de por qué les propones a los clientes un anuncio en televisión tan caro sin decirme nada. Eso hace que el presupuesto se descontrole y tengamos menos comisión.

– ¡Perdón, Ruth! Tienes razón. Pero se me ocurrió sobre la marcha y me pareció que Joaquín lo valoraría. Bájame la comisión si quieres. No protestaré.

–No vas a perder dinero después del buen trabajo que has hecho, y he de reconocer que la idea fue brillante. Creo que es lo que decidió que firmaran hoy. Pero no hagas las cosas sin consultarme, por favor. Que desde central están mirando cada euro que gastamos con lupa.

–Entendido.

Bajamos del coche y me fui al despacho. Marta se despidió con una sonrisa y salió corriendo hacia el metro. Carla ya se había ido, su horario acababa a las seis, aunque muchos días se quedaba a ayudarme hasta más tarde con el cierre de las campañas o de la contabilidad. Saludé a un par de comerciales que trabajaban delante de su ordenador y me metí en el despacho. Acabé de firmar los papeles del contrato con el señor Prado, ya que Carla lo tendría que enviar mañana a la central y poner todo en marcha para realizar la campaña. Se los dejé en su mesa. En la mía ya había bastantes cosas pendientes, que resolvería mañana. Hoy estaba cansada y me empezaba a doler la cabeza. Me volví a casa, dándole vueltas, mientras conducía, a la imagen de Joaquín trajeado bajándose los pantalones para desahogarse con su agente publicitaria a la que había conocido ese mismo día. Me moría de ganas de llamar a Raúl… Vencí a la voz que en mi interior me decía que eso estaba mal, y lo hice. Descolgó a la primera.

– ¿Sí?

–Hola Raúl, soy Ruth, de la calle Alameda, se me había ocurrido… que podíamos vernos de nuevo –me oí a mí misma mientras decía esto y me sonó a colegiala enamorada.

–Perfecto, ¿dónde estás? ¿Vas en coche?

–Sí, estoy llegando a mi casa.

–Pues espérame en el coche, no subas, estoy cerca y quiero proponerte un plan. Un beso.

Colgó. ¿Un plan? ¿Un beso? Se me empezaban a acumular preguntas. A lo mejor no había entendido para qué le llamaba. Solo necesitaba relajarme por un momento y olvidarme del trabajo. Me quedé en el coche esperando frente al portal. Mientras pensaba, si los gigolos actuaban siempre así. Abrí la ventanilla para respirar el frío de la calle. A los diez minutos, Raúl apareció en una Harley negra, la aparcó detrás de mi coche, yo le observaba por el retrovisor. Se quitó el casco y lo guardó en un lateral de la moto. Iba con unos vaqueros oscuros, una camisa y una cazadora de cuero que le daban aspecto de malo. Estaba realmente atractivo. Se montó en el coche con total naturalidad y me miró de arriba a abajo.

– ¡Vaya! Estás muy elegante con ropa de trabajo –comentó, haciéndome ruborizar.

–  ¿Eres ejecutiva?

–No. Me dedico a la publicidad ¿Dónde vamos? ¿Cuál es el plan? –pregunté quitando importancia a la última pregunta.

–Si te apetece te llevo a un sitio que me encanta y en el que te dejarán entrar tan adecuadamente vestida –rio al ver que yo me miraba la ropa.

– ¿Es mejor que me cambie?

–No, que se nos haría tarde. Dime que sí y déjate llevar.

Aunque no parecía muy prudente a priori aquella idea, le hice caso. Al fin y al cabo yo le había llamado.

–Perfecto, tú dirás hacia dónde me dirijo.

– ¡No, no! Debes dejarme conducir a mí y cerrar los ojos.

Mi cara debió contestar por mí. ¿Que le dejara mi coche a un desconocido, del cual solo tenía su número de teléfono y el recuerdo de su calor pegado a mi piel?

–No te asustes, Ruth. Es para que sea sorpresa. Toma las llaves de mi moto y si le hago algo a tu coche te la quedas para ir a trabajar.

Una sonrisa se dibujó en mi cara imaginando que me vieran llegar en moto al día siguiente a la agencia y cómo iba a explicarlo.

–Confía en mí, por favor, después te traeré a casa –dijo poniendo las manos como si fuera a rezar.

Salí del asiento del conductor y me intercambié con él. Raúl cogió mi BMW y lo condujo hacia las afueras de Madrid, con un disco de versiones de los Beatles de fondo. Fuimos hablando de coches y de lo ruidoso de las ciudades.

– ¡Cierra los ojos! –me decía cada vez que intentaba mirar hacia dónde nos dirigíamos.

Deduje que íbamos hacia el norte, ya que veía las montañas nevadas cada vez más cerca.

–Cuéntame lo del tatuaje –le pedí.

– ¿Te gusta?

–Me fascina. Parece moverse contigo y parece estar vivo por los colores que tiene. Me encantaría saber su historia.

–No sé si sabes que la serpiente es un ser casi divino, que en culturas como la americana o la mejicana se creía que impartía sabiduría. Aunque hay muchos mitos y supersticiones con respecto a ellas. Hay quienes las consideran benéficas. También quienes piensan que son malas. Yo siempre he pensado que son ambas cosas. Hay una leyenda maya sobre una serpiente de colores, muy brillante y larga, que recorría la Tierra. Tenía algo que la hacía diferente a las demás, una cola de manantial. Iba por los montes mojando todo lo que hallaba a su paso y dando de beber a los campos. Por donde pasaba dejaba algún bien, alguna alegría. Pero el ser humano alberga malos sentimientos en muchas ocasiones y los hombres que hasta ese momento vivían en paz, empezaron a pelear. La serpiente entonces desapareció, escondiéndose en el interior de la tierra, esperando que acabaran las disputas. Y solo aparece cuando las personas están en paz consigo mismas.

– ¡Vaya! Qué historia más bonita. Siempre pensé que la serpiente significaba el mal, desde que tentó a Adán a comer la manzana. O eso es lo que nos han dicho.

–Precisamente esa es la idea Ruth, la serpiente no es el mal, solo es capaz de sacar lo mejor o lo peor de nosotros. Y hay que tener cuidado con eso y dejar únicamente que nos riegue con su cola de agua, no que despierte en nosotros la sequía. Y ahora ¡cierra los ojos! Que no paras de mirar.

–De acuerdo –dije.

