Él dormía la siesta como todas las tardes. El susurro de las chicas, solo se interrumpía con el suave ronquido que se escuchaba a través de la puerta de madera maciza. Esa misma madera que lucía en cada puerta y armario de la casa, en las vigas que sostenían el techo e incongruentemente, también en la mesa del comedor y sus sillas y en todas las cabeceras de las camas de la casa. La misma madera oscura y brillosa que todavía hoy se ve en su frente desde la calle. Esa madera fuerte, pesada y cavada a la navaja, aparentemente para darle un ritmo rústico, severo y omnipresente.
Habían llegado a Mar del Plata hacía dos días y ya el aburrimiento de las tardes marplatenses las empapaba.
Mientras él dormía, debían guardar un silencio de muerte: su descanso era sacrosanto y protegido por los ojos fulminantes de su esposa. Así sentadas a la mesa rectangular del comedor, con hojas gruesas e imposibles de deslizar por su peso, madre e hijas bordaban un delantal o una toalla, quizás inspiradas en el detalle de la mesa, o simplemente en los colores de los hilos que tenían. En ese entonces la menor de ellas, hubiera dado cualquier cosa por tener en sus manos una revista infantil, para sentirse como una niña normal. Pero ese tipo de gasto era inútil, al igual que el gasto en muñecas o juguetes.
–Libros si, revistas no– decía Paulina, bajo el tutelaje de su marido.
Las chicas esperaban contando los segundos a las tres de la tarde, hora en la que el papá se despertaba, para poder jugar en el patio, hablar en voz alta, salir al porche de la casa o prender el televisor.
Esa casa Marplatense, a dos cuadras del mar, era un refugio del verano caluroso de la ciudad de Buenos Aires para la familia, y al mismo tiempo era un cuartel, donde el padre era su general o quizás su coronel. En realidad él era médico, pero el señor tenía un horario para todo y una forma de hacer las cosas que no se podía cambiar. Ellas eran sus soldados. A las 8:30 de la mañana había que estar ya en la playa. A las doce del mediodía había que regresar así ‘el doctor’, como lo llamaba su propia esposa en tercera persona, podía dormir su siesta ni bien terminaba de almorzar religiosamente a las 12:30. A pesar de tanta rigidez, esas tres horas en la playa eran la mejor parte de esas vacaciones para las niñas. Durante esas horas podían construir o destruir sobre una arena ardiente y flexible. Todo se podía fabricar: palacios, puentes, murallas, ciudades enteras o adobes pequeños. Podían también en esas horas, establecer una batalla contra las olas de ese mar furioso y a veces ganar y a veces perderse en el fondo oscuro y salitre de su cuerpo violento y cruel. A veces, lograban escaparse del escrutinio paternal, en una caminata larga hacia donde estaban las rocas. Paulina las apremiaba a volverse ni bien las veían, porque según ella eran peligrosas, pero la hermana mayor lideraba la rebelión.
–Anímate, sígueme—le decía a la menor. La piedra, mucho más caliente que la arena, les quemaba la planta de los pies sin piedad. Evitaban el musgo que crecía en las zonas hundidas y sumergidas, para no resbalarse. Así, caminando arduamente, esquivando la espuma del mar que salpicaba en su caída estruendosa, llegaban hasta unos pocos peldaños que las devolvían a la rambla. Y ahí, veían y olían los tiburones muertos, colgados de sogas tan gruesas como sus brazos bronceados. La sangre chorreando para que todos pudieran ver la fuerza humana. Sádicos trofeos del mar.
Volvían a la playa, triunfantes en sus descubrimientos, felices de la aventura. Las mañanas en Mar del Plata eran el tesoro que les daba esperanza.
Otros chicos llegaban mucho más tarde a la playa y almorzaban bajo el sol, con arena pegada en el pan, con sal de mar en la fruta, con el viento galopando sobre el papel dorado del alfajor y volvían a sus casas cuando el sol bajaba o el frío empezaba a calar los huesos. Cuando los rayos del sol ya no eran dañinos.
Los ruegos de las niñas para quedarse un rato más, para que las dejaran almorzar con los otros chicos, se ahogaban en las escaleras de piedra que debían subir para llegar a la rambla. Estas escaleras, mucho más altas, eran una tortura abrasante bajo el sol del mediodía. La piedra absorbía su calor con una sed ávida y la reflejaba y arrojaba a las pocas personas que la transitaban a esa hora. Una vez sobre la calle, las dos cuadras que los separaban de la casa eran interminables. El asfalto se pegaba a las ojotas y el sol les fruncía el ceño y les bajaba sus cabezas.
La primera vez que el médico debió volverse a Buenos Aires, las cosas cambiaron. Madre e hijas llegaron a la playa un poco más tarde.Tenían los sándwiches preparados y almorzaron en la playa. Volvieron a la casa al atardecer. Así probaron el sabor de la libertad. Tenía gusto a arena, sal y viento.
Después de más de 40 años, volví hoy a Mar del Plata, la cuidad natal de mi padre.
Estoy alojada en el centro. Ni bien llegamos, dejamos las valijas sobre la cama y empezamos a caminar hacia esa calle, esa casa que era tan nuestra, que marcó mi infancia, que me dejó muchos recuerdos, algunos buenos, otros no tanto. Y las emociones me brotan a flor de piel. ¡Está a la venta! Le agregaron una reja. ¿Tendrán miedo que alguien robe?Me pregunto.
—¿Ves? –Le digo a mi marido. –Esa madera;de esa misma madera era todo el mobiliario. Así de oscura…–
Y el nudo se va formando en la garganta.
Busqué la casa, como si ella tuviera escondida mi infancia, y todas las respuestas. Busqué la casa porque es lo único tangible. **
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