No soy lo que quisisteis.

No soy lo que quisisteis.

-El hombre tiene que oler a hombre – me decía siempre mi abuela.

No se refería al olor tras el esfuerzo físico en las labores del campo, ni a la Brummel del baño. Cualquier variación del guión establecido para el heredero de la casa, estaba censurado. Rogaba que en un futuro, mi primogénito fuera varón y si no procrear hasta traer uno al mundo. La cultura familiar y aldeana debía guardar las apariencias, las licencias afectuosas con otros machos del lugar, eran perfume de mujer.

Mi único tío, Rufino «el tardano», murió joven sin descendencia. Por ende, Diego casi Martín como su abuelo por el calendario católico, asumiría el salto generacional, heredando los yugos y las tristezas del secano.

Estudié cuanto pude en la capital, negándome a hincar codos en lo agrícola, ciñéndome a lo abstracto. Tampoco hubiera servido, en Aguas todo pasaba por tres factores: el calendario Zaragozano, escuchar a Guara y la posición de la pareja de la casita de madera, un recuerdo de Francia visionario. Con apenas una decena de otoños, tenía encallecidas las manos, el oído afinado, conocía el santoral, dichos y siembras, y un portagrados para analizar en el «Amelie les Bains», el balanceo de las vicisitudes. De lunes a viernes mis manos eran letras, el resto lo que Dios quisiera. Así, hasta la pubertad y la cosecha.

El tiempo de asueto llegaba con las fiestas. Santiago y San Román, descanso físico, no mental. Me impregné del guiñote, donde también se leía el futuro del cereal y del almendro. También era tiempo de tender alianzas lejos de las del monte, donde el intercambio de bota y tocino, daba paso a las fotos raídas de las «vedettes» y al consuelo, a veces mutuo, cosas de hombres decían. El baile era lugar para emparejamientos, tras la hoguera a dos bandas. Poco había donde elegir, más con la despoblación, y las conversaciones previas de los ascendientes. El hombre ponía la casa y el sustento, la mujer la dote. Pero conmigo no iban chismes para emparentar, ni las decisiones unilaterales de mi futuro. Marta de casa Arrendador, era la candidata, la única próxima a mi edad; yo, de casa Acebillo, dos años más joven, el capricho de su familia.

A todos se le escapaba un detalle, el más importante, Marta no entraba en mis planes. Tampoco lo hacía otra mujer, más cuando el servicio militar me amplió miras en Barcelona. Probé y decidí. Aun así nos manteníamos cerca, pues ella estudiaba allí, más sin apenas contacto. Algo tendría que ver su familia en la Capitanía, para no tenernos separados.

Con la «la blanca», llegó el verano, el trigo y las habladurías. De la calle baja salió el San Benito junto con mi nombre. Cruzó la plaza y cuesta abajo por la alta, llegó junto a la cruz de termino frente a la fuente. Mis abuelos me pidieron explicaciones y aludí a los celos.

-Tienes el destino escrito -mantuvo mi abuelo.

-El hombre tiene que oler a hombre – sentenció Felicitas.

Tomé el Supermirafiori sin llegar al destino. En el banco de la iglesia estaba ella con otras casaderas.

-Tú que vas diciendo de mi. ¿Qué sabrás tú?.

-Hablo de tu colonia, no es de hombre -dijo altiva.

-Sube y en la rasa (donde estaba la caseta de los cazadores), te lo explico.

Iba a besarla lascivamente, y aun dándome asco a mi mismo, buscaría su desnudez, no había alternativa; renunciaría a lo que era.

-No voy contigo a ningún lado, ¡marica! -exclamó.

-¿Tienes miedo? -pregunté.

-Miedo no, arcadas.

-Pues ven.

Subió al coche. Guardamos silencio, nadie nos seguiría, esperarían nuestro regreso. La miraba de reojo buscando una motivación. Pelirroja, con un corte de pelo convencionalmente masculino, muchas pecas y un pecho sinuoso. De ser heterosexual tampoco le hallaría virtudes. Ella a la inversa, se reía de la futura escena.

-¡Para! -gritó. Tenemos que hablar.

Hice caso omiso, pase de largo la caseta y llegué hasta casa Estebañon, la del guarda.

Nos vió. Lo sabía todo, nos conocía a ambos, y nos dejó a solas.

-No me gustas, nunca te llegaré a amar, pero podría quererte. No quiero que me pongas una mano encima, para demostrar una hombría que no tienes. Soy una mujer, con gustos particulares, masculinos -me confesó.

-Y tú, ¿tú qué eres? -preguntó.

-Soy Diego, sabes lo que soy, pero solo tú lo pregonas y afirmas. Para el resto seremos lo que digamos -concluí.

Nos abrazamos como no lo habíamos hecho con nadie. El guarda prometió callar para siempre. Él eligió esa vida solitaria, para no mostrarse como era.

Nos casamos en la Iglesia de Santiago, en Aguas. Poco después llegó, Román por el santoral, calmando el ansia tradicional de los ancestros. Con él, todos tomaron el irremediable rumbo con tranquilidad y nosotros el nuestro. Dejamos en manos de otros un medio de vida, cambiándolo por una urbe desconocida. Marta a sus clases y yo deambulando con la escritura. Nuestra casa es un hervidero, dormimos juntos en apariencia, aunque cada uno deshace la cama con otros partenaires. A Román ya no le llaman la atención nuestras amistades, sabe que nos queremos y a él lo amamos.

Pero Aguas esta ahí mirándonos, a través del Amelie les Bains sobre los muebles. Román no lo necesita, confía más en sus conocimientos universitarios. Escuchamos a Guara y esperamos cada 25 de julio, para volver, y cada 18 de noviembre para que vuelva él.

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