Abandonamos la A-6 y fuimos hacia algún pueblo de la sierra de Madrid. Raúl aparcó. Se bajó del coche y se acercó a mi puerta. Yo abrí los ojos un poco, como iba haciendo durante el camino, pero no reconocí el sitio. Estábamos en un parking de tierra, con el morro del coche pegado al muro de una iglesia o edificio del estilo. Olía a campo. Mi coche era el único allí. Un escalofrío me recorrió cuando Raúl abrió la puerta. ¿Qué estaba haciendo allí a merced de un tipo al que no conocía?

–Espera que te bajo del coche, no tenías que mirar aún –dijo amablemente.

– ¿Dónde estamos? –pregunté.

–Bienvenida al Monasterio del Paular, estamos en Rascafría, te he traído aquí para que puedas oír una de mis cosas favoritas…

Traté de prestar atención pero no oía nada.

– ¿Cuál? –pregunté un poco extrañada.

–El silencio.

No supe qué contestar. Observé la zona, parecía tranquila, enfrente veía un puente que daba a unos jardines. Y delante de nosotros un enorme muro de piedra. Realmente parecía un sitio silencioso.

– ¿Entramos? –me preguntó.

–Claro.

Giramos hacia la puerta principal bordeando el muro. Un largo pasillo también de piedra precedía al patio de entrada. Entramos en la iglesia. No había nadie. Olía a humedad. Ocupando todo el frente, un singular retablo con escenas bíblicas nos miraba. Había unos cuantos bancos dirigidos hacia él. Y un suelo con azulejos blancos y negros, que daba el aspecto de un tablero de ajedrez. Recorrí la iglesia admirando el esplendor que los sitios de culto desprenden. Raúl se había sentado. Me indicó que me sentara. Después de deambular por el lugar, observando como entraba la poca luz que quedaba del día, por la parte superior y reflejaba en las paredes blancas, tomé asiento. Elegí el banco de delante de él. Y simplemente observé la impresionante obra que tenía delante…y era cierto, no se oía nada, excepto el silencio. Cerré los ojos y disfruté del momento. Por unos minutos el mundo se paró. Los relojes suspendieron su marcha, descansando de su ingrato trabajo. Nada perturbaba aquella paz. No noté que Raúl estaba cerca hasta que rozó mi cara con sus manos y me susurró.

– ¿Te gusta el sitio?

–Me encanta.

–Espero que te haya ayudado a relajarte, yo pienso, que en la vida a veces hay que pararse a escuchar lo que te dice el silencio antes de continuar.

Estaba completamente sorprendida. Me gustaba esta sensación de estar relajada, después del día tan largo de trabajo que había tenido. Dimos una vuelta por la iglesia y la entrada al monasterio. Era realmente espectacular. Estaba muy bien cuidado y conservado. Al salir cruzamos la carretera hasta el puente que estaba enfrente, Raúl me iba contando que se llamaba el Puente del Perdón, que estaba sobre el río Lozoya. Antiguamente se hacían los juicios junto al puente y si los reos eran perdonados volvían a casa, si no, desde ahí se les conducía a la horca. Me contó que muchos días venía aquí a meditar, se sentaba en el puente y dejaba las horas pasar. Me apoyé contra la piedra. Estaba fría. Empezaba a oscurecer y chispeaba ligeramente. Pero la tranquilidad recorrió mi cuerpo. Y una sensación de bienestar me reconfortó. Raúl se acercó, me cogió la cara con las manos y me besó. Por un momento no supe reaccionar. Su sabor se mezcló conmigo. Era dulce. Su lengua recorría mi boca explorando cada rincón, y la mía, le recibia con agrado. Su olor despertaba mis recuerdos. Empezó a llover y Raúl tiró de mí.

–Vayamos a tu casa ¿Te importa que conduzca? –preguntó.

–No.

Entró por la puerta del conductor y antes de que me diera tiempo a ponerme el cinturón se acercó y volvió a besarme, esta vez con calma, disfrutando con el beso. Deslizó una mano por mis piernas, muy despacio. Metió la otra por debajo de la blusa y me sujetó el pecho enérgicamente. Mi respiración empezaba a ir descompasada.

Empezó a llover intensamente, y acto seguido, como si el cielo se hubiera enojado, se puso a granizar. Los dos nos quedamos mirando ese inesperado cambio. Estábamos solos en un coche en medio de un paraje desierto mientras granizaba fuera.

–Pasa al asiento de atrás –dijo Raúl muy seguro de sí mismo.

No sé si era una orden o una súplica. Pero estaba completamente excitada y pasé detrás. Él me siguió. Me quitó el pantalón del traje despacio, pasando por cada centímetro de mis piernas. Mientras las bolas de granizo aporreaban el techo. Se desabrochó el pantalón, lo bajó junto con los calzoncillos. Sacó su miembro erecto. Su sola imagen me excitó y antes de que se pusiera el preservativo, me incorporé  y lo cogí con la mano. Raúl me miró, serio. Desde nuestro encuentro anterior había deseado tocarle. Cogí su miembro suavemente y lo acaricié, desde la base a la punta, con sumo cuidado, procurando retener en mis manos el recuerdo del calor que desprendía. Memoricé con el tacto su forma, su grosor, la manera en que crecía al contacto con mi piel. Raúl suspiró. Le miré a los ojos y creí recibir una sonrisa de aprobación de su mirada, así que seguí jugando a excitarle, despacio, muy despacio. Raúl se arrimó a mi oído y pidió: ¡para, por favor! o harás que se acabe el juego. Paré. Me tumbó en el asiendo, se abrió hueco entre mi ropa interior y me introdujo los dedos. Mientras, trataba de colocarse el preservativo con la otra mano.

–Espera, te ayudo –le dije. Al ponerle el condón, volví a rozarle.

Me miraba con gesto complacido. Las ventanas del coche estaban empañadas, fuera había dejado de granizar, pero seguía la tormenta, le saqué con cuidado los dedos de dentro de mí y me quité la ropa interior, él se quitó del todo el pantalón y los calzoncillos, con un poco de esfuerzo por el poco espacio. Después me  abrí la blusa, hice desaparecer el sujetador y dejé mis pechos al aire. Me tumbé en el asiento, bajo su atenta mirada y abrí las piernas.

