Uno

Una tarde o una mañana, no recuerdo el mes, tampoco el año, entrábamos mi madre y yo a casa, la misma vieja casa en el muy caleño barrio de Centenario, a pocas cuadras de un famoso restaurante de los años 70: Los Turcos. Al abrir la puerta vi una inmensa mariposa negra que estaba en la parte alta de la pared. Fui el primero que la vio. Mi madre había empujado la puerta y me había ordenado: entra. Sus alas abiertas, las de la mariposa, eran mucho más grandes que su cuerpo y el contraste con la pared blanca me hicieron pensar lo peor. Grité y toda la piel se puso de gallina. Yo corría y daba saltos, mi madre sin saber lo que yo había visto gritaba ¡Que pasa! ¡Que pasa! De mi trabalenguas o de mi lengua trabada, de mi tartamudez, ella lo único que debió entender fue: mariposa.

Mi madre avanzó firme, la vi entrar y entendí por primera vez lo que significaba la palabra valiente. También me di cuenta que, al decirme que no era nada, estaba mintiendo, quizá para protegerme. La escuché más tarde hablar preocupada, al decirle, no recuerdo a quien, que eso era algo malo que pasaría. Que alguien cercano iba a morir. Esa noche ella contestó el teléfono y supo que el abuelo, su padre, el viejo que solía llegar a casa con un aguacate y un periódico bajo el brazo había muerto. En esa época de mi vida con apenas cinco años confundí el dolor con el miedo y así, con más miedo que dolor fui al primer velorio. Toda la gente lloraba, vestía de negro y hablaban bien del viejo. El abuelo no tenía ochenta años.

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