Toda voz necesita un cuerpo donde anclarse menos la de mi tío Toto; para mí él solo era un “dame con tu viejo” del otro lado de la línea telefónica. Así nomás: sin rostro ni gestos y, sobre todo, sin piernas. Pero eso fue después; antes, ni siquiera voz tenía.
Desde que tengo memoria, mi tío Toto era una figura oscura –no negra, que en mi familia negros somos todos-, un fantasma del cual nadie hablaba. Si por alguna razón equivocada mi hermano Alberto lo mencionaba, mi padre golpeaba su puño contra la mesa haciendo temblar los muebles del pequeño departamento donde vivíamos, para luego lanzarle una mirada feroz a mi madre subrayada por un ”de los muertos vivos no se habla. Fin de la historia”.
Mi hermana Dora, la mayor de los tres, recordaba a nuestro tío trabajando con mi viejo en la imprenta de la familia. Me contaba que papá y Toto discutían mucho y por cualquier motivo: por política, por trabajo, por dinero; y que, cuando nació Alberto, se armó una trifulca de aquellas, con cuchilladas y todo y el tío se fue para siempre.
-Dorita, ¿no tenés una foto de Toto?- solía preguntarle hasta el agotamiento.
-No, Pocho ,y mejor que no lo conozcas, a papá no le gusta ni siquiera que lo mencionemos.
-¿Por qué, porque es peronista? –insistía.
-¡Fin de la historia!- me decía y me mandaba a bañar o a hacer la tarea de la escuela.
Parece que esa frasecita conformaba a todos en mi casa menos a mi curiosidad de pibe que me hacía revolver cajones buscando una foto suya o cualquier otro indicio de que, el hermano de mi padre, tenía un cuerpo vivo en algún lugar de Buenos Aires.
«Seguro tiene cara de peronista y por eso no me dejan verlo», pensaba convencido por las palabras de mi viejo que no podía ni ver a ese tal Perón.
-Usted, Pocho, es negro pero es un negro orgulloso, decente y trabajador; un “negro usted”, nada de “negro che”, nada de peronista. Perón dividió a la familia. ¿Me oyó?
Indudablemente Toto era peronista. Fin de la historia.
A medida que fui creciendo pude poco a poco reconstruir la historia de Toto. Se llamaba Alberto, como mi abuelo, era el mayor de los hermanos y, como primogénito, llevaba el nombre de su padre; le gustaba el tango, las minas y el escolazo más que el laburo, pero mientras abuelo vivió, trabajó en la imprenta con el resto de la familia. El pequeño taller fue creciendo y ya para los años `30 era una imprenta de renombre, gracias a que le hacían todos los trabajos de impresión al Congreso de la Nación.
Cuando el Congreso creó su propia imprenta la familia quedó en la ruina y mi abuelo se suicidó. Mi papá decía que porque no aguantó la deshonra de no poder pagar sus deudas y mi madre callaba, como era su costumbre. Hasta que un día su voz se despegó de su cuerpo y murió. Esa fue la primera vez que supe que toda voz necesita de un cuerpo, aunque fuera para callarse del todo.
Recuerdo a mi padre junto al cuerpo de mi madre llorando y repitiendo
-Carmen, dale , no seas mala, hablame.
«Cuarenta años a tu sombra y ahora querés que te hable » pensé pero no me animé a contrariarlo.
La mañana siguiente al entierro de mi vieja el teléfono de la imprenta sonó.
-Talleres Gráficos Vega, buenos días- respondí en automático. Una carcajada desconocida me respondió.
-¿Talleres Gráficos? ¡Imprenta de mierda deberías decir! Dame con Oscar.
-Yo soy Oscar- respondí.
-No, vos sos Pocho, dame con tu viejo.
De ahí en más los llamados de Toto aparecieron esporadicamente, siempre con el mismo santo y seña.
-Talleres Gráficos Vega, bue…
-¡Dame con tu viejo!
Y yo apoyaba el auricular sobre el escritorio y me iba hasta la tipográfica y, tocándole el hombro a mi padre, decía.
-Teléfono para vos, es Toto.
Supe por mi hermana que papá había comenzado a visitarlo en su casa, que andaba en las malas y enfermo, y que mi hermano Alberto –cuando estaba de franco- le llevaba comida y unos pesos.
-¿Por qué no me llevás a ver a Toto?- lo increpé a Alberto un día que no tenía guardia en el regimiento.- ¿O ahora porque ustedes los milicos están en el poder haciendo cagada tras cagada, pueden hacer cualquier, cosa incluso visitar a «los muertos vivos»?
Sabía que mi voz y mi cuerpo estaban diciendo mucho más y Alberto también lo sabía, pero como buen militar solo sabía acatar órdenes de sus superiores y dárselas a sus subalternos.
-Mirá, Pocho, el tío quería conocerme, todos dicen que me parezco mucho a él y el viejo me lo pidió. Sabés que después de que murió el abuelo, papá se hizo cargo de las deudas y…
-…se deshizo de sus hermanos-. Mi voz salió de mi cuerpo sin filtro.- Al menos una puta foto, ¿no? Me encantaría saber cómo es esa voz con la que hablo.
-Mirame a mí, con treinta años más y postrado en una cama, sin piernas. ¿Eso es lo que querés ver?
-Al menos es un cuerpo con una voz, no como los de Juanjo o Miguel, que no los encontramos más. Sus cuerpos están de-sapa-re-ci-dos, Alberto. ¿O vos sabés…?
-Fin de la historia- murmuró.
A partir de entonces, ya nada fue igual. Toto murió y ni siquiera pude verlo en su velorio porque fue a cajón cerrado .En el cementerio, papá murmuró algo como «te perdono», aunque no puedo asegurarlo.
Ayer enterré a Oscar, mi padre. Con mi hermano Alberto, desde aquella discusión, no nos hemos vuelto a hablar. Dora y yo fuimos a casa de mis viejos a empezar a desarmarla. Escondida en un ropero encontré una caja con fotos de Toto y unas cartas dirigidas a mi madre: la caligrafía no es la de papá. No me atreví a leerlas. No pude. Fin de la historia.
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