Se tumbó encima, me cogió la cara, me besó con fuerza y me penetró a la vez. Enérgico y rudo, como yo reclamaba. Su boca no se separó de la mía, mis brazos no dejaron de agarrarse a él mientras me hacía sentir placer. Se movía con fuerza y rapidez, metiéndose en mí y yo le acompañaba en el movimiento haciendo que la penetración fuera profunda. En el coche faltaba aire que respirar, pero ninguno de los dos paramos a quejarnos. Me incorporé un poco y le mandé sentar, se situó en medio del asiento con su erección mirando hacia mí. Le quité la camisa, que era la única prenda que aún conservaba. Agradecí en silencio a la serpiente de agua esta lluvia repentina y me senté encima. Gemimos a la vez, mientras nuestros cuerpos volvían a unirse. Empecé a moverme cada vez más rápido sobre él. Mientras le oía jadear y notaba su cuerpo mojado cerca del mío, en ese espacio reducido. Ninguno podía esperar más. Subí y bajé sobre su miembro rozándome con su pecho al hacerlo. Mi clítoris ardía de placer contra su pelvis. Continué sobre él con decisión sin parar tan siquiera a respirar. Apoyando mis manos en el techo del coche.

– ¡Para! o harás que me corra –dijo avergonzado.

–Córrete conmigo. Porque no pienso parar –le susurré al oído. No sé si los gigolós se suelen correr con sus clientas, pero yo, estaba disfrutando y quería que disfrutara conmigo. Así, no sentiría remordimientos por contratar los servicios de otro para obtener placer.

Me miró, comprobando que lo decía en serio. Se sujetó fuerte a mis caderas y empezó a penetrarme con fuerza, su lengua recorría mi cuello, sus dientes marcaban mi yugular, como queriendo devorarme. Estallé de placer a la vez que él gemía y se introducía con dureza en mi interior.

Nos quedamos abrazados unos segundos, quietos. Parecía que el tiempo había vuelto a detenerse. Con un poco de dificultad me levanté de encima, abrí una ventana y respire frío y silencio. Había parado de llover. Y había oscurecido.

Nos vestimos entre risas, comentando la extraña granizada y la siguiente fogosidad del momento. Raúl, condujo mi coche para volver a casa. Me sentía un poco extraña por lo que había hecho, delante de un monasterio. Saqué un tema de conversación, por aliviar el estrés del encuentro.

–Raúl, ¿cómo empezaste en este mundo? –pregunté.

– ¿De verdad quieres saber eso?

–Sí.

–Pues creo que fue una casualidad, como tantas en la vida. La primera chica con la que tuve relaciones fue la hermana mayor de mi mejor amigo del colegio, a la que sus amigas le habían puesto los dientes largos contándole sus primeras experiencias sexuales y ella no tenía novio, así que me prometió un juego de ordenador si le hacía el amor. La chica era muy guapa… ahora que lo pienso me atraía bastante, así que hice todo lo que me pidió y me gané el juego. Como le gustó la experiencia, me pedía casi cada semana más sexo y me regalaba cosas a cambio. Ahí aprendí que podía disfrutar y sacar beneficio. Yo era un crío y ella una adolescente. Más adelante, cuando empecé la facultad  me enamoré de una peruana que se había venido a España a trabajar en un negocio familiar que fue mal y decidió montar un local liberal, de esos de intercambios de parejas; sexo en grupo y cosas así. Como me hacía falta dinero, me contrató de camarero los fines de semana, pero en lo que menos trabajaba era detrás de la barra, ya que cuando ella llegaba al local montaba orgías para atraer a la clientela y yo acababa participando; acostándome con mujeres que venían buscando sexo esporádico con un desconocido. O parejas que querían tríos…

De repente Raúl se calló, parecía avergonzado.

–No debería haberte contado estas cosas –dijo compungido, como un niño que acaba de hacer algo malo.

–Yo te he preguntado, no pasa nada.

–Pero ponías cara de que no te gustaba lo que oías.

–Simplemente me ha sorprendido. No me esperaba una historia así.

El poco trayecto que quedaba lo hicimos sin hablar. Aparcó mi coche en el garaje. Aunque era un cambio de tema un poco brusco, preferí hablar de dinero allí que en la calle. Saqué de mi bolso doscientos euros y los tendí hacia él.

–Toma el dinero –le dije.

–No Ruth, hoy no tienes que pagarme, he estado contigo porque me apetecía.

– ¡Pero yo te había llamado! Y tú te has acostado conmigo, es justo que te pague.

– ¿De verdad no has notado ninguna diferencia hoy?

Y se bajó del coche. Bajé detrás de él, aún con el dinero en la mano. Sin saber qué decir. Podría haberle preguntado qué había cambiado con respecto a la vez anterior. O pedir perdón, por la frase que acababa de decir. Pero no lo hice. Seguramente era mejor que se marchara, sino, podría engancharme a estar con él.

– ¡Raúl! Las llaves de la moto –le grité mientras se alejaba.

 Se giró hacia mí. Cuando estaba tan cerca que podía notar su olor, me acarició la cara, me besó ligeramente los labios, cogió las llaves y se fue. Me dio la impresión de que era un beso de despedida; que no le volvería a ver. 

                                                                Capítulo 4. Una racha de viento nos visitó.

Por fin, un sábado que no me tocaba trabajar. Me desperté a las nueve y media y desayuné tranquilamente, leyendo las noticias en el iPad. Había hablado con mi padre el día anterior y me había invitado a comer, mi madre haría su famoso arroz con vieiras; una receta que había aprendido de un cocinero gallego. Iría también mi hermano con su mujer y mis dos sobrinos, que acababan de cumplir tres años. Y a los que no veía casi nunca.

Me tomé el café y el pan tostado aún en pijama, dedicándole el tiempo necesario a cada cosa. Justo antes de meterme en la ducha, sonó el timbre. Por un momento mi mente imaginó que era Raúl… Habían pasado varios días desde que se fue de mi coche sin cobrarme y no me había atrevido a volver a llamarle. Abrí sin preguntar, y por un momento creí sufrir un ataque al corazón; sudoración fría, dolor en el pecho, falta de aire…

–Mario… ¿Qué haces aquí?

–Tengo que hablar contigo Ruth. ¿Puedo pasar?

Hacía casi un año que no le veía. Él, había sido el hombre más importante de mi vida. Y al que no pude hacer feliz, no pude darle hijos, cosa que los dos deseábamos más que nada en el mundo. Y de repente, desapareció. Empezó a ignorar mis mensajes de súplica, mis lloros y todos mis intentos de volver a verle. Hasta contacté con una agencia de adopción para poder ser madre y lograr que se volviera a fijar en mí. La psicóloga que me evaluó denegó mi expediente, alegando que antes de tener un hijo debía superar la ruptura de mi matrimonio y ese sentimiento de frustración generado porque Mario me hubiera dejado. Y hasta ese momento creí que ya lo había superado. Pero al verle en mi puerta… estaba bloqueada.

