La casa de mis abuelos se parece mucho a aquellas casas que he visto a veces dibujadas en los libros de cuentos. Es grande, mucho más grande que el piso donde vivimos durante todo el año, y está rodeada de árboles y de hierba de un color verde muy intenso. La gente de la aldea dice que ese color se debe a la lluvia, que no les abandona ni en invierno ni en verano.
Hemos recorrido muchos kilómetros para llegar hasta aquí, ha valido la pena porque hay mucha gente esperándonos: la abuela, la tía y muchos paisanos de la aldea que se acuerdan de cuando mamá era tan pequeña como yo, también hay muchos niños.
Cuando entro en la casa, me llevo una sorpresa al descubrir que tiene muchas habitaciones, con techos altísimos cruzados por enormes vigas de madera. La escalera también es de madera y cruje cuando uno sube y baja por ella, por lo que cualquiera en la casa sabe cuando hay alguien moviéndose de un sitio a otro.
Mi querido abuelo está enfermo y descansa en una habitación con una cama enorme que permanece a oscuras, con los pórticos cerrados. Mamá dice que intentemos no hacer ruido para no molestarlo. Es una lástima porque yo quiero mucho al abuelo y me gusta sentarme encima de sus rodillas, jugar con él y que bromee con mis coletas.
Con el paso de los días le voy cogiendo cariño a esta casa porque además guarda misterios: uno de ellos es la hilera de cuadros que cuelgan de las paredes, y que según mi tía son las fotografías de nuestros antepasados, todos ellos posan con semblante serio y visten ropas muy antiguas. A veces, los cuadros me dan miedo porque parece que esas personas vayan a salir de ellos y a comenzar a andar por los pasillos, aunque otras no me asustan y paso mucho tiempo observándolos y fijándome en los detalles de sus caras.
El despacho del abuelo también es un lugar muy misterioso, está lleno de libros y carpetas que según dice la abuela pertenecían ya a mis abuelos y tatarabuelos, dos palabras que me ha costado mucho aprender, pero que son muy importantes porque representan a esas personas que también vivieron en esta casa. De vez en cuando mamá me deja entrar en la habitación del abuelo, le enseño los dibujos que he hecho para él y charlamos un rato, no mucho, porque enseguida se cansa.
Aunque a decir verdad, cuando más me gusta esta casa es en los días soleados; entonces parece llenarse de vida: al despertarme, abro los postigos de las ventanas de mi habitación y me quedo mirando como los rayos del sol hacen figuras sobre las paredes blancas con sus reflejos. Esos días, la cocina rebosa risas y olores: mi madre y mi abuela extienden las sábanas recién lavadas sobre la hierba, igual que he visto que hacen muchas mujeres de aquí, y toda la casa huele a pastilla de jabón duro, de ese que también utilizan las mujeres del lavadero de la aldea. Aunque creo que mamá anda un poco triste desde que el abuelo está enfermo.
La casa también huele a leña que arde en la enorme cocina que ocupa casi toda la sala del piso de bajo y que encendemos aunque sea verano, porque hay días que hace frío.
Otros días huele a empanada recién hecha o a las flores que mi tía va repartiendo por todos los jarrones que hay en la casa.
Los días de sol son especiales porque mamá me deja ir a jugar con mis hermanos y los otros chicos del pueblo: unos días jugamos al escondite entre los maizales, otros, hacemos excursiones a la aldea vecina y acabamos merendando chocolate con churros en casa de Moncha y Maruja, que nos lo sirven en tazas a topos de distintos colores, uno diferente para cada uno de nosotros.
Algunas tardes, papá pone la tele en el porche, la única que hay en toda la aldea, en medio de la cocina, y viene mucha gente que se sienta en el suelo para ver una película en blanco y negro como si estuviéramos en el cine. A veces, para merendar, la abuela tuesta unas panochas de maíz en la cocina de leña, y nos las comemos con las manos.
Cuando la gente de la aldea prensa las manzanas para hacer sidra, hay una reunión muy grande junto a la era de los de Otero, allí se organiza una buena, todo el mundo está muy contento, los mayores comen y beben vino, y a los pequeños nos dejan sorber con pajitas el líquido que sueltan las manzanas prensadas y que baja por canalillos de madera hasta llegar a los grandes cubos que lo recogen; luego también podemos jugar encima de los pajares y saltar desde arriba si no están muy altos, porque es un día de fiesta.
Me gustaría vivir en esta casa, porque no hay coches corriendo por las calles, que aquí se llaman corredoiras, sino vacas que hacen sus necesidades en el camino. También me gusta oír a los niños de la aldea jugar en la plaza, y el sabor de la leche fresca que trae la señora Elvira en un cántaro que lleva sobre la cabeza; y coger uvas de la parra cuando se acaba el verano.
El último día de las vacaciones, mi abuelo manda llamarme a su habitación, dice que tiene algo especial para mí. Cuando entro me sonríe con una sonrisa que parece muy cansada, y me alarga un dibujo, es el dibujo de su casa, de nuestra casa, y está muy bien hecho.
Ahora cuando ya estoy lejos, en mi piso de la ciudad, de vez en cuando me vienen recuerdos del verano, y sin quererlo miro el dibujo que hizo mi abuelo, que ya no está entre nosotros. Entonces me inunda una enorme sensación de paz y sé que tengo una casa radiante, que me espera en algún lugar.
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