El día estaba encapotado. Unas nubes negras amenazaban con regar las calles empedradas de un pueblo enlutado. Era el día del entierro de Tomás. El pueblo entero estaba consternado ante el inesperado suceso que llevó a su vecino a la tumba. Perdió el control de su tractor y éste volcó quedando Tomás aplastado debajo. Murió en el acto. “Por lo menos no ha sufrido” decían los vecinos para consolarse entre sí. El repiqueteo de campanas anunció el inicio del funeral. Su madre, desconsolada, avanzaba por el pasillo de la iglesia abrazada a sus otros dos hijos que aguantaban la compostura como podían. Detrás, su viuda Paquita, con gafas oscuras que no se quitó en ningún momento y el cuerpo ligeramente encorvado avanzaba con paso lento.
La ceremonia fue muy emotiva. Tomás era un vecino muy querido por todos y muchos de los vecinos subieron al altar para despedirse de su amigo con palabras quebradas por la emoción. A la salida, entre todos, cogieron su ataúd a hombros y por turnos lo llevaron hasta el cementerio para darle un último homenaje a Tomás.
Un respetuoso silencio roto por los truenos que indicaban que la tormenta se acercaba, protagonizó el momento en que el párroco dio por finalizada la ceremonia, para acto seguido dar sepultura a Tomás. Su mejor amigo, Ezequiel, fue el primero en romper el sagrado silencio con un aplauso que acto seguido secundaron todos los allí reunidos en señal de despedida. La viuda no se pudo tener en pie por más tiempo y se sentó en un banco cercano con el cuerpo encogido. Empezaron a caer las primeras gotas y en pocos minutos se vieron todos obligados a refugiarse en la pequeña ermita del cementerio; otros, los más previsores, desplegaron sus paraguas pero el viento arreciaba con fuerza por lo que optaron por marcharse hacia sus casas. Paquita estaba empapada pero la lluvia parecía no afectarle en absoluto. Ni siquiera se quitó sus enormes gafas de sol.
“Está en shock pobrecita. Parece un alma errante. Ya ves, con lo joven que es y viuda y encima sin hijos” murmuraban los vecinos a su paso. Paquita fingía no escucharles y seguía su eterno camino a casa aunque, en varias ocasiones, tuvo que detener su marcha como si le fallasen las fuerzas a cada paso.
Paquita por fin entró en casa y se fue directamente al cuarto de baño. Necesitaba una ducha caliente con urgencia. Dejó las gafas de sol en el recibidor y subió por las mismas escaleras por las que, apenas unas horas antes, había bajado tras ser avisada con urgencia de que su marido había sufrido un terrible accidente. Dejó que el agua caliente saliese por el grifo mientras se desvestía con sumo cuidado y se miró en el espejo. El hematoma del ojo derecho apenas se notaba pero el del izquierdo todavía duraría varios días. Calculaba que se podría retirar las gafas de sol en una semana pero el dolor de las costillas tardaría mucho más en desaparecer. Intentó respirar profundamente pero el fuerte dolor torácico se lo impidió y la obligó a sentarse en el borde de la bañera. Se metió debajo de la ducha y, por primera vez en los últimos cinco años, sus labios, ligeramente hinchados, consiguieron sonreír.
El sonido de la puerta la sobresaltó. Pensó que sería mejor no contestar pero, ante la insistencia del inoportuno visitante, decidió ponerse la bata y asomarse por la mirilla. Era su suegra.
—Hola querida—dijo Carmen acercándose a darle un beso a su nuera en la mejilla no sin antes reparar en sus ojos amoratados.
—Sí, me caí hace unos días pero, claro, con todo lo que ha pasado…esto no tiene importancia, en unos días estaré bien— justificó Paquita arrepentida por haber descuidado sus gafas antes de abrir.
—Ya no te harán más falta las gafas Paquita; ya no te caerás más veces. Ya no padecerás más migrañas que te impidan salir de casa durante semanas—dijo Carmen con lágrimas en los ojos—. Tomás era igual que su difunto padre, exactamente igual. Siento mucho todo lo que has tenido que pasar pero entiéndeme ¿Qué podía hacer yo? ¿Matar a mi propio hijo?¿Denunciarle?
—Carmen yo…
—Tranquila, tranquila. Todo está bien. Solo venía a decirte que lo siento Paquita. Lo siento mucho. Debes saber que no estás sola. Podríamos ir a un médico que conozco en otro pueblo. Uno muy bueno al que acudía yo cuando también padecía migrañas. Me gustaría que le echara un vistazo a tus costillas. He visto que no has podido erguirte en ningún momento; puede que tengas alguna rota.
—No hará falta Carmen, no te preocupes. Ahora necesito estar sola— dijo Paquita consternada y, en parte, aliviada al saber que podía contar con una aliada.
—De acuerdo. Te dejo tranquila para que puedas descansar. Dios los tenga en su gloria al padre y al hijo y que nunca, bajo ningún concepto, los deje volver—sentenció Carmen cogiendo un pañuelo en la mano por si se encontraba con algún vecino al que llorar de camino a su casa.
Paquita se acercó al aparador a comprobar si todavía estaba el sobre con el dinero acordado. Lo abrió y lo contó rápidamente. Parecía que estaba todo en orden. Lo volvió a cerrar y lo metió de nuevo en el primer cajón oculto debajo de unos manteles. Al día siguiente saldría temprano de casa; tenía un sobre que entregar.
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