–Ruth, ¿puedo pasar?

–Claro, pasa… A fin de cuentas esta casa sigue siendo de los dos. A no ser que tengas ya un comprador.

Mario, ignoró mi comentario. Yo me arrepentí de haberlo hecho según salió de mi boca. No era momento de reproches.

– ¿Me das dos besos por lo menos? –dijo acercándose a mí.

–Sí, por supuesto. Es que no te esperaba. Me podías haber llamado por teléfono.

Le di dos besos. Gélidos, comparados con los de Raúl. Mario estaba algo pálido, más delgado que de costumbre, aunque nunca había sido gordo. Y tenía ojeras. Parecía preocupado. Llevaba el pelo más largo y algo descuidado. Se retorcía las manos nervioso y esquivaba mirarme directamente. No hacía falta conocerle demasiado para saber que algo no iba bien.

–Cuéntame, por favor –rogué, ya que me estaba poniendo nerviosa.

–Mejor bajemos a tomar algo a la cafetería de la esquina y hablamos allí.

–Pues deja que me vista, dame un minuto.

La actitud de Mario era lo suficientemente extraña para que me diera cuenta que no estaba solo incómodo por estar en casa. Dejé la idea de la ducha aparcada, me puse unos vaqueros, una camiseta de manga larga y unas bailarinas. Me hice una coleta, para evitar tardar en peinarme y bajé con Mario a tomar café, a la cafetería en la que solíamos desayunar los domingos cuando vivíamos juntos. Todo me resultaba tan familiarmente extraño que no sabía cómo comportarme. Desde que Mario se marchó no había vuelto a desayunar allí ningún domingo

Nos sentamos en una mesa redonda situada cerca de la puerta. Todo el local olía a cruasán de mantequilla. Pedimos dos cafés con leche. Mientras la camarera iba a buscar nuestra bebida, le pregunté:

– ¿Qué está pasando, Mario?

–Verás, Ruth, tengo algo muy importante que contarte. Pero antes de hacerlo quiero pedirte que no me juzgues sin escuchar toda mi historia, y que si aún conservas parte del amor que nos teníamos, seas benévola conmigo.

La camarera trajo los cafés con su mejor sonrisa, sin percatarse de la cara de preocupación que yo estaba poniendo. En cuanto se alejó, Mario siguió con lo que pretendía contarme.

–Pues empezaré por el final, porque el principio es lo que menos importa ahora. Hace cosa de un mes vino la policía judicial a mi oficina a detenerme por blanqueo de dinero. Como venían de paisano y no con uniforme les pedí discreción y fueron muy comprensivos. Llamé a la central y les dije que estaba enfermo, y dejé al subdirector encargado de la sucursal. Fui a declarar y me consideraron culpable, pero la juez me ha dejado seguir en libertad bajo fianza hasta el juicio definitivo, no se…

– ¿Qué? ¿Qué te han detenido? Pero es un error, ¿no?

–En esta ocasión tienen motivos para juzgarme.

– ¿Cómo que en esta ocasión? ¿De qué me estás hablando Mario? –dije elevando el tono de voz. No entendía nada.

–Cálmate Ruth, por favor. Deja que te explique.

Su voz se entrecortaba a veces, me pareció que estaba a punto de llorar, pero no le veía los ojos con la cabeza bajada. Traté de calmarme, y escuchar lo que me tenía que contar, el corazón me latía a mil por hora. Ahora sí que iba a tener un infarto. Mario continuó.

–Esta es la segunda vez que se me imputa de un delito, la primera fue hace algo más de un año, pero no encontraron pruebas y quedó solo en una acusación por parte de los herederos  de un anciano. Pero esta vez… sí tenían pruebas, por eso estoy acusado. Me han embargado las cuentas y confiscado todos los bienes, incluso la mitad de la casa. Y…

– ¿Que han embargado mi casa? Y eso con qué derecho, si yo vivo ahí y ¡la mitad es mía!

Mi tono de voz volvía a subir. Estaba empezando a perder los papeles, traté de calmarme antes de volver a hablar. Me tomé el café y respiré hondo. No entendía nada de lo que Mario trataba de contarme. ¿Qué había robado? ¿Qué le iban a juzgar? ¿Qué habían embargado mi casa? Por un momento me imaginé viviendo en casa de mi hermano, con los niños destrozando todos mis maquillajes y mi ropa llena de trozos de caramelos. 

–Por favor, Mario… cuéntame todo desde el principio.

Mario empezó a hablar, sin parar de sujetarse una mano con la otra y sin levantar apenas la cabeza.

–Después de casarnos, con todos los gastos de la casa, la boda, los coches, los muebles… estaba un poco ahogado y no quería que pensaras que no podía mantenerte cuando tuviéramos hijos. En el banco me surgió una oportunidad de quedarme un poco de dinero, en una especie de vacío legal… y la aproveché. Pensaba que no hacía daño a nadie. Verás, a casi todos los ancianos del barrio les convencíamos de que depositaran algo de dinero a plazo fijo y los plazos se iban renovando automáticamente. Si el anciano fallecía, sus herederos venían a recuperar el dinero. Y yo se lo devolvía con los intereses generados hasta la última renovación. Los intereses posteriores, que no estaban aún reflejados en los extractos que les enviábamos por correo, no se los daba. Y en lugar de cerrar la inversión de los ancianos en ese momento la dejaba abierta y cobraba los intereses a final del periodo. Después la cerraba y no quedaba rastro de nada…

Mi cara estaba entre el asombro y la indignación. Se me venían a la cabeza tantas preguntas, que no acabaría en una mañana. Pero me había prometido escuchar todo antes de hablar. La camarera se acercó a ver si queríamos otro café o algo de comer. Le dije que no. Yo tenía ganas de vomitar de los nervios y Mario se había callado.

–Sigue, por favor.

–Nunca consideré que robara, ya que los ancianos ya no estaban, y sus herederos no se enteraban. Y ese dinero extra nos permitía un mejor ritmo de vida. Hace como un año llegó la policía judicial para que fuera a testificar, porque habían denunciado a la sucursal ya que uno de los herederos era banquero y exigía sus comisiones. Se le dieron, alegando un error informático, pero empezaron a surgir otras denuncias movidas por este hombre. En ese momento, tomé una decisión, no quería que te implicaran a ti, así que me fui de casa. Me avergonzaba enormemente de lo que había hecho y no quería tener que contártelo, por eso los últimos meses estaba tan distante y tan raro contigo.

