Un día en la vida de mis abuelos maternos.

Un día en la vida de mis abuelos maternos.

Benjamin Millán

29/03/2020

Tu abuelo Cayetano (Cartujo) siempre se hizo acompañar por uno o varios perros, todos del mismo patrón, perros criollos, resistentes, inteligentes como para ser adiestrados en las labores de ganadería. 

Para el momento que nos ocupa, Cayetano andaba con Celaje y Corbata, perro y perra, quienes habían dejado de amamantar y cuidar sus primeros cinco cachorros.

Aquella madrugada Cayetano se tiró de la cama todavía a oscuras; unos minutos después hice lo mismo y me fui a la cocina a colar café. Ya él sacaba del establo uno de sus caballos. Sabía que cabalgaría hasta la finca de Arcadio Remedios, al sur del pueblo, para montear y traer al matadero un torete recién comprado.

Ya con el alazán preparado le alcancé la jícara con el café. Tomó unos sorbos y devolvió la jícara, yo me aparté, Ya había caído en horcajadas sobre la montura, terciando y aflojando las riendas, sin erguirse aún, esquivando las ramas del almendro para salir al camino, sin decir palabra, acompañado de sus perros.

–¡Cuídese Cayetano! — Le grite.

Horas después, al filo de las doce del día, sentí que tu abuelo entraba al patio y me asomé. Cambió de montura en un santiamén y salió a trote forzado, esta vez sin los perros, sin decir palabra, dejándome preocupada. Tuve que esperar a la mañana siguiente para escuchar de su boca lo sucedido el día anterior.

“Cuando salí en la mañana al camino, mantuve a trote el caballo hasta llegar al lugar adentrándome en lo profundo de la propiedad hasta el lugar donde suponía encontrar al torete.

Antes de iniciar la búsqueda aseguré el cabo de la cuerda del lazo a la cabeza del fuste de la montura, dándole un ajustón. No tardé en localizar al torete. Allí estaba, al final de uno de los campos de caguaso. Presioné los ijares del animal y di riendas sueltas al alazán en dirección al torete para que los perros iniciaran su trabajo, e inmediatamente giré cabalgando hacia fuera mientras los perros sacaban el perseguido al terreno despoblado de la llanura, donde los esperaría.

Muy pronto apareció el torete huyendo de la pareja de perros que lo escoltaban por ambos flancos, justo en dirección donde me había apostado y ya hacía florear en círculos sobre mi cabeza la cuerda, liberándola oportunamente, apalancándome en los estribos y sujetando con firmeza las riendas para frenar al caballo. El lazo había caído sobre la cabeza del torete, enredándose es sus tarros, obligándose a parar de bruces por la fragilidad de los propios tarros y por la resistencia del alazán, que había clavado sus patas delanteras en el suelo pardo y polvoriento del camino mientras que las patas traseras se abrían para contrarrestar la fuera del animal en su envestida. Ya era mío

Los perros habían hecho lo suyo. Había que desandar casi tres leguas hasta el matadero. Tracé y calculé el recorrido y la demora, incluida una parada de abrevadero en el Paso del Brujo. En cuanto los perros me sintieron en movimiento se aprestaron. Corbata salió de primera, siempre lo hacía, mientras que Celaje me dejó arrear por delante al torete para situarse en la retaguardia.

Hacíamos el recorrido a buen paso. Corbata mantenía la delantera, pero solo a unos pocos metros. Al llegar al Paso del Brujo, pasó a la otra orilla sin detenerse. El torete tampoco se detuvo, obligándome a soltar las riendas del alazán sobrepasando rápidamente las aguas del charco, y casi pisando los cascos al caballo, a punto de alcanzar la orilla Celaje fue atacado brutalmente por un caimán.

El ruido del paso de la perra, primero y el de las bestias después, sacaron del letargo a la hambrienta fiera. Sus fauces se abrieron y cerraron rompiendo violentamente la cabeza de Celaje; no hubo ladridos, ni sonidos quejumbrosos, pero si el chapaleteo de la agresión y los estertores del perro. El agua se teñía de rojo mientras Celaje era arrastrado al fondo del charco.

Detuve la macha, Corbata ladraba. Caminé unos metros por la orilla del río hasta encontrar y marcar el primer recodo oscuro y revuelto como posible guarida del caimán. Había que continuar el camino. Corbata no me siguió, sabía que regresaría.

Llegué al matadero y dejé el torete en el establo más seguro. Sabes el resto. –Sí, que regresaste a casa y cambiaste de montura marchándote sin decir palabra. — No eran necesarias, respondió.

Aquella misma tarde tu abuelo apareció acompañado por Corbata en el centro del pueblo arrastrando desde su montura al Caimán; el mismo monstruo que hacía meses horrorizaba a campesinos y pescadores de la zona. Durante el arrastre del caimán los muchachos se iban sumando al remolque con la algarabía que provocaba la novedad; también los mayores, que fueron a presenciar el espectáculo y a discutir sobre el tamaño y el peso del reptil, llegando a nuestros días la versión de que el dinosaurio acuchillado por “Cartujo” en el lecho del Rio, fue sacado y arrastrado por una yunta de bueyes.

Lo cierto es que Cayetano aquella tarde empleó tres cubetas de agua para quitarse del cuerpo la suciedad, el limo del río y la peste del caimán. Apenas probó bocado, y se echó en la cama como cuando algo le apremiaba, listo para salir andando.

Fue una noche muy oscura, de truenos y relámpagos. de viento fuerte que partió muchas ramas del almendro. Los cinco cachorros se movieron nerviosos alrededor de Corbata, al pie de la ventana de nuestro cuarto. Desde allí la perra no dejó de aullarle a la Luna, mientras que Cayetano, en su larga vigilia, interpretaba el lamento de la perra desde la soledad de su oficio de hombre, hecho a golpes, sin presunción, y no se culpaba por la pérdida, sabía que a él mismo las dentelladas de la vida lo hacían pedazos; pedazos que iba recomponiendo a diario y que dejaban las marcas cicatrizantes en su estatura como huellas en el camino, sin otra opción que levantarse y seguir adelante, única manera de vencer.

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