El Retrato de Salvitus

El Retrato de Salvitus

D Culto

16/02/2020

Me pregunto aún hoy cómo esa casa, vil y ennegrecida, donde todo olía mal, podía albergar, bajo su techo decrepito y musgoso, un retrato de una verdadera familia. Como si el alma misma de la casa fuera ese retrato. De todos esos desdichados tan felices, solo conocí a uno, mi desconocido abuelo, el pequeño niño del retrato.

Esta casa siempre tuvo nombre, la de un apellido antaño no muy querido por esos lares. Asociado a niños perdidos, oro mal habido y al diablo. Hoy nadie lo recuerda porque no hay nadie, cuando el agua se secó todos en los alrededores se fueron, dejando todo lo que no querían llevar incluyendo sus pesadillas.

Salvitus

Es la primera vez que el nombre surge, como un demonio de las profundidades, entre susurros del recuerdo, de mi febril mente.

Es esa casa, atribuida como destino final de tantos parientes, quizá haya tantas terribles historias entretejidas como telarañas a sus paredes, aún hoy no puedo evitar odiarla.

Si recuerdo el retrato de una familia feliz, totalmente opuesto a la mía. Mi tío abuelo Simon Salvitus estaba por estirar la pata. Y nosotros queríamos heredar todos los bienes, con excepción de esa horrible casa.
Los personajes de esta tragedia se presentan tan brumosos como mis recuerdos, tal vez sus vidas terrenales no sean más que sueños e incluso su existencia solo sea un delirio mío.
De ellos, nada queda, ni siquiera viejos cuentos, verdadero mortero con que se construyen las casas malditas. Así pues los inventaré, que sus olvidados nombres no sean un impedimento para poder rehacer mis fantasmales recuerdos.

Aun sean pesadillas, bien los recuerdo. Están indómitos por la excitación y el ansia de los buitres, son cerdos ansiosos de entrar a las puertas del matadero.

Entramos a la casa como grandes señores, sin anunciarnos, presentíamos que no seriamos bienvenidos y no nos importaba. La muerte sólo es digna de respeto cuando se tiene un pie en ella, y nosotros sólo veníamos a saquear los restos.

Las viviendas son a veces el reflejo de sus habitantes, por tanto estaba seguro que mi abuelo era miserable desde hace mucho tiempo. Por el contrario el comportamiento de la gente parece ser influenciado por ciertos lugares, y esta casa hacía salir lo peor de nuestra familia.

Mientras saqueaban y robaban se daban cuenta de que nadie conocía realmente a este pariente lejano.

Hacía frío, y el viento, allanando el tejado, llenaba el espacio muerto de maullidos y suspiros. La casa ruinosa contaba una historia, un cuadro por ahí, un florero por allá hablaban de romance, algunos juguetes desperdigados hablaban de niños felices, muchas botellas vacías de licor señal de juergas y problemas, un hermoso cuadro era la única cosa bien conservada, un recuerdo atesorado de tiempos mejores, y espejos por todos lados de distintos tamaños contaban historias pavorosas.

Repetía el notario en mi memoria. —Cien millones en oro. Todos callamos un instante y escuchamos un trueno y la lluvia caer afuera interminable y terrible, una tormenta descomunal.

Esta fortuna —declaró el notario— no será partida, de ninguna forma.
Esta casa es como un libro cuyas páginas amarillentas, una vez leídas, no se olvidan jamás, el protagonista está perdido y nosotros los secundarios somos marionetas que se mueven mientras lancen monedas.

Vivirán aquí hasta su muerte, o hasta que quede uno y sólo uno que lo herede todo.


Cien millones. El pasado pertenece solo a la muerte, que se muestra celosa de su tesoro. La casa agoniza entre agujeros de ratas y termitas, respira y murmura, durante los largos instantes de silencio, complicados exorcismos. Pero no puede alejar a sus demonios que desvalijan sus reliquias.

Yo decidí que era momento de saludar a mi abuelo.
Está allí, en una habitación de enormes balcones, sus escalinatas franqueadas de masivas balaustradas de piedra, sus atalayas barrocas, sus ventanales sin travesaños, la habitación es grande, oscura con sus puertas claveteadas, con su cama flanqueada con esculturas de horribles gárgolas y tarascas.

El viejo parece insubstancial, un espectro. Simon Salvitus, su nombre no se ha sumido por completo en el olvido, y es justo, porque está ligado a ciertas raras publicaciones que conservan todavía algún prestigio en ciertos círculos. Me reiría de la magia negra sino fuera porque conocí esta casa.

Mi corazón queda aquí, en Salvitus…, polvo en el polvo y piedra en las piedras… ¿Quieres saber qué pasó?. Extendió su mano, y un miedo primario se apoderó de mí, no lo salude, ni toque, ni me alejé de la seguridad de la penumbra.

— No.
— ¿Existe un rincón, en alguna parte de este miserable mundo, donde se pueda gastar el oro en todos los deleites y que, tanto el Cielo como el Infierno, lo ignoren?
No.
No…, en especial si el oro es suyo.


Por un momento la piedra me devolvió la mirada, y me sentí vigilado por la oscuridad. No soporté estar ni un instante más con él, estaba condenado como todos aquí. Afuera todos, primos y primas, tíos y tías, mis propios padres, seguían buscando la riqueza, sin percatarse que hay otros visitantes a los que no he nombrado, seres borrosos que la mayoría de los invasores de la casa continuaron ignorándolos siempre.

Es un sueño, es una pesadilla… ¡por la santísima Virgen, que me despierten!. ¡Hay que irnos!. Su respuesta fue una sonora carcajada, como si fuera un lunático y mis ruegos desvaríos. Vi en sus espejos el homicidio y en las sombras su destino.

Vine sin saludar y me fui sin despedirme. Lo único que me lleve de la casa fue el retrato, el alma de Salvitus.

Afuera, la lluvia ha cesado, el caprichoso otoño, al despojar al cielo de nubes, los dioses han dejado en libertad al viento del Este, cortante y seco, un heraldo que anuncia al próximo invierno.
El cuadro sufrió una transformación, como atacada por una tempestad fantasma. Las antaño felices personas al óleo, se volvieron terribles espantos deformes. Su único recuerdo estaría en mi memoria y pronto morirán conmigo.

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