Si el hecho de que Mario robara me había sorprendido, lo referente a nuestra relación me dejaba helada. En este momento ya no me surgían preguntas, solo me apetecía guardar silencio y llorar. Apreté los puños para evitar que las lágrimas salieran. Mario aún tenía cosas que contar.

–Ruth, este año ha sido el peor de mi vida. He tratado de enmendar los errores y devolver el dinero que cogí, y sobre todo… intenté mantenerte fuera de este lío alejándote de mi vida. Y ¿para qué? Solo he conseguido estar arruinado, a un paso de la cárcel y haberte perdido. Hace unos días, vine a contarte todo esto, porque te van a llamar a testificar y quería que supieras todo por mí…y te vi llegar con un hombre al garaje. No te culpo por tener otra pareja, aunque te agradezco que no viva en casa. Pero verte con otro fue un golpe muy duro.

Esta última parte me volvía a dejar muda. ¿Cómo iba a explicarle a Mario, quién era Raúl y a qué había venido a casa? En ese instante me hubiera gustado estar escuchando el silencio. O que la serpiente de agua borrara todos los rastros. Me picaba la garganta de sujetar las lágrimas, y no podía apenas articular palabra.

–Mario… necesito un poco de tiempo para pensar en todo esto –logré decir

–Lo entiendo. Solo te pido que me perdones si te estoy causando o te he causado dolor. Has sido y eres la persona más importante en mi vida. Aunque te suene raro después de un año… te quiero. Y necesitaba verte y contarte todo antes de que te lo cuente la juez. Gracias por escucharme. Mi abogado te llamará el lunes por si necesitas asesorarte antes de testificar –dijo atropelladamente.

Se levantó con la cabeza gacha y las lágrimas rodando por las mejillas, se puso las gafas de sol y salió del local. No me atreví a detenerle. Dejé cinco euros encima de la mesa y salí a la calle. Necesitaba aire para tragar la presión que me oprimía el pecho y la garganta. Me fui al parque que había enfrente de mi casa. Y me senté en un banco, tratando de buscar una explicación al comportamiento de Mario y analizando todo lo que se me venía encima. Me llamaría un juez para testificar sobre algo de lo que no tenía idea. ¿Debía de contarle que Mario me había avisado de su llamada? ¿Y si me encontraba culpable de algo? A lo mejor tenía que buscarme un abogado. Le diría a Carla que avisara a Manuel, el abogado de la empresa, a lo mejor él me podía ayudar o recomendarme a alguien. También hablaría con Mario, intentaría comer con él el lunes, para que me contara exactamente a qué me enfrentaba. Cuando el frío empezó a hacerme tiritar, subí a casa, aún desconcertada. En el ascensor dejé que mi llanto me acompañara. Al entrar, busqué en el mueble de la entrada un ibuprofeno, para mitigar el dolor que me martilleaba la cabeza y vi el juego de llaves de Mario allí encima. Se las había olvidado. No tenía la cabeza para preocuparme ahora por ese detalle. Me tomé el ibuprofeno y me tumbé en la cama a llorar como una niña. Tenía tantas preguntas… a pesar del dolor era incapaz de detener el llanto. Palabras como imputado, juicio o cárcel pasaban por mi mente. Me daba tanta pena Mario, le quería tanto, a pesar de haber hecho las cosas mal ¿Cuánto habría de cierto en su decisión de dejarme para que no me viera salpicada? Los últimos meses de convivencia habían sido un horror, él estaba distante, preocupado. Apenas me tocaba. En aquel momento pensé que la dificultad de tener hijos le había frustrado. Aunque ahora veía que no era así. Lloré sin medida toda la agonía que sentía. El dolor de cabeza aumentaba con cada lágrima. Cerré los ojos y me apreté las sienes para que parara. O tendría una migraña.

Oí que llamaban a la puerta con los nudillos. Mario vendría a por sus llaves. No quería que me viera así. Me limpié la cara con las manos. Fui hasta la entrada. Por la mirilla se veía su silueta pero la luz del descansillo estaba apagada y no le veía la cara. Abrí un poco la puerta y le tendí las llaves, casi sin asomarme para que no viera que había llorado.

–Tus llaves, hablamos otro día, que ahora…

La voz de Raúl sonó en el rellano.

–Hola… vengo en mal momento ¿verdad? …Debería haberte llamado primero, lo siento. Pasaba por aquí cerca y pensé… Perdón, no te molesto. Me voy.

Abrí  la puerta del todo. Raúl giró hacia el ascensor ante mi asombro. ¿Qué hacía Raúl en mi puerta? ¿Y si volvía Mario a por sus llaves? ¿Cómo explicaría esto? O peor, si Mario estaba abajo y veía bajar a Raúl. Lo mejor sería que no bajara aún. ¡No podía permitir que se encontrara con Mario! La cabeza me iba a estallar.

–Raúl no te vayas, pasa. Perdona, estaba dormida y pensé que eras otra persona.

Se giró hacia la puerta y entró. Dejé las llaves de Mario sobre el mismo mueble que habían aparecido por la mañana. Miré la hora. ¡Eran casi las dos! Mi madre me iba a matar.

– ¿Estabas llorando, Ruth?

–No… Bueno, tal vez un poco… Siéntate y dame un momento, por favor, que tengo que hacer una llamada.

Llamé a mi madre, ante la atenta mirada de Raúl, le conté que había tenido un problema en la oficina con una campaña y que me había quedado trabajando y se me había pasado la hora sin darme cuenta. Ella insistió en que fuera a verlos aunque llegara tarde a la comida. Le pedí mil perdones y le dije que no podía, que tenía que acabar el trabajo en casa y aún me quedaba mucho. Le expliqué, que si no cubríamos la cuota presupuestada, en Navidad estaría en la calle. Y después de casi diez años de trabajo sería muy triste acabar así. Lo entendió. Le sugerí comer al día siguiente en el italiano del barrio, sitio que a mis padres les encantaba, ya que los dueños eran amigos de la familia de toda la vida. Aceptó. Con un día tendría suficiente para superar la conmoción.

–Un beso mamá, te veo mañana –colgué.

Mientras dejaba el teléfono, al pasar por el espejo de la entrada, vi mi cara llena de chorretones negros y mi pelo revuelto. Tenía un aspecto realmente horrible. Raúl estaba de pie esperándome. Antes de que pudiera hablar, se me acercó, me tocó las mejillas suavemente y me abrazó.

