Querida abuela Mercedes… no quiero ni pensar lo triste que tuvo que ser… ver morir a tu madre, siendo una niña. Como luego tu hijo, mi padre, también te vio morir a tí, en su adolescencia, antes de tiempo. Si es que hay un momento estipulado para morirse, claro está, que pareciera que si no se espera, la muerte es prematura, pero… ¿cuándo esperarla?

Un día llegó hasta mis manos la carta de despedida de tu madre, mi bisabuela, de su puño y letra, allá en San Fernando de Cádiz, donde a principios del siglo XX la tuberculosis hizo estragos. Había mucha pobreza, hacinamiento, y unas minas de cobre y estaño que devoraban los pulmones como monstruos insaciables. Eran muchos en tu casa. Tu madre procedía de comerciantes italianos, los Bonfante, pero ello no impidió que pasara a formar parte de la miseria de aquellos tiempos: trabajo duro, frío, hambre y enfermedad. Primero murió tu padre. Deduzco le dio mala vida, por los consejos, feministas para la época, diría yo, que ya vertió en aquellas letras, a su prole, de mayoría femenina: “…sed buenas y razonables con sus maridos, pero no quiero que sean ustedes mártires, tened dignidad y hacerse respetar de ellos, no faltando para que ellos no les falten, pero si a pesar de esto ellos son malos, vivid entonces solas y serán ustedes menos desgraciadas…”. Luego la fatalidad se llevó por delante a tu madre, siendo tú muy pequeña, muriendo todos, salvo tu hermana María y tú. A pesar de ello, diría, por las fotos que tengo de la vida en el orfanato, que te sobrepusiste como una campeona, e hiciste de tripas corazón. Mirabas desafiante a la cámara e hiciste gala de un gran carácter de superación, eso que ahora llaman resiliencia.

Querida abuela, ya de joven, sacaste oposiciones estatales para telefonista y viniste destinada a Gran Canaria, tierra de la que no sabías casi nada. El primer y único teléfono del pueblo de Santa Brígida era el del almacén-tienda-bar de abuelo, Laureano Rodríguez. Para establecer las comunicaciones siempre era él el que conectaba con la operadora, que eras tú. Así la historia de amor se inició por teléfono… innovador para la época.

Tu hermana María se casó con José Rial Vázquez, periodista y escritor que sacó oposiciones de farero y se hizo cargo del faro de la isla de Lobos, desde 1913, durante tres años. De sus vivencias allí escribió varios libros. Luego fue destinado al faro capitalino, y vinieron todos a Las Palmas de Gran Canaria, donde José trabajó como periodista y escritor. Uno de sus hijos fue otro gran escritor, José Antonio Rial, quien, como él, tuvo que exiliarse en Sudamérica, al ser ambos represaliados políticos. En los años de la estancia en Lobos nació Margarita Rial González, madre de Alberto Vázquez-Figueroa Rial, también escritor muy conocido.

Pues bien, volviendo a tí y a la difícil época, claro está, te tocó dejar de trabajar al casarte. Ya se sabe, el qué dirán de los años 30 …

Hacías gala de un gran carácter, según me contaron. Tuviste que imponer tu criterio en una casa llena de mujeres ( cuñada, primas, suegra, … ) donde tú eras la intrusa que venía de la Península. Para los canarios España se divide en nosotros y los peninsulares, esos que vienen de más allá de las islas y se creen que se las saben todas. Muchas mujeres en aquella casa querían gobernar las cuestiones domésticas y por supuesto, la crianza del único niño, mi padre, también llamado Laureano, Laureano Víctor.

Tenías un rictus serio y misterioso, ojos vivos y profundos traspasando las fotografías. Siempre he sentido que mirabas desde el portarretratos sin juzgarme, simplemente dejando caer tu presencia, diciendo ¡estoy aquí!, ¡juega con mi peineta y mi mantilla!, ¡son para tí, mi única nieta!

No te conocí. Moriste de un cáncer de mama cuando mi padre aún te necesitaba. Las aguas y los baños en el balneario de Los Berrazales, en Agaete, no sirvieron de nada. La historia de pérdidas se repite.

Mi padre fue criado rodeado de mujeres, como un principito. Le llamaban, para distinguirlo de mi abuelo, “Nanito”. En la posguerra se pasaba hambre. En casa de mi padre, no, gracias al negocio de comestibles. Vendían y repartían los alimentos de las cartillas de racionamiento. Daban “fiados”, es decir, apuntaban a cuenta a gente que sabían que no podía pagar, confiando en tiempos mejores, que no llegaban.

Papá terminó sus estudios universitarios de Derecho, que tuvo que realizar en la península ( Salamanca y Madrid ), en los años 60, en una época en la que los traslados eran en barco, y sólo se podía venir a casa en verano, tan duros y caros eran los viajes. Estudiar, aún así, era de privilegiados. Tu marido, mi abuelo Laureano, se arruinó, como era de esperar. Papá era el abogado del pueblo, y yo juraría que hasta había gente que le llamaba “Don Nanito”, pero quizás eso sean fabulaciones de mi memoria, no estoy segura…

Con tu hermana María, su marido e hijos, perdimos el contacto. Pero sí supimos que la prima Margarita Rial puso fin a su vida en su exilio africano (una vez más, represalias políticas), mientras su marido estaba tuberculoso y apresado, sumida en una gran depresión. En varios retazos autobiográficos de libros de Alberto Vázquez-Figueroa he ido confirmando mis sospechas de que Margarita, su madre, padecía un Trastorno bipolar, antes llamado Psicosis maníaco-depresiva, enfermedad con componente hereditario. Esta enfermedad también la sufrió papá, tu hijo. La depresión a veces estaba dormida y no se hacía notar. Todo iba sobre ruedas. Otras veces, invadía su ánimo y el nuestro. Aunque las crisis siempre pasaban, no éramos los mismos los de antes y los de después. Está claro por qué hoy yo soy psiquiatra.

Querida abuela Mercedes, nunca te conocí, y siempre te he echado de menos. Tiempos difíciles fueron aquellos, de luchas, anhelos, pérdidas y duelos. Descansa en paz, con abuelo y papá. Descansa.


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