La tía Elvira tenía características que en la familia no despertaban veneración. Con su extenso catálogo de insultos, su aspecto desaliñado y esa peste a tabaco que la acompañaba a todos lados, no solía cautivar a su entorno.
De todas sus peculiaridades, había una con la que claramente cosechaba la mayoría de sus detractores. Elvira era sincera. Esta era la causa fundamental de su marginación dentro de la familia. La tía era muy buena dialogando, sabía escuchar y procuraba no caer en patéticas interrupciones, pero los inconvenientes llegaban cuando abría la boca. Si tenía que comentar algo, lo decía de frente y sin edulcorantes. Por este motivo la fueron apartando de todas las conversaciones familiares.
La situación empeoró cuando la tía se mudó a la estancia Margarita. A su franqueza se le sumaba la lejanía del nuevo hogar. De un día para otro se encontró en el medio del campo sin más interlocutores que sus perros. Al comienzo probó hablar con ellos, pero se fue dando cuenta que además de soltera y borracha, la tomarían por loca. Eso la llevó a practicar un voto de silencio que dentro de la familia se interpretó como una irreversible mudez a causa de una supuesta lesión en la mandíbula que, según aseguraba la tía Erminda, había sufrido de pequeña.
Lo cierto es que a raíz de este hecho, los integrantes de la familia dieron un vuelco rotundo en el vínculo con Elvira. Aprovechando esta afonía perenne, se gestó en la estancia una suerte de confesionario en donde todos los parientes empezaron a soltar sus pecados y traiciones.
Es indiscutible que dentro de la familia la religión fue perdiendo interés con el paso de las generaciones, pero hay costumbres centenarias que se han conservado, y una de ellas es la de confesar nuestras culpas. Lo que para nuestros antepasados representaba el sacramento del perdón o reconciliación con dios, con el correr del tiempo fue mutando en una suerte de cotilleo en donde se habla más de los trapos sucios ajenos que de los propios. Pero en definitiva a las tradiciones las moldea el tiempo y, como dice Enrique, no están para cuestionarlas sino para seguirlas. Así, en la familia, se abandonó la feligresía y se pasó a despotricar frente al silencio de la tía Elvira.
Este ritual catártico se llevó a cabo durante años en la estancia Margarita. El familiar interesado se sentaba en un sillón que Enrique había tallado especialmente para la ocasión y la tía, dueña de aquel santo mutismo, escuchaba con atención. Dependiendo de quien la visitara, podían ser unos minutos o largas horas colmadas de relatos minuciosos, pero ella siempre permanecía impasible.
El fin de año del ochenta y tres, simbolizó un quiebre irreversible en esta vieja usanza familiar. Los festejos se venían llevando a cabo sin mayores sobresaltos. Como lo dictaba nuestro calendario inalterable, el 24 se celebró en casa del tío Enrique, el 25 al mediodía en casa de la abuela Irma, el 31 fuimos a casa de los Pafundi y el primero de enero todos nos hicimos presentes en el jardín de la estancia Margarita. A lo largo de la comida hubo algunas pequeñas fisuras por los temas de siempre, pero nada fuera de lo normal. Como es costumbre, deambularon sobre la mesa los álbumes familiares, jugamos a los naipes y se abrieron una docena de botellas de vino.
Mientras se acababa el banquete y Enrique exageraba ridículamente alguna hazaña de su juventud, ocurrió algo que dejó perplejos a todos. La tía Elvira se puso de pie con las maniobras típicas de quien pretende adueñarse de la última porción de la bandeja; pero cuando iba a mitad de camino, se detuvo, levantó la cabeza y frente al estupor de todos los comensales soltó: Voy por el postre.
El silencio conquistó la estancia entera. La tía dio media vuelta e ingresó a la casa. Los perros fueron detrás de ella. Enrique intentó continuar la anécdota, pero la mirada filosa de Erminda no se lo permitió. Al cabo de unos minutos, Elvira regresó a la mesa cargando en sus brazos una enorme caja repleta de papeles. Sin preámbulos, tomó uno al azar y leyó en voz alta: Erminda. 21 de Abril de 1978. Declaración Nº 84.
Allí supimos que la tía Elvira no sólo había fingido su mudez todo ese tiempo, sino que además había registrado todas las confesiones familiares. De inmediato, Julio, el más joven de los Pafundi y quizás el más diplomático, la interrumpió, la apartó de la mesa y la acompañó a la cocina. Sin dudarlo, Enrique tomó la caja, se acercó al asador y comenzó a quemar los secretos junto a los restos de pollo. De manera casi sincronizada nos subimos a los coches y emprendimos camino hacia el pueblo, mientras la tía Elvira, alzando un vaso de whisky desde la ventana, nos saludaba triunfante, con la certeza de que aquel sería nuestro último encuentro en la estancia Margarita.
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