– ¿Que ha pasado, Ruth? ¿Estás bien?

Iba a contestar que estaba perfectamente, no quería que se preocupara, ni contarle la visita de Mario de esa mañana, pero un nudo se puso en mi garganta y las lágrimas volvieron a salir sin haberles dado permiso. Raúl me abrazó y se quedó muy quieto sujetándome con su cuerpo, mientras yo trataba de contener el llanto sin conseguirlo.

–Tranquila –susurró.

Minutos más tarde, algo más calmada. Raúl se separó un poco de mí, aunque seguía rozando mi espalda  con sus manos.

–Perdona por esta escena, me ha ocurrido algo esta mañana y estoy un poco afectada –conseguí articular.

– ¿Quieres contármelo? –dijo mirándome a los ojos.

–Prefiero no hablar del tema.

No quería parecer desagradable pero me violentaba hablar de Mario en ese momento. Y más a Raúl.

–De acuerdo –dijo. Y no preguntó más.

Me intrigaba qué hacía Raúl en mi casa un sábado sin que yo le llamara.

– ¿Por qué has venido?

–Quería hablar contigo, de lo del otro día. Quería explicarte algunas cosas y no me parecía adecuado por teléfono. Y si te avisaba a lo mejor no querías quedar conmigo.

– ¿Por qué crees que no hubiera quedado contigo?

–Por lo que soy, Ruth. Me gustaría explicarte tantas cosas… Llevo bastante tiempo trabajando en esto y es un mundo que me agrada, porque hago feliz a las mujeres que no lo son, las acompaño a fiestas, ceno con ellas y no con todas hay sexo… Pero habitualmente son mujeres aburridas, tristes, sin vida aparte de soñar con un mundo distinto. Y a las que les gusta llevar un hombre guapo al lado. El día que tú me llamaste, yo venía a eso, a estar con una mujer más. Y me abriste la puerta asustada, insegura, nerviosa. No eres la típica mujer que suele llamar a un hombre porque necesite sexo, o compañía…Traté de comportarme como se esperaba de mí, pero… me descolocaste, Ruth.

No salía de mi asombro con todo lo que estaba oyendo. Seguramente debería escandalizarme, al pensar que Raúl acompañaba a señoras a fiestas y les daba placer. En cambio, veía un niño asustado. Alguien que creía tener el control de la situación en todo momento y conmigo lo había perdido. Yo me sentía así también desde que Mario me había abandonado. Aunque lo peor habían sido estas últimas semanas tratando de conservar un trabajo que era lo poco que me hacía estar sujeta a la realidad. Raúl me tomó de las manos y continuó.

–Intenté hacerte disfrutar, pero cada vez que te abrazabas a mí, no podía controlarme. Las mujeres buscan su placer conmigo, no el mío. Por eso yo no suelo… eyacular con ellas. Tú me abrazas y me tocas. Y recorres mi tatuaje una y otra vez; cuando hay mujeres que al verlo no quieren estar conmigo, solo por ir tatuado. El otro día en el coche me pediste que me corriera contigo… Hacía mucho que no disfrutaba del sexo, que no lo veía como un placer y ahora, estoy desorientado. Tenía que decírtelo.

No tenía neuronas operativas suficientes en ese momento para analizar todo lo que estaba oyendo y contestar adecuadamente, así que, simplemente le besé. Sus labios me parecieron cálidos y reconfortantes después de tantas lágrimas. Nuestras lenguas se entrelazaban, mi corazón empezó a bombear con fuerza. Y mi cabeza me recordó que estaba a punto de estallar. Por un momento sentí una sensación de mareo.

–Raúl, necesito tumbarme un rato, que estoy mareada.  Me voy a tomar un medicamento para las migrañas, creo que la cabeza me va a reventar.

–Entonces será mejor que me vaya.

–No, por favor, quédate un rato conmigo, hasta que se me pase.

No podía dejar que bajara tan pronto. Cogí la medicación y me tumbé en la cama. Raúl se tumbó a mi lado acariciando mi pelo. Cerré los ojos, mientras la habitación parecía inclinarse ligeramente.

Desperté soñando con Mario y la historia que me había contado por la mañana. Debí  dar un salto porque asusté a Raúl, al que estaba abrazada.

–Tranquila, Ruth. Nos hemos quedado dormidos. Ha sido un sueño.

Pero no me pareció un sueño, sino un mal presentimiento. Me solté de Raúl unos instantes analizando todo lo que me rondaba la cabeza. Empezó a sonar el teléfono de casa insistentemente. Me levanté de la cama a contestar.

– ¿Sí?… Sí, soy yo… Sí,  Ruth García de Tejada… ¿Dónde está?… ¿A qué hospital dice que le han llevado?… Sí claro, iré para allá ahora mismo… Por supuesto. Gracias. En cuanto llegue le busco.

Colgué el teléfono y me quedé quieta sin poder reaccionar. Raúl se acercó a mí.

– ¿Te puedo ayudar en algo? –preguntó

–No. Debo irme ahora mismo. La policía me espera.

– ¿La policía? No entiendo ¿puedo preguntarte quién está en el hospital?

–Mi marido, que ha intentado suicidarse.

La cara de Raúl cambió al oír mis palabras. No pude dar más explicaciones porque las lágrimas corrían por mi cara. Raúl no preguntó. Cogimos las cazadoras del perchero y salió conmigo hacia el ascensor. Al llegar a la planta baja me dio un beso en la mejilla y salió por el portal para coger su moto. Bajé al garaje a por el coche, pero al arrancarlo decidí que no estaba en condiciones de conducir, subí a la calle y paré el primer taxi que pasaba.

                                                 Capítulo 5. La canción de que el tiempo se atrasara.

–Al hospital Ramón y Cajal, por favor –le indiqué al taxista, que al mirar por el retrovisor, me vio llorando y se dedicó únicamente a conducir sin entablar conversación alguna.

 Me limpié con un kleenex las lágrimas; estaba empezando a comprender la visita de Mario de esa mañana. Era una despedida. Por eso dejó sus llaves en la entrada. Por eso se había atrevido a contarme todo. ¿Por qué no había venido antes? Yo le hubiera perdonado. No recordaba la cantidad de noches que había soñado con que volviera a casa y nuestra vida fuera perfecta como antes. De repente, la música de la radio llamó mi atención, no la había oído hasta ese momento.

