Era súper chula aquella pequeña, y nueva, habitación que, ¡por fin!, teníamos para las tres. Esa noche, vísperas de Reyes, dormíamos juntitas, como siempre, porque sólo teníamos una cama. Pensando en nuestro día, intentábamos dormir mientras discutíamos, reíamos, como lo que éramos; tres chiquillas. Por la mañana, después de una noche de «no tires de la manta, echa para ya, me estás dando con los pies » la luz del día, esperado, entraba por la pequeña ventana de la pared del cabecero. Entonces llegaba mamá y se sentaba en el borde de la cama. Cogía nuestros zapatos y repartía, como si fuera un ritual, los caramelos que traía en una bolsa. Los zapatos estaban puestos en orden desde la noche anterior. La mirábamos sonrientes, la pequeña en medio, pendientes de que no se equivocara en el reparto de su regalo de Reyes. Al medio día nos bajábamos a la calle, con las amigas. De pronto mamá salía y nosotras, o solo una entraba a robarle a mamá un rosco de vino. Los hacía para esas fiestas de Navidad. Los guardaba en una caja grande de galletas Cuétara, y los iba sacando en los días señalados. A cuentagotas y como decía ella «hay que mirar por ellos por si tenemos visita» Por la tarde, refrescadas y limpias, íbamos a casa de las abuelas, ¡qué suerte que vivían puerta con puerta! Nos daban su cariño y unas monedas y volábamos a dárselo a mamá para que lo guardara. Entre dos luces llegaba papá del campo; de una en una le dábamos el beso, acostumbrado, en su mejilla. Papá, cantando un fandanguillo, se lavaba. Mamá ya estaba, en la cocina, esperándonos

con su berenjenas fritas. Mientras nos íbamos sentando decía «ojalá la pascua del año que viene sea, siquiera, como esta»

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