MI VIEJO Y EL FUTBOL

MI VIEJO Y EL FUTBOL

julio oviedo

11/03/2020

MI VIEJO Y EL FÚTBOL

–No te olvides que el sábado vamos al estadio.

Las palabras mágicas de papá me hicieron sonreír y pensé que era un regalo más de cumpleaños, recién había cumplido los diez, y aún hoy lo tengo presente.

Artigas, mi papá, era extremadamente delgado, aunque de buen porte, el cabello negro y fino le dibujaba un jopo que, junto con su importante nariz y su fino bigote, había sellado para siempre la marca Oviedo. El humor franco, sin ironías, se reflejaba en una sonrisa cómplice y el insistente canto de las murgas que jamás pudo afinar. Aparte del carnaval, su otra pasión fue el fútbol.

En 1956, Fénix ascendió a la «A» por primera vez en su historia y él fue el goleador, desde ahí que los colores violeta y blanco se le tatuaron en el alma. Yo nací al año siguiente y si bien no viví su época de gloria, los ecos de sus hazañas viven hasta hoy en nuestro barrio Capurro.

—¿Quienes juegan?—, y yo entendí algo como Argentina y Escocia o Irlanda.

El sábado llegó después de un siglo. Pero ya caminaba con papá que no soltaba mi mano.

—¡Llevate un abrigo!—, fue la imperativa recomendación de mamá, molestia que iba alternando ahora entre los hombros o mi mano libre.

Subir por las escaleras de la tribuna Amsterdam provocó un cosquilleo en mi estómago y una aceleración en el pecho parecido a las veces que me sentí enamorado.

No recuerdo mucho el partido, me sentía feliz por el entorno, pero recuerdo sus comentarios: —Fue una batalla, el juez echó a cinco jugadores, el gol fue de muy lejos, un tiro imparable, el golero no pudo hacer nada—, y a medida que iba comentando, yo iba recordando borrosamente.

Los dos habíamos sido testigos de algo histórico que luego sería leyenda, demasiado significativo en mi vida, será por eso que hoy

“llega tu recuerdo en torbellino.”

Cuando leí «¿Vos lo viste jugar a Martino?» de Sebastián Jorgi, empecé a pensar con entrecejo fruncido que la vejez me estaba atrapando en forma silenciosa porque la frase fue igual y con la misma entonación, solo cambiaba el apellido del jugador.

— ¿Vos lo viste jugar a Carrasco?— fue la expresión que declaraba mi entrada a la senectud.

— Tiíto, yo soy de la etapa de Ubeda, Bedoya, Milito «la Chanchi» Estévez; Carrasco ya era abuelo en esa época— sentenció Martín, dejándome en el umbral inexorable de la decrepitud.

— ¡Y no te cuento lo que fue Rubén Paz! ¡Un exquisito!— lancé como una defensa.

— Uncle, lo único que falta que me digas, es que viste el gol de “el Chango” Cárdenas.

Y ahí fue que sentí un rayo de recuerdos y comprendí todo: la tribuna Amsterdam, papá que no me soltaba la mano, estar enamorado, La batalla de Montevideo, las cinco expulsiones y ese gol que vi desde tan lejos, en la distancia y en el tiempo; y sí

“vuelve en el otoño a atardecer”

— Uno de nosotros va a tener que ir a Montevideo a cuidar a los viejos— dijo Néstor mientras tomábamos un café que a mí empezaba a caerme agrio.

— Yo no tengo problemas, pero ¿qué tan grave es?— dije.

— Mamá fabula, habla de cosas que nunca sucedieron y papá ya se perdió un par de veces, los vecinos lo llevaron hasta casa— comentó Néstor.

Con Néstor nos parecemos bastante físicamente, años atrás nuestro parecido fue mayor, ahora él peina solo canas, y yo fui sumando kilos sin conocer la resta. Llevaba un tiempo pagando una casa que le entregarían en tres años. Tenía un taxi que le garantizaba, al menos, un trabajo estable y era a la vez un capital. Mis pertenencias solo eran afectos.

Tomar conciencia de mi regreso a Montevideo, después de cuarenta años de vivir en Buenos Aires, no me fue fácil.

Tardé en prepararme y el día de la partida definitiva llegó casi de inmediato. Pasó entonces lo que no quería, un desfile de imágenes que atrapaban mi alma: mis hijas Dinorah y Romina con su hijo Gio, la hermandad de mis amigos Pedro y Alfredo, la actividad con mis compañeros de Manos que ayudan, los que salieron de su situación de calle, los momentos de meditación, cocinar, trabajar de mozo. Estoy inmóvil frente a la ventana, mirando el barco que me llevará a mi terruño.

“miro la garúa y mientras miro”

— Buenas tardes, ¿el señor Artigas Oviedo, vive aquí?

— Sí, ¿quiénes son ustedes?

— Somos del Centro Atlético Fénix ¿tú sos el hijo?

— Maldita expresión uruguaya, ni «tú eres», ni «vos sos», pensaba.

— Sí, soy el hijo, pero si lo necesitan para jugar, van a tener que esperar un poco a que se entrene—, bromeé.

— Ja, ja, ja, ¡qué bueno sería! Lo buscamos por la guía telefónica y llamamos, pero no pudimos comunicarnos, los vecinos nos confirmaron que vivía acá, así que vinimos a traerle el libro de los cien años de Fénix, también una placa recordatoria y una medalla.

Me esforcé por contener las lágrimas, aunque no era para mí, me emocionaba este pequeño homenaje al gigante de mi papá. La entrevista podría haberse extendido por más de la media hora que estuvieron. Anécdotas, recuerdos, jugadas, partidos. Papá recordaba todo, y se expresó en su media lengua lleno de incoherencias, pero recordaba todo. A sus ochenta y cuatro años, era el único sobreviviente de su generación y le habían escondido todas las palabras.

Fue hasta la cocina y pensé que era la hora del café de la tarde, por eso lo acompañé, solo para supervisar que hiciera todo bien, y que quedara todo en orden, la cocina apagada y el gas cerrado.

—¡Te quiero papá!— dije mientras lo abrazaba sin soltarlo.

Nos sentamos, sonriéndonos cómplices, en un silencio que decía todo y un gracias interminable, como cuando me llevó a la final de Racing Celtic,

“ gira la cuchara de café”

“El último café” – Tango

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