«Estoy tan enamorado que aún no puedo creerlo, que estés a mi lado diciéndome te quiero, besando mi boca, acariciando mi pelo, no me lo creo….»

Pensé en Mario, al que habría querido hasta el fin de mis días… si él no hubiera desaparecido de mi vida. Con su huida, rompió todos los proyectos juntos; la familia, los viajes, el envejecer uno al lado del otro… Desde que se fue, algo no encajaba en mi rutina y todo iba de mal en peor. Tal vez si me hubiera dado una explicación al dejarme. Esa mañana no había sido capaz de pedírsela.

Y pensé en Raúl. En cada uno de sus besos y cada una de sus caricias. En cómo me acariciaba el pelo hoy mientras yo trataba de calmar el dolor. En su cara mientras me contaba medio avergonzado que él no eyaculaba con las mujeres y que conmigo todo era diferente. Era mi pequeña píldora de la felicidad, entre unos días caóticos y desordenados. Pero su mundo y el mío no encajarían.

– ¿Quién canta esto? –le pregunté al taxista mientras bordeábamos el inmenso hospital, tratando de no pensar más en el tema, para evitar las lágrimas. Quería llegar tranquila.

–Manzanita, señora. Si no le gusta cambio de emisora.

–No se preocupe, está bien.

– ¿Va usted al edificio de consultas o a urgencias?

–A urgencias.

–Pues entonces la dejo aquí. Esa de ahí es la puerta.

Pagué al taxista mientras la cabeza en bronce de Ramón y Cajal me observaba, y un enorme hospital de más de diez plantas me hacía sentirme pequeña. Entré por la puerta de urgencias y vi un policía con actitud de esperar a alguien. Me acerqué a él.

–Hola, soy Ruth García de Tejada, me habéis llamado porque… mi marido… ha intentado suicidarse –las últimas palabras se habían enredado en mi garganta como no queriendo ser pronunciadas.

–Si señora; la llamé yo. Venga conmigo por favor. ¿Me puede dejar su DNI para que compruebe su identidad?

–Por supuesto.

Le tendí el documento, comprobó mi nombre y número de DNI con unas notas manuscritas que llevaba en la mano, giró la cabeza hacia su derecha y habló por la emisora que tenía a la altura del hombro; explicando que estaba con la esposa del detenido y que nos dirigíamos al interior del hospital. Le hizo una seña al vigilante de seguridad, que nos permitió el paso a través de la zona de urgencias. Fui con él, completamente en silencio por unos pasillos llenos de personal; enfermeras y auxiliares deambulaban de un lado a otro. Llegamos a la UCI, atravesamos las puertas y nos acercamos hasta la cama situada al fondo de la habitación. La sala era de un triste color verde, con una blanquecina luz irradiando frialdad. Un escalofrío me recorrió al entrar.

–Señora, antes de que pase a verle tengo que explicarle que está sedado. Le han hecho un lavado de estómago y una reanimación cardiopulmonar. Ahora dicen que está estable. Puede verle unos minutos, después deberá acompañarme y contestar a unas preguntas. ¿Lo entiende?

Asentí. Allí estaba Mario, inconsciente, intubado, lleno de cables y sueros. Estaba pálido. No parecía el hombre apuesto con el que me casé completamente enamorada, segura de que permaneceríamos juntos hasta que la muerte nos separara… ahora Mario había estado a punto de morir… Mientras yo estaba con Raúl. Sentí un enorme remordimiento por no haberme quedado con Mario esa mañana y así evitar que hubiera intentado suicidarse.

Apareció el médico que había atendido a Mario al llegar al hospital. Demasiado joven para mi gusto; unos veintiséis o veintisiete años. Iba con el pelo rapado para disimular una incipiente calvicie y llevaba unas gafas de pasta que le daban un toque de  rata de biblioteca. Era bajito, sobre todo en comparación con el policía que debía medir casi metro ochenta. Tenía aspecto de cansado. Desde el primer minuto noté una especie de desprecio hacia mí en su forma de hablar.

– ¿Es la esposa? –le preguntó al policía que permanecía a mi lado.

El policía hizo un gesto afirmativo, entonces el médico se dirigió a mí.

–Su marido ha sufrido una intoxicación por medicamentos, según creemos barbitúricos y antidepresivos, que estaba tomando por recomendación médica, según ha dicho la chica que le encontró. Este tipo de intoxicación en la mayoría de los casos son con fines suicidas. La ingesta de este tipo de fármacos suelen comprometer tanto el sistema nervioso central como el cardiovascular, por esto, al encontrarle estaba inconsciente y mientras llegaban los equipos de emergencias sufrió una parada cardiorrespiratoria. Se le reanimó en el propio domicilio. Al llegar al hospital le realizamos un lavado de estómago. Hemos encontrado algún problema con el ritmo cardíaco. Le hemos administrado medicación para la hipotensión y está vigilado; porque estas primeras veinticuatro horas son críticas. Debemos mantenerle sedado por ahora,  e ir viendo poco a poco el daño que este episodio ha causado en él –me soltó de carrerilla, como si estuviera recitando el capítulo de los suicidios de un libro de medicina, sin apenas levantar los ojos del informe que llevaba en las manos. Sólo me miró para decir – ¿Sabe usted qué medicación estaba tomando?

–No –contesté con un hilo de voz.

–Según los agentes, vivía solo desde hacía algún tiempo y estaba pendiente de un proceso judicial.

No me habían formulado ninguna pregunta pero me vi obligada a contestar.

–Mario y yo vivíamos separados desde septiembre del año pasado, apenas he sabido nada de él en este año y pico. No tenía ni idea de que estaba con antidepresivos ni medicaciones, ni tan siquiera conocía lo del proceso judicial hasta esta misma mañana, cuando se presentó en mi casa y me contó que tenía un juicio pendiente y que me llamarían a testificar. Después se marchó y lo siguiente que supe fue, por la llamada del agente, que había intentado suicidarse –dije señalando al policía que seguía a mi lado.

El médico pareció ignorar mi explicación; él ya me había juzgado y por su actitud hacia mí, debía haber salido culpable.

– ¿Entonces no sabe qué medicación tomaba ni en qué dosis? –dijo como respuesta a mi explicación.

–No –contesté rotunda.

– ¿Ni desde cuándo estaba en tratamiento para la depresión?

–Tampoco.

– ¿Es usted su única familiar cercana?

–Tiene una hermana más joven que él; vive en Teruel. Sus padres fallecieron hace algunos años. Y la chica que lo encontró no sé quién es.

