Hay imágenes y sentimientos imborrables, aunque no recuerdo el día que la tía Mery vino a Buenos Aires para ser mi madrina de bautismo, me bastan las fotos para ver mi sonrisa y su mirada de amor.

Luego de cinco años, una nueva visita a Buenos Aires de la tía Mery, para ese entonces, yo era una pequeña traviesa con cara angelical. Corría y jugaba por el living de los nonos, hasta que me golpee en la cabeza a la altura de la sien con la punta de la mesa de madera. El llanto fue instantáneo, como así también el abrazo de la tía Mery, y una sensación de contención y amor inexplicable. Ese día entendí, a pesar de mis pocos años, que el lazo que me unía con la tía Mery, iba más allá de cualquier cuestión racional.

Los años pasaron, las cartas de puño y letra de Milán llegaban con nostalgia, con alegría, con afecto, con la esperanza de verse año a año. Luego de diecisiete años de cartas, de recibir postales de viajes por Europa, de mirar esas imágenes y decir:- algún día estaré ahí. De focalizar, de soñar, de enojarme por la distancia, de enojarme por la imposibilidad de no poder viajar por las crisis económicas, de pensar y seguir soñando.

Y fue así que a mis veintidós años, hacia poco tiempo que había fallecido Luciana unas de las sobrinas de la tía, dije: -tengo que ir, es momento. Tengo que ir sentir nuevamente ese abrazo que sentí cuando era pequeña.

Las puertas de migraciones del aeropuerto de Malpensa se abrieron, y allá a los lejos estaba ella, con sus ojos verde esmeralda. Se la veía nerviosa, ansiosa, y yo estaba igual. – ¿Y ahora?, ¿qué le digo? La panza me dolía, fui caminando rápidamente a buscar ese abrazo, no hacían faltas palabras, estaba el lazo, estaba el amor, estaba lo inexplicable, y estaba la familia.

Las imágenes van saltando constantemente, los desayunos en el balcón, el aire de Milán, las compras con la tía Mery, las verduras, los quesos, las flores, los paseos de su perro Perry, sus finos vestidos, sus colección de Swaroski.

Milán, y sus calles, el Duomo, imponente y una noche de gala, de ópera en la Scala de Milán, Don Giovanni, una noche donde mis ojos prácticamente no parpadeaban, donde miraban desde el palco, una orquesta magnifica, un decorado majestuoso.

Milán, fue descubrir querer a alguien sin haberlo conocido y Renata, la sobrina de la tía Mery, sin darse cuenta me enseño eso, contándome de Luciana su hermana, mostrándome sus sus fotos, y yendo a visitar sus restos al cementerio, nació este poema:

Lloro por la presencia

de tu ausencia en mí,

por no haberte conocido.

Por tu mundo y mi mundo.

Por nuestro mar.

Luego de unos días viajamos a Grecia, partí sola durante la mañana, para luego encontrarme con Mery y Renata.

Si había algo mágico en el mundo, era ese lugar, su vista, su playa, el atardecer en función privada.

Grecia, es la sonrisa de la tía Mery, la picardía de sus ojos, su cara disfrutando un vaso de ouzo, su cara de traviesa al comer un locum.

Grecia fue, conocer las raíces, emocionarme ante la historia, quedar petrificada ante los atardeceres, conocer la iglesia donde bautizaron a Papá, conocer la casa donde nació, saborear cada comida, correr por el estadio olímpico, recorrer sus rutas al lado del mar, caminar por las callecitas de las islas, y sentarme en el barrio de Plaka a disfrutar de la felicidad.

Grecia, fue llenarme de energía, de saber que la decisión de viajar, fue una de las cosas más bellas que hice en mi vida. Fue saber contemplar, poetizar cada sensación, disfrutar y saber valerme por mi misma.

Marzo de 1999, Mar del Plata, me despierto a la noche sobresaltada, había soñado con la tía Mery, el sueño no era claro, solo su imagen vino a mi cabeza y angustia. Regreso a Buenos Aires, me llama mi papá, justo cuando estaba terminando mi entrenamiento de handball, y me pregunta si iba para casa, que tenía que hablar conmigo, le digo: -sí, ¿paso algo? Responde: -La tía Mery está internada. Al instante dije: -la tía Mery se murió, voy para allá. Lo había soñado, lo había sentido, ese lazo inexplicable, lo racional, no era parte del análisis. Eran mis sentimientos, la desazón, la angustia clavada en el pecho, y los días subsiguientes de llanto y llanto. De soledad, de amargura, de preguntar dónde estaba mi ángel de la guarda, de imágenes y sensaciones. De no poder parar de llorar, de decir: ¿Qué hago? ¿Cómo paro esta angustia?

Decido viajar en noviembre a Milán, una parte de mí comprendió que era la manera de parar ese llanto. Y así fue, a pesar del vacio que encontré en la casa, de todos los olores, de la colección de Swaroski, que permanecía inmóvil. Así fue como llegue nuevamente al cementerio imponente de Milán y el mármol negro decía su nombre, así fue que en contra de mis pensamientos sobre los cementerios, ese lugar me dio paz, pude dejarla ir, sabiendo siempre que esta.

Renata, pudo darme en esos días el mismo amor que me hubiera dado la tía Mery. Pero siempre están las despedidas, ese momento que en cada viaje, uno no quiere tener, no quiere que exista, pero debe existir, ya que sin ese momento no hubiera ocurrido todo lo demás, cada despedida es un llanto, cada despedida es un mezcla de felicidad y nostalgia, de un cuando nos volveremos a ver, ¿nos veremos?, cada despedida tiene recuerdos de caricias, de abrazos, de besos, cada despedida tiene todo y no tiene nada, esa despedida tuvo en el aeropuerto un brindis con vino blanco, brindando por la vida, por lo vivido, por los lazos, por la familia, por la tía Mery, por Renata, por mí, por agradecer, por cada viaje, por vivir.

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