Mis recuerdos son olores. El director de mi instituto era loción Varón Dandy para después del afeitado o al revés: era la loción la que olía a director, cuando este me llamó a su despacho para pedirme explicaciones: «¿A qué vienen estas malas notas?». Lo repitió varias veces, irritado, desde detrás de su mesa de madera con olor a barniz, blandiendo el papel que olía como huelen los papeles.

Mi silencio eran secretos atropellados y boca reseca.

La calle olía a carne cruda y pan recién hecho, excepto en la puerta de la taberna que solía frecuentar mi padre, que lanzaba al exterior una invisible nube apestosa a vino y tabaco, tras impregnar las risotadas de los clientes con dientes amarillos que pisoteaban el serrín húmedo del suelo, repleto de colillas.

El patio de la casa de vecinos, como un corredor de la muerte, era una mezcla de olores a moho y humedad, sumado al hedor a alcantarilla que escapaba por el hueco de la tapa de hierro, que nadie consiguió nunca encajar.

Mi hermana pequeña olía a leche materna y a jabón verde. Era un olor a ternura, agradable e inocente. Mi madre era con nosotros leche y jabón verde, y con él, lágrimas y sudor, todo con un indisimulado olor a linimento de alcanfor.

Mi padre, que regresaba entrada la noche como un delincuente intentando que nadie advirtiera su presencia, era delatado siempre por su despreciable olor a taberna. A veces, el silencio era roto por las súplicas y el quejido sordo de mi madre, con el crujir de muelles y el olor a sudores entremezclados, como violenta venganza por apartar del cuerpo de mi hermana, las manos lascivas de mi padre .

La última noche, después de los ruidos, mi padre salió al patio y lo seguí con un viejo martillo en la mano. Minutos después, mi madre me sorprendió mientras golpeaba con el martillo la tapa de la alcantarilla hasta dejarla encajada. «Vamos adentro, mamá. Ya está. Olía fatal», le dije al tiempo que colocaba mi brazo por encima de sus hombros. Ella obedeció sin rechistar. No volvimos a ver a taberna y el olor a serrín, vino y tabaco desapareció para siempre de nuestras vidas.

Algún tiempo después, Varón Dandy me llamó a su despacho: «Esto ya es otra cosa. Se ve que la reprimenda surtió efecto», dijo esta vez satisfecho, desde el otro lado de su mesa de madera noble barnizada, blandiendo el papel que olía como suelen oler todos los papeles.

Leche materna y jabón verde cumplió los quince y sonríe.

Mi madre se quedó para siempre en leche y jabón verde. Cuando dejó atrás las lágrimas, el sudor y el linimento de alcanfor, y mientras cuidaba las flores del enorme macetero que alguien colocó sobre la tapa de la alcantarilla, consiguió recordar que también ella era capaz de sonreír.

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