Esta última frase se me atragantó al decirla. No me había imaginado que Mario estuviera con otra, hasta que el médico mencionó que le encontró una chica. El doctor no estaba dispuesto a perder más tiempo con nosotros.

–Muy bien, si nos da el número, el hospital avisará a su hermana. Ahora deben salir, para no perturbar al paciente. Se les informará cada día a las doce de la evolución a usted y a la policía que le tienen bajo vigilancia hasta que el juez diga si debe entrar en alguna institución.

–Yo avisaré a su hermana, no se preocupe, tenemos buena relación –le dije al médico.

Todo esto sonaba tan feo que me volvía a doler la cabeza. Me acerqué a la cama de Mario y le toqué el brazo. Me alegró notar que estaba caliente, ya que al entrar, la palidez del cuerpo me había hecho pensar que estaba muerto. Aunque sabía que no podía oírme, no pude evitar acercarme a su oído y decirle que fuera fuerte, que saldríamos de esta.

Salí de la sala detrás del policía, me llevó fuera del hospital. Nos alejamos un poco de las puertas de urgencias y me dijo que me sentara en un banco con él. A diferencia del médico, me trataba con respeto. Siempre había pensado que sería al contrario. Sacó sus papeles manuscritos y un bolígrafo y me empezó a preguntar.

– ¿Desde septiembre del año pasado apenas sabía de su marido?

–Sí. Solo he sabido de él un par de veces que le he llamado para informarle de posibles compradores de la casa que pusimos a la venta, pero no me prestó mucha atención, así que, dejé de llamarle. Ni siquiera sé quién es la chica que avisó a la ambulancia. Si vivía con alguien…

–Le encontró la chica que limpiaba en la casa, que había cambiado el día de ir a trabajar. Al parecer avisó por teléfono a su marido, pero él no lo debió ver –dijo mirando sus apuntes.

Su respuesta me dejó más tranquila. En mi pequeña cabecita, el hecho de que le hubiera encontrado una mujer, no había parado de dar vueltas desde que lo dijo el médico.

– ¿Y esta mañana se presentó en su domicilio?

–Sí. Me pidió bajar a tomar un café y me contó que estaba imputado y que me llamaría su abogado porque tenía que testificar. Y poco más. Bueno, otra cosa… Antes de bajar, dejó su juego de llaves en mi casa, en la entrada, por eso imagino que tenía pensado lo de las pastillas.

– ¿Y ese juego de llaves? ¿Es de su casa o de otro sitio?

–Pues no me he fijado. Creo que es de mi casa porque reconozco el llavero, pero no he mirado más. Lo dejé allí mismo.

– ¿Le importaría que unos agentes, si lo consideramos necesario, pasen por su casa a ver las llaves?

–No, no me importa –contesté.

Empezaba a pensar que todo este asunto me venía grande ¿De dónde iban a ser las llaves sino de mi casa? A lo mejor no debería haberlo contado. El policía continuó con el interrogatorio.

–Las siguientes preguntas debo hacerlas ante un caso como este. ¿Ha tenido usted algo que ver en el intento de suicidio de su marido? Facilitándole las medicinas, obligándole a tomarlas o de algún otro modo.

–No.

–Esta mañana entre la una y las dos, ¿dónde estaba usted?

La imagen de Raúl vino a mi cabeza de inmediato. No podía contar la historia de un gigoló que se presenta en mi casa para decirme que le encanta estar conmigo y nos dormimos juntos en la cama. No sonaba demasiado creíble. Además, de Raúl no sabía ni el apellido.

–Me quedé en casa toda la mañana hasta su llamada.

– ¿Alguien puede corroborar eso? El que usted estuviera en casa.

–No.

Ese «no» retumbó en mi cabeza por estar mintiendo, pero traté de que no se notara esperando la siguiente pregunta. Una cosa pasó por mi cabeza.

– ¡Ah! llamé a mi madre  a eso de las dos, porque me habían invitado mis padres a ir a comer a su casa y como me dolía la cabeza no fui.

– ¿La llamó desde el teléfono de casa o desde el móvil?

–Desde casa.

– ¿Sabe usted por qué motivo ha hecho esto su marido?

–No.

– ¿Sabía que es usted la beneficiaria de su seguro de vida?

–Pues si le digo la verdad no había pensado en eso. Mario y yo teníamos un seguro de vida que hicimos con la hipoteca de la casa y él era mi beneficiario y yo la suya. Pero imagino que siendo suicidio eso no tendrá valor.

–Los seguros de vida suelen tener una cláusula que les libera de cubrir el suicidio durante el primer año. Pero su seguro, al llevar más tiempo, sí cubriría este hecho. Además su marido había aumentado las coberturas y la cuantía del seguro hace poco tiempo.

–No tenía ni idea de eso. Creo que Mario estaba planeando suicidarse desde hace mucho tiempo.

La angustia que debía haber sentido Mario todos estos meses hizo que mis lágrimas salieran de nuevo. El policía dejó sus notas a un lado y respetó mi momento de tristeza. Me ayudó a buscar un kleenex en mi bolso y esperó a que estuviera más tranquila.

– ¿Quiere decirme algo más con respecto a este caso, señora García de Tejada?

–No. No sé mucho más que ustedes.

–Muchas gracias. Espero que se recupere pronto su marido y el juez no decrete prisión. Si quiere comentarnos algo más, llámeme –me tendió una tarjeta con un número de teléfono de la policía judicial –me llamo Alejandro Blanco, pregunte por mí y tendrá que dar menos explicaciones.

La sonrisa del agente era sincera. Se había portado bien conmigo. Se alejó y me quedé sentada en el banco pensando. Demasiadas emociones y acontecimientos para un solo sábado. Algo me rondaba la cabeza, debía volver a casa. Cogí un taxi. Tenía que llamar a Arancha, la hermana de Mario, pero esperaría un poco.

Al llegar al portal, me sentí observada. Tal vez era solo una sensación extraña por ese día tan intenso. Subí en el ascensor notando como los latidos de mi corazón empezaban a resonar, abrí la puerta rápidamente, entré y la cerré tras de mí. Miré el juego de llaves del llavero de Mario. ¡No eran las de casa! Ahora, sí que no entendía nada. El sonido del timbre me asustó. Imaginé que sería la policía. Cambié, con cuidado de no hacer ruido mis llaves por las de Mario. Dejé mis llaves en la entrada y las llaves de Mario las guardé en mi bolso. Abrí. Dos policías estaban en mi puerta.

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