Recuerdo que era pequeña, aunque no sé exactamente cuánto. Podría decir que tenía siete, diez o catorce años y no acercarme ni un poco al número exacto, pues mi infancia la tengo archivada en recuerdos y no en edades.

Era Navidad y yo, como en muchas ocasiones por estas fechas, me quedaba a dormir en casa de mis abuelos. Ésta vez tocaba en casa de los maternos, pues nos turnábamos cada año, pero nunca perdía la oportunidad de quedarme a dormir.

La noche anterior habíamos celebrado la Noche Buena en familia y habíamos jugado a nuestro bingo particular al que nunca conseguía ganar.

Dormía en la cama de mi tía, me gustaba esa cama. Aún recuerdo ese olor especial, la madera crujiendo bajo mis pies y la luz que entraba por las persianas, especialmente por esa persiana rota que no llegaba hasta el suelo.

Nada más levantarme, salía directamente al comedor, donde, al final del todo, al lado de la puerta, se encontraba mi abuelo con su ligero pelo blanco bien peinado y sentado en su gran butacón. Escuchaba las noticias en una pequeña radio portátil, debía ser de las primeras que existieron, y rellenaba su quiniela semanal. Yo me acercaba, le daba un beso en la mejilla, con cuidado de no clavarme sus grandes gafas y le abrazaba con fuerza. Él me daba los buenos días y yo los correspondía. Después, corría a por mi abuela en busca de un buen desayuno.

Tras los quehaceres matutinos entre los que se encontraba hacerme la cama, a pesar de haber sido solo mía por una noche, era el momento de la diversión.

Mientras esperábamos al resto de la familia a que llegaran para la comida de Navidad, abría el armario del oscuro mueble que había cubriendo toda la pared, no sin antes fijarme en las fotos que había encima. Me hacían plantearme si esos eran los mismos abuelos que había en el salón conmigo. Cogía una caja y un tablero de ajedrez. Con cuidado, sacaba cada pieza de su cama de gomaespuma y las colocaba una a una en su lugar correspondiente, aunque alguna vez se me cruzaban el caballo y el alfil, pero mi abuelo siempre estaba ahí para corregirlo.

Entonces comenzaba la acción. Mi abuelo siempre me dejaba coger las blancas y, por tanto, siempre empezaba primero, menos cuando me enfadaba por perder y nos cambiábamos los papeles, para ver si es que empezar el segundo tenía alguna especie de truco.

Pero mi abuelo, era un buen maestro, nunca me dejaba ganar. Ganaba solo cuando, escasas veces, había sido mejor estratega que él. Era mi pasatiempo favorito y aún recuerdo cuando, la primera vez que le gané, me miró con esos ojos azules llenos de orgullo.

Por desgracia, eso no duró mucho. Todavía recuerdo aquella llamada a las siete de la mañana despertando a toda la casa un cuatro de enero. Aún recuerdo cómo me golpeaba el corazón en el pecho pensando que lo peor podía pasar, y pasó. Tras cruzar unas frases con mi hermano, mis padres salieron corriendo de casa. Todo se quedó en silencio, cada uno en su cama sin saber bien qué decir o qué hacer. Horas más tarde, por fin le vimos, pero ya no había nadie a quién decir adiós.

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